/ viernes 23 de febrero de 2024

Huasca de Ocampo: Duendes y silencio

Han pasado tantos años desde que se fundó Huasca de Ocampo—desde que llegaron sus aldeanos prehistóricos—que a la tierra misma se le olvida su historia. Por algo es un pueblo tan callado pero sin expresar desapruebo. En sus calles suena solo el viento pasajero y la risa lejana de algún vendedor retraído. Mas llamarlo fantasma sería errado. Está plagado de colores y gentes deambulando. Solo que, en lugar de saludar, se la pasan recordando. Pensando en esa historia distante que permitió la magia, sutil, viviera con la realidad.

No hay, por supuesto, manera de saber cómo inició todo. Algún historiador, insensato, apuntará a algún año tras la conquista y destacará los nombres de un par de inmigrantes europeos que, consigo, tradiciones trajeron. Pero esas razones no pueden expresar, por completo, la sinrazón del pueblo. Mucho menos que, en unas montañas retiradas de México—donde el verde hace rival a los sepias del valle—, la gente viva con duendes como si fueran paisanos.

Sé que, en estos textos, lo propio es exagerar. Queriendo que alguien visite algún lugar, se le cuenta de espectáculos impresionantes que desafían la realidad. Mismas promesas que, tras horas de visita, se disipan ante el peso de lo real. Pero en este caso, hay que jurar—con todo el peso de la palabra—que hay mucha verdad en lo dicho. Pues en Huasca de Ocampo, por cada panadería o cantina, hay una tienda de dientes o un altar colocado, entre escaños olvidados, a un pequeño hombre verde de sonrisa engañosa.

En sí, podríamos decir, son solo estatuillas. Una serie de maniquíes extraños que encontraron—por razones ajenas a esta crónica—un mercado lucrativo en el estado de Hidalgo. Muchos son adornos de jardín, hechos de cerámica y dispuestos a romperse, mientras que, una minoría, son del tamaño de un niño coqueteando con la pubertad, hechos de plástico resistente. Todos tienen el mismo tono verdoso de piel con barbas blancas y ojos perdidos en un vacío distante. Son, sin duda, estatuillas; pero en Huasca de Ocampo están presentes.

Con ver al primer duende comienza a formarse, en el espectador, un sentimiento de persecución. El prefacio es un asombro vecindado con lo extraño. La sorpresa de encontrar un duende a mitad de México. Luego, al ver el segundo y el tercero, viene una gracia sutil; incluso un par de risas. Pero después de veinte o treinta duendes, lo que viene es la expectativa de encontrarlos en cada rincón.

Caminando por sus calles, espera cualquiera que salgan duendes por debajo de la acera o que se escondan en los espacios diminutos entre ladrillos desgastados. La ciudad misma juega a las escondidillas para el que así lo desee. Buscando duendes, en su lugar, encuentra ríos secos y tiendas de artesanías escondidas; calles decoradas y jardines ocultos tras puertas de madera. A su manera, esa mágica ansiedad tiene algo de especial. Obliga a que el visitante, ansioso—o nervioso—de encontrar un duende más, pose su mirada en lugares que nunca habría pensado. De la nada, Huasca de Ocampo, es más que un centro; es un estival de miradas sin cansancio.

Los duendes, cabe decirlo, se controlan. Solo aparecen en dos instancias: en las tiendas, para turistas curioso, y en el centro, donde toman formas mayores. Rodeando el quisco, las estatuas y las letras que, con colores, anuncian el nombre del lugar, caminan cuatro botargas de duendes. Lo hacen callados, sin más. Se pasean con el mismo silencio que los habitantes pensando en la historia del lugar. Como en los altares, donde se dejan monedas para protección, a cambio de un billete, esos dientes botarga te bendicen con una foto. Tal vez, en ella, algo de magia se pegue por igual. Pero lo que importa es que, en ese andar, está el mismo patrón. Los mismos duendes hechos realidad.

