/ viernes 1 de diciembre de 2023

Infocracia: pausando a ver nuestra crisis moderna

No me asusta el progreso o la tecnología por sí solos. Me aterra, en su lugar, el poco miedo que tenemos a la modernidad y su paso, que damos por sentado, será inexorable. Las cosas a nuestro alrededor —las herramientas que hemos ido creando— cambian tan rápido y nosotros, como especie, no hacemos más que contemplar. Somos participes tácitos del cambio: lo vivimos sin llegarlo a cuestionar. Anuncian un nuevo teléfono inteligente y, sin pensarlo, hacemos filas para comprarlo. Hacen público ChatGPT y reemplazamos, en cuestión de días, los exploradores avorazados por el descomunal potencial de la inteligencia artificial. El cuento de estos últimos 20 años: la tecnología como fuerza incontenible, la humanidad como su consumidor.

De vez en cuando —y esto solo en momentos bien marcados— pausamos previo a nuestra marcha ineludible hacia el progreso que nos imponen. Nos preguntamos si realmente deberíamos seguir ese sendero al que nos adentramos. Quizá hasta lo compartimos con un amigo o dos. Pero luego, sin duda, regresamos a nuestros teléfonos inteligentes para sumergimos en el mismo progreso tecnológico indestructible.

Esta es una historia breve de una de esas pausas, una que por lo menos ha generado otras tantas. Me ha forzado a reflexionar más de lo acostumbrado y espero a ustedes los lleve a lo mismo. Se me ha vuelto un hábito. Trato de pausar tantas veces como me sea posible —aunque siempre regreso a la marcha forzada de nuestros tiempos. A veces es tras leer un tuit, otras por el mismo deambular de mis pensamientos. Aunque en esta ocasión, fue algo más largo. Mi respiro más reciente —mi aire rejuvenecedor— vino en forma de libro, con el nuevo ensayo del filósofo Byung-Chul Han, titulado, adecuadamente, Infocracia.

No quiero resumir el libro entero; vale la pena hojearlo y, sobre todo, leer su último ensayo. Para contarles de mi reciente crisis contra lo moderno, basta con dos de sus premisas a modo de repaso. De ellas, me parece, emanan suficientes temas para causar en usted, lector, las mismas dudas a las que hoy me enfrento.

El primero de los temas es uno muy gastado y podría resumirse en el miedo, muy factible, de que estas tecnologías puedan ser usadas en nuestra contra. Se asemeja a los conceptos de Foucault y el bio-poder, donde el estado controla nuestras vidas no sólo por la fuerza bruta, sino, también con un poderío latente sobre nuestros cuerpos, la calidad de nuestra comida y las obligaciones médicas a las que nos vemos sujetos. Ahora, con una microcomputadora a modo de teléfono rastreando nuestras compras y viendo nuestros hábitos, no es descabellado pensar que existe un nuevo poder —al menos en potencia— por sobre nuestras vidas.

Este argumento anterior lo he visto miles de veces. Tiene su certeza pero nunca me ha llevado a más que un suspiro pasajero; un sollozo en silencio. En parte, he de suponer, pesa tan poco porque es una perspectiva totalmente pesimista, incapaz de reconocer los inmenso beneficios que vienen con este tipo de tecnologías. No niego por instante alguno que, en darle a Google mi ubicación, o expresar mis gustos por Instagram, otorgue yo información valiosa que podría usarse en mi contra. Pero tampoco hemos de ignorar la enorme ventaja de saber, con certeza, donde te encuentras en una ciudad desconocida o descubrir, en muros digitales, vagos destellos de entretenimiento en días aburridos. Si algo, el criticar a lo moderno solamente por un riesgo político me parece venir más de las generaciones incapaces de ver los beneficios en el progreso. Tal vez, por ello, me son ajenas; me cuesta un poco vivir sin ver el lado bueno de mis tiempos.

Han, en su libro, peca de esto último, haciendo una letanía de los pecados contraídos por nuestros vicios tecnológicos. De ello no hay más que tomar las pausas acostumbradas y seguir por nuestro rumbo. Lo impresionante, sin embargo, es ese segundo punto suyo que sigue quitándome el sueño hasta la fecha. Lo expresa, concretamente, en el último capítulo de su ensayo, «La crisis de la verdad». Con él, expande el pesimismo a un grado que, hasta a mí, con ese optimismo juvenil, me es difícil esquivar. Pues el problema no es solo que existe un poder tácito sobre nosotros, es que, a su vez, estas tecnologías han cambiado nuestra misma percepción de la realidad. No basta con decir que cambiaron al mundo —como cualquiera podría decirlo— han reformado nuestra perspectiva del mundo mismo a un grado que ni siquiera consideramos. Han destruido toda pretensión de verdad.

