/ lunes 27 de marzo de 2023

Control político del uso de la fuerza

Stanley McChrystal, a quien Gideon Rose le hiciera una estupenda entrevista en 2013, solía poner un ejemplo parecido al siguiente: “tengo 15 insurgentes y mato a cinco, ¿cuántos me quedan? Claramente no diez, sino 25 o 30. ¿Por qué?, porque el abatimiento de esos cinco insurgentes muy probablemente contribuya a la radicalización de sus hijas o hijos, primos, amigos y hermanos”. Algo sabía sobre esto McChrystal, otrora comandante en jefe de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán.

Algo similar sucedió en México con el uso de la fuerza durante la mal llamada “guerra contra el narcotráfico”. No sólo trastocó al submundo criminal, sino que su impacto se extendió también a las comunidades en general para generar y escalar ciclos de violencia, así como fuentes de resistencia.

Primero, literatura sobre el tema ha demostrado una correlación entre el abuso en el uso de la fuerza pública y la radicalización de las comunidades locales (para otros contextos, ver por ejemplo: https://www.jstor.org/stable/23075150. Para el caso mexicano, el uso excesivo de la fuerza incrementó el número de lo que, en su momento, se les llamó “bajas colaterales”. Lo anterior, combinado con otros factores –por ejemplo, el reemplazo de funciones del gobierno como la provisión de servicios básicos–, ocasionó dos cosas: a) un daño generacional de las personas agraviadas, y b) que el apoyo popular se haya trasladado a –o reafirmado en– las organizaciones delictivas.

Relacionado con lo anterior, haber cimentado una política de seguridad en el uso de la fuerza no sólo facilitó el reclutamiento por parte de las organizaciones delictivas, sino que redujo el margen de desmovilización de miembros de grupos delictivos. Paradójicamente, las operaciones basadas en el uso letal de la fuerza (shoot to kill operations) tienen un efecto boomerang, produciendo más violencia de la que contiene.

Tercero, hay evidencia empírica que sostiene que el uso no proporcional de la fuerza inhibe el flujo de inteligencia y otras formas de colaboración por parte de la sociedad. Por último, es frecuente que el abuso en el uso de la fuerza sea utilizado por los grupos delictivos –y otros grupos de tensión y presión–, como forma de propaganda o desinformación, lo mismo para debilitar la voluntad de la población-audiencia, como para socavar la legitimidad de los cuerpos de seguridad que, dicho sea de paso, sacrificaron estándares fundamentales en derechos humanos, auto-contención y rendición de cuentas.

Lo sucedido recientemente en Nuevo Laredo, donde presuntamente elementos del Ejército abatieron a cinco jóvenes, evoca a esos tiempos en el que el uso de la fuerza carecía de algún control político. Conviene esclarecer este tipo de eventos y que se redoblen los esfuerzos para: a) recalibrar el uso de la fuerza pública en el combate a la delincuencia organizada, b) desradicalizar a las comunidades locales agraviadas por el abuso en el uso de la fuerza durante doce años, c) generar incentivos para la desmovilización de miembros de los grupos delictivos, y d) incrementar el flujo de información y otras formas de colaboración de la sociedad en general.

Regresar –como algunos exigen– a lo hecho en el pasado y, con ello, a nociones distorsionadas de “legalidad” o del “monopolio de la violencia legítima”, es literalmente un balazo en el pie.

Discanto: No hay justo (Rom 3,9–20).


Consultor


Stanley McChrystal, a quien Gideon Rose le hiciera una estupenda entrevista en 2013, solía poner un ejemplo parecido al siguiente: “tengo 15 insurgentes y mato a cinco, ¿cuántos me quedan? Claramente no diez, sino 25 o 30. ¿Por qué?, porque el abatimiento de esos cinco insurgentes muy probablemente contribuya a la radicalización de sus hijas o hijos, primos, amigos y hermanos”. Algo sabía sobre esto McChrystal, otrora comandante en jefe de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán.

Algo similar sucedió en México con el uso de la fuerza durante la mal llamada “guerra contra el narcotráfico”. No sólo trastocó al submundo criminal, sino que su impacto se extendió también a las comunidades en general para generar y escalar ciclos de violencia, así como fuentes de resistencia.

Primero, literatura sobre el tema ha demostrado una correlación entre el abuso en el uso de la fuerza pública y la radicalización de las comunidades locales (para otros contextos, ver por ejemplo: https://www.jstor.org/stable/23075150. Para el caso mexicano, el uso excesivo de la fuerza incrementó el número de lo que, en su momento, se les llamó “bajas colaterales”. Lo anterior, combinado con otros factores –por ejemplo, el reemplazo de funciones del gobierno como la provisión de servicios básicos–, ocasionó dos cosas: a) un daño generacional de las personas agraviadas, y b) que el apoyo popular se haya trasladado a –o reafirmado en– las organizaciones delictivas.

Relacionado con lo anterior, haber cimentado una política de seguridad en el uso de la fuerza no sólo facilitó el reclutamiento por parte de las organizaciones delictivas, sino que redujo el margen de desmovilización de miembros de grupos delictivos. Paradójicamente, las operaciones basadas en el uso letal de la fuerza (shoot to kill operations) tienen un efecto boomerang, produciendo más violencia de la que contiene.

Tercero, hay evidencia empírica que sostiene que el uso no proporcional de la fuerza inhibe el flujo de inteligencia y otras formas de colaboración por parte de la sociedad. Por último, es frecuente que el abuso en el uso de la fuerza sea utilizado por los grupos delictivos –y otros grupos de tensión y presión–, como forma de propaganda o desinformación, lo mismo para debilitar la voluntad de la población-audiencia, como para socavar la legitimidad de los cuerpos de seguridad que, dicho sea de paso, sacrificaron estándares fundamentales en derechos humanos, auto-contención y rendición de cuentas.

Lo sucedido recientemente en Nuevo Laredo, donde presuntamente elementos del Ejército abatieron a cinco jóvenes, evoca a esos tiempos en el que el uso de la fuerza carecía de algún control político. Conviene esclarecer este tipo de eventos y que se redoblen los esfuerzos para: a) recalibrar el uso de la fuerza pública en el combate a la delincuencia organizada, b) desradicalizar a las comunidades locales agraviadas por el abuso en el uso de la fuerza durante doce años, c) generar incentivos para la desmovilización de miembros de los grupos delictivos, y d) incrementar el flujo de información y otras formas de colaboración de la sociedad en general.

Regresar –como algunos exigen– a lo hecho en el pasado y, con ello, a nociones distorsionadas de “legalidad” o del “monopolio de la violencia legítima”, es literalmente un balazo en el pie.

Discanto: No hay justo (Rom 3,9–20).


Consultor