/ viernes 1 de diciembre de 2023

Hojas de papel | Diciembre ¿o sí, o no?

Para muchos la llegada de este duodécimo mes del año, que era el décimo mes del calendario romano –de ahí diciembre--, es motivo de emoción, de fin de un ciclo, de fiestas paganas como religiosas; de eventos dionisiacos como de íntimo decoro… Es el mes más esperado por muchos pero también el más inhóspito si se quiere…

Es el mes de los días más cortos, en el que la luz se recata y da paso a largas noches de oscuridad. Es un mes frío y de contrastes emocionales como festivos.

En diciembre se inicia el solsticio de invierno y esto hace que el alma humana se contraiga, intime en sus recuerdos pero también en sus expectativas de vida: lo que fue, lo que es y lo que podrá ser. El factor humano se intensifica en diciembre y es un mes que no pasa desapercibido para nadie.

Esto del solsticio de invierno ocurre el 21 o 22 del mes, lo que lo hace ser el día más corto de todo el año en el hemisferio norte del planeta. El septentrión. (Este fenómeno ocurre en el hemisferio sur el 20 o 21 de julio).

El solsticio de invierno –en la historia de la humanidad- ha sido el momento de cambio entre un ciclo y otro, por lo que también es el momento en el que habría que hacer lo posible para que el o los dioses hicieran que ello ocurriera pronto; la intención era la de ayudar a la preservación de la luz del día, y que los días cortos se reviertan y vengan días largos, que favorezcan siembra y cosechas.

Por entonces para nosotros en nuestro por entonces pequeño municipio de San Sebastián Tutla, en Oaxaca, eso de la Navidad no era un periodo de regocijo de alto voltaje terrenal. Si, era un mes en el que concluía el ciclo escolar para iniciarlo a finales de enero; eran los días en los que comenzaba a hacer algo de frío (en tierra del sol esto es casi excepción) y era el mes en el que habría de ocurrir la Noche Buena y la Navidad el 24 y 25 de diciembre…

Eso de las grandes fiestas, las grandes luces de colores, los aparadores con motivos navideños de regalos y los Reyes Magos llegando de Oriente, o acaso el Santa Claus que por años se carcajeaba en una tienda que estaba en la esquina de San Luis Potosí y Avenida Insurgentes Sur, en la colonia Roma, del Distrito Federal, era cosa de otros mundos y para otra gente…

Para nosotros en el campo todo seguía igual en diciembre. O casi. Porque era evidente que el clima cambiaba, que las tareas domésticas como las del campo se acortaban porque amanecía más tarde y obscurecía más temprano, por eso había que aprovecharlos días cortos para las faenas en las que todos nos ocupábamos. Era, al igual que los otros meses: trabajo-trabajo-trabajo… Y mucha alegría cuando había descanso y solaz.

Por supuesto no había ‘Árbol de Navidad’ iluminado y con esferitas, como más tarde lo vi en la ciudad de México. Sí había un gran pesebre que se colocaba a un lado del altar principal de nuestra iglesia municipal y soberana. Era enorme. Con figuras grandes como del tamaño de una persona, o por lo menos así lo veían mis ojos niños…

Sí había la expectativa de la gran fiesta de la Noche Buena en la que todos acudíamos al llamado de las campanas para acudir a la ‘Misa de gallo’, a las doce de la noche, que para mí era eterna, en la que dormitaba-despertaba-dormitaba-despertaba y la misa seguía-seguía… Mi madre me abrazaba en su regazo y me dejaba dormir plácidamente, y yo sentía su calorcito y su cariño: era una buena Navidad también por esto…

Luego salíamos y había algo de vendimia en la salida de la iglesia; atole caliente, tamales, dulces, colaciones, fruta y convivencia de ‘los grandes’ que platicaban un rato. Los niños jugábamos al pie del gran Sabino, nuestro árbol patriarcal, y así, hasta que se escuchaba el llamado de Madre que decía que había que irnos a casa… Y así era.

