/ viernes 6 de octubre de 2023

Amanece en Tlatelolco

A la noche le cuesta, pero le sigue el día. Es inevitable. Amanece aún en los cielos más opacos. No es cuestión de quererlo o estar listo—no estoy seguro, siquiera, que las cosas y los lugares lleguen a estarlo—. Simplemente pasa. El tiempo, sin detenerse, va pasando. En los lugares desolados, llega la mañana. Hasta en Tlatelolco, me voy dando cuenta ahora que lo escribo, sale el sol a lo alto.

Llegué a la estación, como ya voy esclareciendo, con los primeros rayos del día; más temprano que de costumbre. No era por oportunismo. Era una jornada larga y quería, aunque fuera por un par de horas, pasar a ese lugar del que tanto había escuchado. Su nombre—«Tlatelolco»; un trabalenguas de la juventud—, lo habré aprendido en clase de historia o alguna conversación sobre la mesa. No lo recuerdo; lleva tanto en mi mente que es como si siempre hubiera estado. Eternamente sinónimo de tragedias. Unas ancestrales, otras menos viejas (aunque, para un niño, ambas eran igual de distantes).


Pienso en el imperio destrozado con la llegada de los españoles; en los estudiantes del 68 aplastados por el ejército que juró protegerlos. Pienso en tantas tragedias mientras del Metrobús me bajo…

Los transeúntes, quizá por eso mismo, siguen como si nada. A un lado del quiosco, en sus andares desolados, veo madrugadores haciendo ejercicio. Ponen música a todo volumen; llevan escobas viejas para estirar y darles vueltas. Un par de gentes, en el andar matutino, se acercan a sus coches como de costumbre. La vida progresa, aun con baches en las calles y montañas de escombros. El lugar—Tlatelolco—se aferra al ayer cuando todo a su alrededor da señas de haber continuado. Aunque a estas avenidas les sea imposible olvidarlo, el tiempo se ha seguido de largo.

No tardo mucho en llegar al lugar que andaba buscando. La iglesia antigua que, ahora noto, con los años han ido reparando. Hay un juego en su fachada; tres colores que pelean entre sí. El gris blancuzco de las fachadas revestidas; los tonos oscuros de piedra que conforman sus campanarios; el rojo-marrón lizo y moderno en su parte trasera. En su momento, cuando Cuauhtémoc cayó defendiendo su imperio, fue este el testimonio de un nuevo mundo autoimpuesto. Ahora, la modernidad la va devorando con ventanas de suelo a techo y luces que, en la noche, podrían alumbrar las penurias.

Foto: José Luis Sabau

Aunque esta iglesia es testimonio de la primera derrota—la de los mexicas hace siglos—, cerca suyo hay un mural pequeño que recuerda la segunda, esa de los estudiantes que tanto he aprendido. En la misma dirección a la que van mis ojos, está lo que solo puedo describir como una fuente fallida. Guarda, escasa, agua de lluvias en lo que, supongo, hace años, fue una piscina de reflejo. Hoy está medio vacía; flotan un par de botellas abandonadas. Desolación que va, con todo este tema observado. Se mantiene el agua de ayer aun cuando el tiempo las quiere ir secando. Logra hacerlo; no del todo.

Y me sigo, entonces, por un camino de piedra plagado por varios huecos. Varias hojas muertas cubren, escasas, el sendero. Veo, a un costado, las fachadas de apartamentos que solo he visto en fotos. Ya no son blanco y negro; hay amarillos y tonos con los murales pequeños que se forman cerca del suelo. Tendrán que esperar un instante; mi sendero, todavía, no me lleva a ello.

En su lugar, tengo que ver, primero, la tragedia de antaño. Admirar las ruinas que abrazan, en espacios sumidos, el templo erguido ante de su derrota. Antes eran recintos, hoy vestigios en un mar verde de pasto bien cuidado. Restaurados; no podría ser de otra manera. El presente quizá darles forma aún sí ellos querían enterrarse para el olvido. Quedan un par que, hoy día, asimilan montañas solamente. En una de ellas, veo un obrero, con chaleco naranja brillante, empujando su carrito a la cima. Lo vacía y repite el ciclo. No sé qué haga o si esté al tanto de todo lo que aquí pasó. O puede que sí y lo ignoré; está todo fuera de mi alcance. Un Sísifo moderno en un lugar de olvido.

Foto: José Luis Sabau

Lo triste, genuinamente, es que una tragedia cubre a otra. Que, al pensar en Tlatelolco, pienso en la explanada a la que me avecino y no los espacios que hoy dejo. Aquí peleó Cuauhtémoc. Aquí cayó un imperio. Aquí, como país, nacimos. Pero el tiempo lo ha ido cambiando por nuevas historias. La palabra adquiere otro significado. Queriendo recordarlo—con esfuerzos inmensos de restauración—, también el tiempo ha ido cambiando su renombre. Lo que un día fue la mayor de las barbaries, ahora es una nota en la historia eclipsada por otra más reciente. El tiempo, me temo, sigue pasando.

