/ miércoles 3 de febrero de 2021

Un nuevo, posible despertar

“Para un demagogo que se siente asediado por las críticas, las crisis abren una ventana de oportunidad para silenciar a esas críticas y debilitar a sus rivales. De hecho los autócratas electos a menudo “necesitan” crisis, puesto que las amenazas externas les brindan la posibilidad de zafarse de sus “cadenas” de manera rápida y, muy a menudo, “legal”. En su libro Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt se refieren a gobernantes populistas, con el ejemplo específico de Donald Trump, pero esa caracterización acomodaría también a otros populistas, de derecha o de izquierda que, como lo señalan los autores tratan a sus adversarios como enemigos y centran sus ataques en todo aquel que disienta de su parecer, sea un ciudadano, un grupo o un periodista. Por el voto mayoritario, Estados Unidos se libró ya de ese personaje que por espacio de cuatro años mantuvo a su país en una crisis que provocó una división que comienza a ser restañada por la nueva administración.

México ha vivido dos años de similar situación ocasionada por un gobierno que día tras día, desde las primeras horas de la mañana lanza el ácido del insulto, la diatriba y la descalificación a todo aquel a quien considere un enemigo conservador. Los días del confinamiento del presidente Andrés Manuel López Obrador obligado por el contagio del Covid 19 –cuya recuperación como la de los más de ciento cincuenta mil afectados por la pandemia es deseable—ha mostrado la posibilidad de una atmósfera en la que las diferencias de opinión pueden encontrar cauces de tolerancia, entendimiento y unidad aún frente a las más graves crisis que enfrente la sociedad. En estos días el pasado ha dejado de aparecer como el responsable de todo problema y ser el blanco de los ataques con el ropaje imaginario del sambenito de conservadores. Las conferencias mañaneras transcurren en la tranquilidad del análisis de los problemas del diario acontecer, libres del veneno que las ensombrece. La indiscutible fortaleza física de Andrés Manuel López Obrador y la suerte de la benignidad del ataque del virus han permitido que el presidente de la República mantenga una actitud que corresponde a las responsabilidades de un jefe de Estado. Desde Palacio Nacional el presidente coordina la actividad de cada uno de los órganos de gobierno, dispone medidas en busca de solución a los problemas sin acudir a la estridencia de la condena sin juicio de por medio a toda crítica o señalamiento contrario a sus dictados. El país merecería que este ambiente de entendimiento y tranquilidad se prolongara indefinidamente.

Estados Unidos se libró ya de los sacudimientos de un gobierno autoritario, demagógico y populista. Por otros caminos es deseable que el compás de espera marcado por la circunstancia pasajera de la enfermedad del presidente se prolongue y sirva de ejemplo en los difíciles días, meses que se avecinan. El presidente mismo debería y podría aprovechar su obligado confinamiento como una oportunidad de reflexión sobre la inutilidad perniciosa de la división provocada por una actitud de intransigencia de aceptar de buen grado que el insulto, la descalificación y la intolerancia no son el camino. Los votos por la recuperación de la salud física del presidente de la República en el fondo del parecer mayoritario de la opinión pública del país, están sin duda acompañados por otro deseo igualmente ferviente: que la paz de los espíritus que reina en Palacio Nacional en estos días de recogimiento se extienda a la vida general del país que no requiere del sobresalto que a cada mañana se produce y surge de ese recinto como amenaza a la unidad constructiva de la República, que es patrimonio de todos. Para vivir en paz el país no necesita del escándalo de unas “mañaneras” que corroen, inquietan y alarman cada día de nuestra vida pública.

El presidente ha enviado al Congreso su primera iniciativa preferente para una nueva ley de la industria eléctrica. Desde la exposición de motivos hasta el último artículo, la propuesta está plagada de belicosidad, condena al pasado y disposiciones que de aprobarse sepultarían la reforma energética del gobierno de Enrique Peña Nieto. La iniciativa de ley desata ya discusiones y controversias que deberían resolverse si se las despoja de la violencia verbal que las acompaña. La reforma energética de la pasada administración estuvo precedida de un inusual pacto de todas las fuerzas políticas y de una serie de sesiones –parlamento abierto—en las que participaron expertos, académicos y representantes de los sectores involucrados que enriquecieron la iniciativa y le dieron el carácter de consenso mayoritario. El proyecto de ley de la industria eléctrica podría servir de ejemplo de un análisis sereno, ordenado y constructivo de trascendental cuestión en el que participaran diferentes sectores de la sociedad si el ambiente de tranquilidad y entendimiento que el virus nos ha permitido en estos días avizorar como un posible, nuevo despertar en la unidad y la armonía frente a los graves problemas que vive y vivirá el país.