Al día siguiente la mañana era igual, trabajo, faena, tarea, travesuras… Los grandes salían al campo que ‘es muy celoso’ decía el abuelo, no permite que faltemos un solo día porque nos necesita… Pero eso sí, por la tardecita había una buena comida, un buen mole, un buen arroz y caldito de guajolote con verduras y delicioso como él sólo: frutas, de las que tanto me gustan desde entonces: mandarinas, tejocotes –manzanitas allá-, guayabas, cañas, naranjas… Y hasta ahí.

En contraste, ya en el DF y todavía niño, la cosa era distinta. Las fiestas comienzan el 12 de diciembre cuando se celebra a la Virgen de Guadalupe. Por todos lados –y estoy hablando de principios de los setenta-, había fiesta en las calles, en los jardines, en los mercados, en las fábricas, en las empresas, en las oficinas…: Es la fe de muchos. Es la fiesta de tantos.

A partir del 16 de diciembre y hasta el 24, había una posada cada día en la iglesia de la colonia Guadalupe Inn, en la calle de Manuel M. Ponce, frente a la hermosísima e inolvidable “Glorieta”. Los niños acudíamos al llamado de las campanas que era como a eso de las siete de la noche. Había un recorrido en el que se cantaban alabanzas y arrullos.

Caminábamos por las calles en largas filas, padres e hijos, con la velita de colores encendida y una ‘lucecita de bengala’ que habríamos de encender cuando se hiciera el arrullo del niño Dios. Pero mientras son peras o son manzanas, caminábamos contentos mientras veíamos cómo algunos padres colocaban las frutas en las dos piñatas que habrían de quebrarse cada uno de estos días:

Eso mero, ese aroma inolvidable que me acompaña toda la vida y que me recuerda que un día fui un niño y que ese niño caminaba feliz impregnado por el aroma de las mandarinas, de las jícamas, de las guayabas, de las naranjas, de los cacahuates, de los tejocotes… Con los que se llenaba la panza de las piñatas de siete picos –que son los siete pecados capitales- a los que luego habríamos de dar chirrín…

Seguíamos con nuestras letanías. Avanzábamos a buen paso, hasta llegar a la puerta de algún vecino en donde se resguardaban mientras los de afuera les exigíamos que abrieran “Pueees no puede andaaaaaar, miiiii espoooosa amaaaaaaada…” Y así. Hasta que se abría la puerta y entraba un grupo para celebrar el nacimiento de Jesús.

Y entrabamos y nos daban conitos –calientísimos- con ponche de frutas y a los niños una bolsita con colaciones que sabían a gloria, con trocitos de cacahuate o de cáscara de naranja: lo más dulce de los dulces en toda la vida –junto con los “Toficos, mmm, qué ricos”--.

Y luego, el momento culminante: las Piñatas de mil colores-mil. Brillantes. Luminosas. Coloridas a cielo-tierra-mar-aire-nubes-campos-sierras-montañas-bosques-selvas: todo ahí en esa enorme olla cubierta ‘con pilares de oro y plata’. Siete picos que amenazaban a la humanidad y a los que habría que dar matarili-liri-lón y para lo que pasaban uno a uno algunos niños escogidos de la multitud: nunca me tocó. No importa.

Pero sí importa que al estallido de las piñatas caían del cielo los regalos esperados; los frutos de la tierra, la gloria hecha dulzor. Muchos nos lanzábamos como saetas cuando tronaba la olla de barro y caíamos sobre la fruta, alguna de la cual aparecía apachurrada ante el peso pesado de los niños más pesados: guayabas estalladas también… Bueno…

Y éramos muy felices. Era la felicidad en la tierra para aquellos que éramos niños y que no conocíamos más estallidos de felicidad que una bolsita de colaciones, una dotación de frutas y mucha alegría compartida. Nuestra emoción estaba ahí, a disposición de todos: almas puras, pues.

Éramos nosotros que sentíamos la presencia de una Noche Buena en la que en casa se esmeraban –ya a modo capitalino- de una cena humilde pero muy feliz, en donde estaba el ponche de frutas, el gran pollo al horno –horneado en la panadería de la colonia-, una botella de Sidra El Gaitero y mucha-mucha-mucha felicidad…

Porque por entonces estábamos todos en familia; éramos todos juntos, nos queríamos juntos y así juntos por siempre y eternamente.