Finalmente, he llegado. Distantes, veo banderas de un tratado del cual nadie habla—si ya vamos olvidando las masacres de antaño, sería difícil recordar escasos triunfos modernos—. Aquí está lo que siempre, en fotos y recuerdos, he pensado como Tlatelolco. Trato, sabiendo que es imposible, de encontrar los lugares precisos donde ocurrió la barbarie; esos de los videos y documentales que crecí viendo. Me temo la memoria jamás pudo aguantar tanto. Y la realidad, como siempre, da sus golpes.


La plaza, cuya imagen en mi mente es gigantesca, tiene un tamaño moderado. Hay un monumento; una piedra que parecería la de los mandamientos. Pero, fuera de ello, no hay más que el sentimiento de pesar con un lugar donde tanto ha pasado.

Hasta a esta tragedia reciente, entretejida con la genética del mexicano moderno, el tiempo le va pegando. El sol va calentando el pavimento; entre sus grietas, pequeñas plantas van creciendo. Arbustos que quieren seguir adelante, aunque el mundo quisiera detenerse. Ahí la crueldad. Después de Tlatelolco, el mundo debía detenerse. Nuestra concepción de la palabra así lo ha hecho. Y, a pesar de ello, la vida sigue. Tlatelolco continúa siendo una iglesia; las Tres Culturas es la plaza delante suyo. El lugar queda en el suspenso entre recordar el pasado y adentrarse al futuro. Ambas después parecen erradas. Después de la noche viene el día; a veces sigue la luna en sus tonos azules. Se reúsa la muerta a morir. Su luz nos deja en el enigma de cómo continuar.

Debo partir. A mí también me mueve, a otra junta, este apremiante tiempo. Una ciclista, con ánimos de ejercicio, da vueltas sin cesar a la plaza mientras escribo todo esto. Yo emprendo, con algo de caos interno, los mismos caminos que aquí me llevaron. Tantas ideas plagan. Mi mente. Veo el sol pegar, fuertemente, donde la noche cobijaba llantos desolados. Ha salido, finalmente; es un nuevo día al que seguirá una noche y así, al infinito. Me temo que ahora, el Tlatelolco en que tanto he pensado, es más complejo de lo que había sido de antaño. Lo difícil de este lugar—lo que me cuesta (le cuesta) tanto—es el percatarse que hay un nuevo día. Que han de seguirle, eternamente, otros tantos. Por más que queramos recordar; el tiempo sigue pasando


A la noche le cuesta, pero le sigue el día. Es inevitable. Amanece aún en los cielos más opacos. No es cuestión de quererlo o estar listo—no estoy seguro, siquiera, que las cosas y los lugares lleguen a estarlo—. Simplemente pasa. El tiempo, sin detenerse, va pasando. En los lugares desolados, llega la mañana. Hasta en Tlatelolco, me voy dando cuenta ahora que lo escribo, sale el sol a lo alto.

Llegué a la estación, como ya voy esclareciendo, con los primeros rayos del día; más temprano que de costumbre. No era por oportunismo. Era una jornada larga y quería, aunque fuera por un par de horas, pasar a ese lugar del que tanto había escuchado. Su nombre—«Tlatelolco»; un trabalenguas de la juventud—, lo habré aprendido en clase de historia o alguna conversación sobre la mesa. No lo recuerdo; lleva tanto en mi mente que es como si siempre hubiera estado. Eternamente sinónimo de tragedias. Unas ancestrales, otras menos viejas (aunque, para un niño, ambas eran igual de distantes).


Pienso en el imperio destrozado con la llegada de los españoles; en los estudiantes del 68 aplastados por el ejército que juró protegerlos. Pienso en tantas tragedias mientras del Metrobús me bajo…

Los transeúntes, quizá por eso mismo, siguen como si nada. A un lado del quiosco, en sus andares desolados, veo madrugadores haciendo ejercicio. Ponen música a todo volumen; llevan escobas viejas para estirar y darles vueltas. Un par de gentes, en el andar matutino, se acercan a sus coches como de costumbre. La vida progresa, aun con baches en las calles y montañas de escombros. El lugar—Tlatelolco—se aferra al ayer cuando todo a su alrededor da señas de haber continuado. Aunque a estas avenidas les sea imposible olvidarlo, el tiempo se ha seguido de largo.

No tardo mucho en llegar al lugar que andaba buscando. La iglesia antigua que, ahora noto, con los años han ido reparando. Hay un juego en su fachada; tres colores que pelean entre sí. El gris blancuzco de las fachadas revestidas; los tonos oscuros de piedra que conforman sus campanarios; el rojo-marrón lizo y moderno en su parte trasera. En su momento, cuando Cuauhtémoc cayó defendiendo su imperio, fue este el testimonio de un nuevo mundo autoimpuesto. Ahora, la modernidad la va devorando con ventanas de suelo a techo y luces que, en la noche, podrían alumbrar las penurias.