sdelrio1934@gmail.com

“Para un demagogo que se siente asediado por las críticas, las crisis abren una ventana de oportunidad para silenciar a esas críticas y debilitar a sus rivales. De hecho los autócratas electos a menudo “necesitan” crisis, puesto que las amenazas externas les brindan la posibilidad de zafarse de sus “cadenas” de manera rápida y, muy a menudo, “legal”. En su libro Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt se refieren a gobernantes populistas, con el ejemplo específico de Donald Trump, pero esa caracterización acomodaría también a otros populistas, de derecha o de izquierda que, como lo señalan los autores tratan a sus adversarios como enemigos y centran sus ataques en todo aquel que disienta de su parecer, sea un ciudadano, un grupo o un periodista. Por el voto mayoritario, Estados Unidos se libró ya de ese personaje que por espacio de cuatro años mantuvo a su país en una crisis que provocó una división que comienza a ser restañada por la nueva administración.

México ha vivido dos años de similar situación ocasionada por un gobierno que día tras día, desde las primeras horas de la mañana lanza el ácido del insulto, la diatriba y la descalificación a todo aquel a quien considere un enemigo conservador. Los días del confinamiento del presidente Andrés Manuel López Obrador obligado por el contagio del Covid 19 –cuya recuperación como la de los más de ciento cincuenta mil afectados por la pandemia es deseable—ha mostrado la posibilidad de una atmósfera en la que las diferencias de opinión pueden encontrar cauces de tolerancia, entendimiento y unidad aún frente a las más graves crisis que enfrente la sociedad. En estos días el pasado ha dejado de aparecer como el responsable de todo problema y ser el blanco de los ataques con el ropaje imaginario del sambenito de conservadores. Las conferencias mañaneras transcurren en la tranquilidad del análisis de los problemas del diario acontecer, libres del veneno que las ensombrece. La indiscutible fortaleza física de Andrés Manuel López Obrador y la suerte de la benignidad del ataque del virus han permitido que el presidente de la República mantenga una actitud que corresponde a las responsabilidades de un jefe de Estado. Desde Palacio Nacional el presidente coordina la actividad de cada uno de los órganos de gobierno, dispone medidas en busca de solución a los problemas sin acudir a la estridencia de la condena sin juicio de por medio a toda crítica o señalamiento contrario a sus dictados. El país merecería que este ambiente de entendimiento y tranquilidad se prolongara indefinidamente.

Estados Unidos se libró ya de los sacudimientos de un gobierno autoritario, demagógico y populista. Por otros caminos es deseable que el compás de espera marcado por la circunstancia pasajera de la enfermedad del presidente se prolongue y sirva de ejemplo en los difíciles días, meses que se avecinan. El presidente mismo debería y podría aprovechar su obligado confinamiento como una oportunidad de reflexión sobre la inutilidad perniciosa de la división provocada por una actitud de intransigencia de aceptar de buen grado que el insulto, la descalificación y la intolerancia no son el camino. Los votos por la recuperación de la salud física del presidente de la República en el fondo del parecer mayoritario de la opinión pública del país, están sin duda acompañados por otro deseo igualmente ferviente: que la paz de los espíritus que reina en Palacio Nacional en estos días de recogimiento se extienda a la vida general del país que no requiere del sobresalto que a cada mañana se produce y surge de ese recinto como amenaza a la unidad constructiva de la República, que es patrimonio de todos. Para vivir en paz el país no necesita del escándalo de unas “mañaneras” que corroen, inquietan y alarman cada día de nuestra vida pública.

El presidente ha enviado al Congreso su primera iniciativa preferente para una nueva ley de la industria eléctrica. Desde la exposición de motivos hasta el último artículo, la propuesta está plagada de belicosidad, condena al pasado y disposiciones que de aprobarse sepultarían la reforma energética del gobierno de Enrique Peña Nieto. La iniciativa de ley desata ya discusiones y controversias que deberían resolverse si se las despoja de la violencia verbal que las acompaña. La reforma energética de la pasada administración estuvo precedida de un inusual pacto de todas las fuerzas políticas y de una serie de sesiones –parlamento abierto—en las que participaron expertos, académicos y representantes de los sectores involucrados que enriquecieron la iniciativa y le dieron el carácter de consenso mayoritario. El proyecto de ley de la industria eléctrica podría servir de ejemplo de un análisis sereno, ordenado y constructivo de trascendental cuestión en el que participaran diferentes sectores de la sociedad si el ambiente de tranquilidad y entendimiento que el virus nos ha permitido en estos días avizorar como un posible, nuevo despertar en la unidad y la armonía frente a los graves problemas que vive y vivirá el país.

sdelrio1934@gmail.com