Sobre todo es un problema anudado con una sola tecnología: la venida del internet. En un mundo tan conectado, donde abunda la información, nuestra especie está condenada a lo incierto. De la nada, en una misma red social se nos presentan millares de opiniones contrarias, justificándose como pueden con tal de contrarrestar a sus rivales. Comienzan a multiplicarse las noticias falsas y la desinformación se vuelve la norma. Aunque no es tan fácil como pensar que nos están mintiendo, que todo esto fue hecho con ánimos de mal. En la mentira, existe al menos la presunción que hay, a su vez, una verdad que se le opone. Ahora tenemos tantas perspectivas y tanta información que—erradamente o no—podemos justificar el punto que busquemos. Cualquiera puede justificarse lo que desee y, con ello, eliminamos por completo la verdad en que nuestra sociedad se ha basado por los últimos siglos.

Eso es lo aterrador. Vivimos en una crisis de la verdad que ni siquiera cuestionamos. Hemos perdido toda pretensión de conceptos universales y nos quedamos, en su lugar, flotando entre ideas vagas que nos evaden. Hemos perdido la posibilidad de creer en una realidad concreta. Ahora son millares de verdades; una infinidad. Ni siquiera podemos acusar, solamente, de desinformación o de mentiras claras. Los que nos mienten han perdido, también, su sentido de realidad.

Ahí yace la crisis. Han lo llama un nihilismo moderno: quedamos sin una guía hacia lo certero. Parece una paradoja, pero, mientras más sabemos del mundo—mientras más facetas suyas se nos exponen—, menos capaces somos de resumirlo en verdades concretas. Nos adentramos, por ello, a un nuevo mundo donde preferimos justificarnos cualquier idea a refutarla con algo concreto.

Sin quererlo, Han escribió un libro de terror. Un miedo sobre cómo hemos perdido un valor fundamentalmente humano y no hay gran cosa que podamos hacer. Pues, aunque mis crisis son más constantes, sigo escribiendo este ensayo en una computadora y compartiéndolo en redes sociales. La misma marcha que me aterra es una en la que participo sin dudar. Una breve pausa, como dije en un principio.

El siglo pasado, para combatir al nihilismo, creo a varios filósofos que nos dieron fe en la vida con un existencialismo embriagante. Ahora, ante el nihilismo de la infocracia—y nuestro vagar en una ausencia de verdades—queda esperar que los nuevos Sartre y Camus no tarden.

No me asusta el progreso o la tecnología por sí solos. Me aterra, en su lugar, el poco miedo que tenemos a la modernidad y su paso, que damos por sentado, será inexorable. Las cosas a nuestro alrededor —las herramientas que hemos ido creando— cambian tan rápido y nosotros, como especie, no hacemos más que contemplar. Somos participes tácitos del cambio: lo vivimos sin llegarlo a cuestionar. Anuncian un nuevo teléfono inteligente y, sin pensarlo, hacemos filas para comprarlo. Hacen público ChatGPT y reemplazamos, en cuestión de días, los exploradores avorazados por el descomunal potencial de la inteligencia artificial. El cuento de estos últimos 20 años: la tecnología como fuerza incontenible, la humanidad como su consumidor.

De vez en cuando —y esto solo en momentos bien marcados— pausamos previo a nuestra marcha ineludible hacia el progreso que nos imponen. Nos preguntamos si realmente deberíamos seguir ese sendero al que nos adentramos. Quizá hasta lo compartimos con un amigo o dos. Pero luego, sin duda, regresamos a nuestros teléfonos inteligentes para sumergimos en el mismo progreso tecnológico indestructible.

Esta es una historia breve de una de esas pausas, una que por lo menos ha generado otras tantas. Me ha forzado a reflexionar más de lo acostumbrado y espero a ustedes los lleve a lo mismo. Se me ha vuelto un hábito. Trato de pausar tantas veces como me sea posible —aunque siempre regreso a la marcha forzada de nuestros tiempos. A veces es tras leer un tuit, otras por el mismo deambular de mis pensamientos. Aunque en esta ocasión, fue algo más largo. Mi respiro más reciente —mi aire rejuvenecedor— vino en forma de libro, con el nuevo ensayo del filósofo Byung-Chul Han, titulado, adecuadamente, Infocracia.

No quiero resumir el libro entero; vale la pena hojearlo y, sobre todo, leer su último ensayo. Para contarles de mi reciente crisis contra lo moderno, basta con dos de sus premisas a modo de repaso. De ellas, me parece, emanan suficientes temas para causar en usted, lector, las mismas dudas a las que hoy me enfrento.