Foto: José Luis Sabau

Aunque esta iglesia es testimonio de la primera derrota—la de los mexicas hace siglos—, cerca suyo hay un mural pequeño que recuerda la segunda, esa de los estudiantes que tanto he aprendido. En la misma dirección a la que van mis ojos, está lo que solo puedo describir como una fuente fallida. Guarda, escasa, agua de lluvias en lo que, supongo, hace años, fue una piscina de reflejo. Hoy está medio vacía; flotan un par de botellas abandonadas. Desolación que va, con todo este tema observado. Se mantiene el agua de ayer aun cuando el tiempo las quiere ir secando. Logra hacerlo; no del todo.

Y me sigo, entonces, por un camino de piedra plagado por varios huecos. Varias hojas muertas cubren, escasas, el sendero. Veo, a un costado, las fachadas de apartamentos que solo he visto en fotos. Ya no son blanco y negro; hay amarillos y tonos con los murales pequeños que se forman cerca del suelo. Tendrán que esperar un instante; mi sendero, todavía, no me lleva a ello.

En su lugar, tengo que ver, primero, la tragedia de antaño. Admirar las ruinas que abrazan, en espacios sumidos, el templo erguido ante de su derrota. Antes eran recintos, hoy vestigios en un mar verde de pasto bien cuidado. Restaurados; no podría ser de otra manera. El presente quizá darles forma aún sí ellos querían enterrarse para el olvido. Quedan un par que, hoy día, asimilan montañas solamente. En una de ellas, veo un obrero, con chaleco naranja brillante, empujando su carrito a la cima. Lo vacía y repite el ciclo. No sé qué haga o si esté al tanto de todo lo que aquí pasó. O puede que sí y lo ignoré; está todo fuera de mi alcance. Un Sísifo moderno en un lugar de olvido.

Foto: José Luis Sabau

Lo triste, genuinamente, es que una tragedia cubre a otra. Que, al pensar en Tlatelolco, pienso en la explanada a la que me avecino y no los espacios que hoy dejo. Aquí peleó Cuauhtémoc. Aquí cayó un imperio. Aquí, como país, nacimos. Pero el tiempo lo ha ido cambiando por nuevas historias. La palabra adquiere otro significado. Queriendo recordarlo—con esfuerzos inmensos de restauración—, también el tiempo ha ido cambiando su renombre. Lo que un día fue la mayor de las barbaries, ahora es una nota en la historia eclipsada por otra más reciente. El tiempo, me temo, sigue pasando.

Finalmente, he llegado. Distantes, veo banderas de un tratado del cual nadie habla—si ya vamos olvidando las masacres de antaño, sería difícil recordar escasos triunfos modernos—. Aquí está lo que siempre, en fotos y recuerdos, he pensado como Tlatelolco. Trato, sabiendo que es imposible, de encontrar los lugares precisos donde ocurrió la barbarie; esos de los videos y documentales que crecí viendo. Me temo la memoria jamás pudo aguantar tanto. Y la realidad, como siempre, da sus golpes.


La plaza, cuya imagen en mi mente es gigantesca, tiene un tamaño moderado. Hay un monumento; una piedra que parecería la de los mandamientos. Pero, fuera de ello, no hay más que el sentimiento de pesar con un lugar donde tanto ha pasado.

Hasta a esta tragedia reciente, entretejida con la genética del mexicano moderno, el tiempo le va pegando. El sol va calentando el pavimento; entre sus grietas, pequeñas plantas van creciendo. Arbustos que quieren seguir adelante, aunque el mundo quisiera detenerse. Ahí la crueldad. Después de Tlatelolco, el mundo debía detenerse. Nuestra concepción de la palabra así lo ha hecho. Y, a pesar de ello, la vida sigue. Tlatelolco continúa siendo una iglesia; las Tres Culturas es la plaza delante suyo. El lugar queda en el suspenso entre recordar el pasado y adentrarse al futuro. Ambas después parecen erradas. Después de la noche viene el día; a veces sigue la luna en sus tonos azules. Se reúsa la muerta a morir. Su luz nos deja en el enigma de cómo continuar.

Debo partir. A mí también me mueve, a otra junta, este apremiante tiempo. Una ciclista, con ánimos de ejercicio, da vueltas sin cesar a la plaza mientras escribo todo esto. Yo emprendo, con algo de caos interno, los mismos caminos que aquí me llevaron. Tantas ideas plagan. Mi mente. Veo el sol pegar, fuertemente, donde la noche cobijaba llantos desolados. Ha salido, finalmente; es un nuevo día al que seguirá una noche y así, al infinito. Me temo que ahora, el Tlatelolco en que tanto he pensado, es más complejo de lo que había sido de antaño. Lo difícil de este lugar—lo que me cuesta (le cuesta) tanto—es el percatarse que hay un nuevo día. Que han de seguirle, eternamente, otros tantos. Por más que queramos recordar; el tiempo sigue pasando


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