Si no fuera por los turistas, estoy seguro, los días pasarían en Huasca tanto para los duendes como para las personas. Hablarían, sin duda, del clima tan frío por las mañanas y el calor latente del medio día. Habría enredos amorosos, corazones partidos; todo lo demás. Si no fuera por el ajeno, sorprendido por estos patrones, Huasca sería normal. Pero al ser uno visitante, no queda más que admirar sus duendes y la paz con que deambulan por sus calles o esperan en vitrinas junto a llaveros e imanes del lugar.

Lo que perdura, de nuevo, es ese silencio del reflexionar; el mismo que me llama—que llama a cualquiera—. Ese buscar, sin jamás expresarlo, el origen de Huasca; el que nunca se ha de encontrar. Y ese mismo que consume a humanos y duendes a la vez; que, en lugar de percatarse de la extrañeza, suspende al pueblo en el enigma de su origen y le da un aire de sensatez. Esa ha de ser la respuesta de su normalidad. Está tan enfocado en su pasado que el presente poco llega a importar.

Ay Huasca; ay huasca. ¿De dónde vendrás? No soy experto en mitologías, pero algo de ellas sé. Por eso conjeturo que este pueblo—este lugar tan mágico—viene de dos fuerzas opuestas como las islas que nacen del mar y la tierra. Huasca de Ocampo, conjeturo, es aquel hijo ignorado entre lo incómodo y lo cálido. Esa es su mitología. Se balancea entre los vicios de sus padres, tratando de forjar un sendero propio. No quiero, con ello, hablar de contradicciones innecesarias sino, más bien, de su resolución. De cómo, en un solo lugar puede uno sentirse aterrado por miradas ajenas y protegido por su mismo mirar; cómo duendes perpetuos y aguerridos dan una semblanza de paz. Dudo sea verdad pero, en escribirlo—en pensarlo, mejor dicho—me pongo a caminar por calles de Huasca sin contemplar más sus duendes tan extraños. Me consume, como a todos, ese mito de antaño. Espero, pronto, te consuma también.


Han pasado tantos años desde que se fundó Huasca de Ocampo—desde que llegaron sus aldeanos prehistóricos—que a la tierra misma se le olvida su historia. Por algo es un pueblo tan callado pero sin expresar desapruebo. En sus calles suena solo el viento pasajero y la risa lejana de algún vendedor retraído. Mas llamarlo fantasma sería errado. Está plagado de colores y gentes deambulando. Solo que, en lugar de saludar, se la pasan recordando. Pensando en esa historia distante que permitió la magia, sutil, viviera con la realidad.

No hay, por supuesto, manera de saber cómo inició todo. Algún historiador, insensato, apuntará a algún año tras la conquista y destacará los nombres de un par de inmigrantes europeos que, consigo, tradiciones trajeron. Pero esas razones no pueden expresar, por completo, la sinrazón del pueblo. Mucho menos que, en unas montañas retiradas de México—donde el verde hace rival a los sepias del valle—, la gente viva con duendes como si fueran paisanos.

Sé que, en estos textos, lo propio es exagerar. Queriendo que alguien visite algún lugar, se le cuenta de espectáculos impresionantes que desafían la realidad. Mismas promesas que, tras horas de visita, se disipan ante el peso de lo real. Pero en este caso, hay que jurar—con todo el peso de la palabra—que hay mucha verdad en lo dicho. Pues en Huasca de Ocampo, por cada panadería o cantina, hay una tienda de dientes o un altar colocado, entre escaños olvidados, a un pequeño hombre verde de sonrisa engañosa.

En sí, podríamos decir, son solo estatuillas. Una serie de maniquíes extraños que encontraron—por razones ajenas a esta crónica—un mercado lucrativo en el estado de Hidalgo. Muchos son adornos de jardín, hechos de cerámica y dispuestos a romperse, mientras que, una minoría, son del tamaño de un niño coqueteando con la pubertad, hechos de plástico resistente. Todos tienen el mismo tono verdoso de piel con barbas blancas y ojos perdidos en un vacío distante. Son, sin duda, estatuillas; pero en Huasca de Ocampo están presentes.