El primero de los temas es uno muy gastado y podría resumirse en el miedo, muy factible, de que estas tecnologías puedan ser usadas en nuestra contra. Se asemeja a los conceptos de Foucault y el bio-poder, donde el estado controla nuestras vidas no sólo por la fuerza bruta, sino, también con un poderío latente sobre nuestros cuerpos, la calidad de nuestra comida y las obligaciones médicas a las que nos vemos sujetos. Ahora, con una microcomputadora a modo de teléfono rastreando nuestras compras y viendo nuestros hábitos, no es descabellado pensar que existe un nuevo poder —al menos en potencia— por sobre nuestras vidas.

Este argumento anterior lo he visto miles de veces. Tiene su certeza pero nunca me ha llevado a más que un suspiro pasajero; un sollozo en silencio. En parte, he de suponer, pesa tan poco porque es una perspectiva totalmente pesimista, incapaz de reconocer los inmenso beneficios que vienen con este tipo de tecnologías. No niego por instante alguno que, en darle a Google mi ubicación, o expresar mis gustos por Instagram, otorgue yo información valiosa que podría usarse en mi contra. Pero tampoco hemos de ignorar la enorme ventaja de saber, con certeza, donde te encuentras en una ciudad desconocida o descubrir, en muros digitales, vagos destellos de entretenimiento en días aburridos. Si algo, el criticar a lo moderno solamente por un riesgo político me parece venir más de las generaciones incapaces de ver los beneficios en el progreso. Tal vez, por ello, me son ajenas; me cuesta un poco vivir sin ver el lado bueno de mis tiempos.

Han, en su libro, peca de esto último, haciendo una letanía de los pecados contraídos por nuestros vicios tecnológicos. De ello no hay más que tomar las pausas acostumbradas y seguir por nuestro rumbo. Lo impresionante, sin embargo, es ese segundo punto suyo que sigue quitándome el sueño hasta la fecha. Lo expresa, concretamente, en el último capítulo de su ensayo, «La crisis de la verdad». Con él, expande el pesimismo a un grado que, hasta a mí, con ese optimismo juvenil, me es difícil esquivar. Pues el problema no es solo que existe un poder tácito sobre nosotros, es que, a su vez, estas tecnologías han cambiado nuestra misma percepción de la realidad. No basta con decir que cambiaron al mundo —como cualquiera podría decirlo— han reformado nuestra perspectiva del mundo mismo a un grado que ni siquiera consideramos. Han destruido toda pretensión de verdad.

Sobre todo es un problema anudado con una sola tecnología: la venida del internet. En un mundo tan conectado, donde abunda la información, nuestra especie está condenada a lo incierto. De la nada, en una misma red social se nos presentan millares de opiniones contrarias, justificándose como pueden con tal de contrarrestar a sus rivales. Comienzan a multiplicarse las noticias falsas y la desinformación se vuelve la norma. Aunque no es tan fácil como pensar que nos están mintiendo, que todo esto fue hecho con ánimos de mal. En la mentira, existe al menos la presunción que hay, a su vez, una verdad que se le opone. Ahora tenemos tantas perspectivas y tanta información que—erradamente o no—podemos justificar el punto que busquemos. Cualquiera puede justificarse lo que desee y, con ello, eliminamos por completo la verdad en que nuestra sociedad se ha basado por los últimos siglos.

Eso es lo aterrador. Vivimos en una crisis de la verdad que ni siquiera cuestionamos. Hemos perdido toda pretensión de conceptos universales y nos quedamos, en su lugar, flotando entre ideas vagas que nos evaden. Hemos perdido la posibilidad de creer en una realidad concreta. Ahora son millares de verdades; una infinidad. Ni siquiera podemos acusar, solamente, de desinformación o de mentiras claras. Los que nos mienten han perdido, también, su sentido de realidad.

Ahí yace la crisis. Han lo llama un nihilismo moderno: quedamos sin una guía hacia lo certero. Parece una paradoja, pero, mientras más sabemos del mundo—mientras más facetas suyas se nos exponen—, menos capaces somos de resumirlo en verdades concretas. Nos adentramos, por ello, a un nuevo mundo donde preferimos justificarnos cualquier idea a refutarla con algo concreto.

Sin quererlo, Han escribió un libro de terror. Un miedo sobre cómo hemos perdido un valor fundamentalmente humano y no hay gran cosa que podamos hacer. Pues, aunque mis crisis son más constantes, sigo escribiendo este ensayo en una computadora y compartiéndolo en redes sociales. La misma marcha que me aterra es una en la que participo sin dudar. Una breve pausa, como dije en un principio.

El siglo pasado, para combatir al nihilismo, creo a varios filósofos que nos dieron fe en la vida con un existencialismo embriagante. Ahora, ante el nihilismo de la infocracia—y nuestro vagar en una ausencia de verdades—queda esperar que los nuevos Sartre y Camus no tarden.

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