/ jueves 17 de marzo de 2022

El agua del molino | La atemporalidad en el ser humano

Hay un cuento maravilloso de Anatole France, muy breve por cierto, reducido a pocas palabras pero de dimensión extraordinaria. La trama es simple y atemporal. Una joven llega con su madre al comedor de un hotel y se sientan a la mesa a pocos metros de donde está también sentado a su mesa un hombre solo. Los tres no se habían visto nunca antes. Transcurren pocos minutos y de pronto se cruzan las miradas de la joven y las del hombre. De pronto la madre le dice a su hija que la ve un poco retraída, meditabunda, preguntándole si le sucede algo. La hija responde que no, pero ante la insistencia de la madre comenta que está enamorada. La madre agrega entonces que de quién y la hija responde a su vez que de él, señalando al hombre de la otra mesa. “¿Cómo es posible, si lo acabas de conocer”? dice la madre. Y la hija dice por su parte: “No madre, lo acabo de reconocer”.

Cuántas cosas, en realidad, vamos reconociendo en la vida. ¿Ya las vivimos antes? ¿Cómo? ¿En qué circunstancias? ¿Es la metempsicosis de la que varias escuelas orientales hablan, refiriéndose a la transmigración a otros cuerpos después de la llamada muerte? Reconocimiento al que llegamos mediante la intuición que recoge algo del pasado más que del futuro. Es una atemporalidad que parece conocer mejor la literatura que la filosofía o que la propia religión. Es un hecho que depende íntegramente de nuestra condición de seres humanos, hombres o mujeres, donde como tales hacemos uso, viviéndolo, de uno de los componentes básicos de nuestra personalidad. No es algo exclusivo del varón o de la mujer, es algo en cambio que extraemos, como si fuera una piedra preciosa, de la mina eterna de nuestra humanidad. La joven del cuento se ha visto envuelta en una corriente que no tiene principio ni fin y que nosotros, sujetos a un tiempo mudable, desconocemos en esta etapa de nuestro desarrollo espiritual. Ese es el prodigio de la literatura, que descorre velos a donde la ciencia y la misma filosofía no pueden llegar. No es un misterio, es algo evidente que a todos nos ha sucedido. El hecho es que podemos recordar el pasado y el futuro. La física, y en concreto la cuántica, ya maneja esta idea. Me refiero a la relatividad del tiempo; pero si lo hace la literatura desconfiamos de ella como si se tratara de una fantasía desbordada. Por otra parte todo indica que se está presentando en el mundo un renacer de lo humano, es decir, del género que abarca o comprende las especies de lo masculino y de lo femenino. Pienso en el Derecho y me parece que ya no se deberá hablar de los derechos exclusivos o específicos del hombre o de la mujer, sino de los derechos de lo humano, en rigor de los derechos humanos. De los derechos de la humanidad. Y si logramos conjuntar lo masculino y lo femenino igualaremos ambos, desterrando las odiosas diferencias que han hecho prevalecer al hombre sobre la mujer. Se me ocurre pensar al respecto que lo anterior es o sería un acto de amor en el espacio social, semejante al que se puede dar entre un hombre y una mujer enamorados donde las posibles diferencias se funden en un solo ser. Somos uno, decía Romeo de Julieta al referirse a ella; unidad que trasciende hasta el reconocimiento de la joven enamorada en el cuento de Anatole France. Defendamos la idea de un ser humano sin diferencias ni distinciones. La idea de un ser humano universal.


PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

PREMIIO UNIVERSIDAD NACIONAL


Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho raulcarranca



Hay un cuento maravilloso de Anatole France, muy breve por cierto, reducido a pocas palabras pero de dimensión extraordinaria. La trama es simple y atemporal. Una joven llega con su madre al comedor de un hotel y se sientan a la mesa a pocos metros de donde está también sentado a su mesa un hombre solo. Los tres no se habían visto nunca antes. Transcurren pocos minutos y de pronto se cruzan las miradas de la joven y las del hombre. De pronto la madre le dice a su hija que la ve un poco retraída, meditabunda, preguntándole si le sucede algo. La hija responde que no, pero ante la insistencia de la madre comenta que está enamorada. La madre agrega entonces que de quién y la hija responde a su vez que de él, señalando al hombre de la otra mesa. “¿Cómo es posible, si lo acabas de conocer”? dice la madre. Y la hija dice por su parte: “No madre, lo acabo de reconocer”.

Cuántas cosas, en realidad, vamos reconociendo en la vida. ¿Ya las vivimos antes? ¿Cómo? ¿En qué circunstancias? ¿Es la metempsicosis de la que varias escuelas orientales hablan, refiriéndose a la transmigración a otros cuerpos después de la llamada muerte? Reconocimiento al que llegamos mediante la intuición que recoge algo del pasado más que del futuro. Es una atemporalidad que parece conocer mejor la literatura que la filosofía o que la propia religión. Es un hecho que depende íntegramente de nuestra condición de seres humanos, hombres o mujeres, donde como tales hacemos uso, viviéndolo, de uno de los componentes básicos de nuestra personalidad. No es algo exclusivo del varón o de la mujer, es algo en cambio que extraemos, como si fuera una piedra preciosa, de la mina eterna de nuestra humanidad. La joven del cuento se ha visto envuelta en una corriente que no tiene principio ni fin y que nosotros, sujetos a un tiempo mudable, desconocemos en esta etapa de nuestro desarrollo espiritual. Ese es el prodigio de la literatura, que descorre velos a donde la ciencia y la misma filosofía no pueden llegar. No es un misterio, es algo evidente que a todos nos ha sucedido. El hecho es que podemos recordar el pasado y el futuro. La física, y en concreto la cuántica, ya maneja esta idea. Me refiero a la relatividad del tiempo; pero si lo hace la literatura desconfiamos de ella como si se tratara de una fantasía desbordada. Por otra parte todo indica que se está presentando en el mundo un renacer de lo humano, es decir, del género que abarca o comprende las especies de lo masculino y de lo femenino. Pienso en el Derecho y me parece que ya no se deberá hablar de los derechos exclusivos o específicos del hombre o de la mujer, sino de los derechos de lo humano, en rigor de los derechos humanos. De los derechos de la humanidad. Y si logramos conjuntar lo masculino y lo femenino igualaremos ambos, desterrando las odiosas diferencias que han hecho prevalecer al hombre sobre la mujer. Se me ocurre pensar al respecto que lo anterior es o sería un acto de amor en el espacio social, semejante al que se puede dar entre un hombre y una mujer enamorados donde las posibles diferencias se funden en un solo ser. Somos uno, decía Romeo de Julieta al referirse a ella; unidad que trasciende hasta el reconocimiento de la joven enamorada en el cuento de Anatole France. Defendamos la idea de un ser humano sin diferencias ni distinciones. La idea de un ser humano universal.


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