Con ver al primer duende comienza a formarse, en el espectador, un sentimiento de persecución. El prefacio es un asombro vecindado con lo extraño. La sorpresa de encontrar un duende a mitad de México. Luego, al ver el segundo y el tercero, viene una gracia sutil; incluso un par de risas. Pero después de veinte o treinta duendes, lo que viene es la expectativa de encontrarlos en cada rincón.

Caminando por sus calles, espera cualquiera que salgan duendes por debajo de la acera o que se escondan en los espacios diminutos entre ladrillos desgastados. La ciudad misma juega a las escondidillas para el que así lo desee. Buscando duendes, en su lugar, encuentra ríos secos y tiendas de artesanías escondidas; calles decoradas y jardines ocultos tras puertas de madera. A su manera, esa mágica ansiedad tiene algo de especial. Obliga a que el visitante, ansioso—o nervioso—de encontrar un duende más, pose su mirada en lugares que nunca habría pensado. De la nada, Huasca de Ocampo, es más que un centro; es un estival de miradas sin cansancio.

Los duendes, cabe decirlo, se controlan. Solo aparecen en dos instancias: en las tiendas, para turistas curioso, y en el centro, donde toman formas mayores. Rodeando el quisco, las estatuas y las letras que, con colores, anuncian el nombre del lugar, caminan cuatro botargas de duendes. Lo hacen callados, sin más. Se pasean con el mismo silencio que los habitantes pensando en la historia del lugar. Como en los altares, donde se dejan monedas para protección, a cambio de un billete, esos dientes botarga te bendicen con una foto. Tal vez, en ella, algo de magia se pegue por igual. Pero lo que importa es que, en ese andar, está el mismo patrón. Los mismos duendes hechos realidad.

Si no fuera por los turistas, estoy seguro, los días pasarían en Huasca tanto para los duendes como para las personas. Hablarían, sin duda, del clima tan frío por las mañanas y el calor latente del medio día. Habría enredos amorosos, corazones partidos; todo lo demás. Si no fuera por el ajeno, sorprendido por estos patrones, Huasca sería normal. Pero al ser uno visitante, no queda más que admirar sus duendes y la paz con que deambulan por sus calles o esperan en vitrinas junto a llaveros e imanes del lugar.

Lo que perdura, de nuevo, es ese silencio del reflexionar; el mismo que me llama—que llama a cualquiera—. Ese buscar, sin jamás expresarlo, el origen de Huasca; el que nunca se ha de encontrar. Y ese mismo que consume a humanos y duendes a la vez; que, en lugar de percatarse de la extrañeza, suspende al pueblo en el enigma de su origen y le da un aire de sensatez. Esa ha de ser la respuesta de su normalidad. Está tan enfocado en su pasado que el presente poco llega a importar.

Ay Huasca; ay huasca. ¿De dónde vendrás? No soy experto en mitologías, pero algo de ellas sé. Por eso conjeturo que este pueblo—este lugar tan mágico—viene de dos fuerzas opuestas como las islas que nacen del mar y la tierra. Huasca de Ocampo, conjeturo, es aquel hijo ignorado entre lo incómodo y lo cálido. Esa es su mitología. Se balancea entre los vicios de sus padres, tratando de forjar un sendero propio. No quiero, con ello, hablar de contradicciones innecesarias sino, más bien, de su resolución. De cómo, en un solo lugar puede uno sentirse aterrado por miradas ajenas y protegido por su mismo mirar; cómo duendes perpetuos y aguerridos dan una semblanza de paz. Dudo sea verdad pero, en escribirlo—en pensarlo, mejor dicho—me pongo a caminar por calles de Huasca sin contemplar más sus duendes tan extraños. Me consume, como a todos, ese mito de antaño. Espero, pronto, te consuma también.


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