Hoy, algunos de los entonces ahí presentes ya no están. Pero sí están. En nuestros recuerdos. En nuestras nostalgias. En nuestros momentos más felices. En nuestros días más tristes. En nuestros diciembres inolvidables-interminables… Aquí están. Siempre están. Junto con los que aquí seguimos cantando…

“Entren santos peregrinos-peregrinos; reciban este rincón, que aunque es pobre la morada-la morada, os la doy de corazón”… “No quiero oro, ni quiero plata: yo lo que quiero es romper la piñata”.

Para muchos la llegada de este duodécimo mes del año, que era el décimo mes del calendario romano –de ahí diciembre--, es motivo de emoción, de fin de un ciclo, de fiestas paganas como religiosas; de eventos dionisiacos como de íntimo decoro… Es el mes más esperado por muchos pero también el más inhóspito si se quiere…

Es el mes de los días más cortos, en el que la luz se recata y da paso a largas noches de oscuridad. Es un mes frío y de contrastes emocionales como festivos.

En diciembre se inicia el solsticio de invierno y esto hace que el alma humana se contraiga, intime en sus recuerdos pero también en sus expectativas de vida: lo que fue, lo que es y lo que podrá ser. El factor humano se intensifica en diciembre y es un mes que no pasa desapercibido para nadie.

Esto del solsticio de invierno ocurre el 21 o 22 del mes, lo que lo hace ser el día más corto de todo el año en el hemisferio norte del planeta. El septentrión. (Este fenómeno ocurre en el hemisferio sur el 20 o 21 de julio).

El solsticio de invierno –en la historia de la humanidad- ha sido el momento de cambio entre un ciclo y otro, por lo que también es el momento en el que habría que hacer lo posible para que el o los dioses hicieran que ello ocurriera pronto; la intención era la de ayudar a la preservación de la luz del día, y que los días cortos se reviertan y vengan días largos, que favorezcan siembra y cosechas.

Por entonces para nosotros en nuestro por entonces pequeño municipio de San Sebastián Tutla, en Oaxaca, eso de la Navidad no era un periodo de regocijo de alto voltaje terrenal. Si, era un mes en el que concluía el ciclo escolar para iniciarlo a finales de enero; eran los días en los que comenzaba a hacer algo de frío (en tierra del sol esto es casi excepción) y era el mes en el que habría de ocurrir la Noche Buena y la Navidad el 24 y 25 de diciembre…

Eso de las grandes fiestas, las grandes luces de colores, los aparadores con motivos navideños de regalos y los Reyes Magos llegando de Oriente, o acaso el Santa Claus que por años se carcajeaba en una tienda que estaba en la esquina de San Luis Potosí y Avenida Insurgentes Sur, en la colonia Roma, del Distrito Federal, era cosa de otros mundos y para otra gente…

Para nosotros en el campo todo seguía igual en diciembre. O casi. Porque era evidente que el clima cambiaba, que las tareas domésticas como las del campo se acortaban porque amanecía más tarde y obscurecía más temprano, por eso había que aprovecharlos días cortos para las faenas en las que todos nos ocupábamos. Era, al igual que los otros meses: trabajo-trabajo-trabajo… Y mucha alegría cuando había descanso y solaz.

Por supuesto no había ‘Árbol de Navidad’ iluminado y con esferitas, como más tarde lo vi en la ciudad de México. Sí había un gran pesebre que se colocaba a un lado del altar principal de nuestra iglesia municipal y soberana. Era enorme. Con figuras grandes como del tamaño de una persona, o por lo menos así lo veían mis ojos niños…

Sí había la expectativa de la gran fiesta de la Noche Buena en la que todos acudíamos al llamado de las campanas para acudir a la ‘Misa de gallo’, a las doce de la noche, que para mí era eterna, en la que dormitaba-despertaba-dormitaba-despertaba y la misa seguía-seguía… Mi madre me abrazaba en su regazo y me dejaba dormir plácidamente, y yo sentía su calorcito y su cariño: era una buena Navidad también por esto…

Luego salíamos y había algo de vendimia en la salida de la iglesia; atole caliente, tamales, dulces, colaciones, fruta y convivencia de ‘los grandes’ que platicaban un rato. Los niños jugábamos al pie del gran Sabino, nuestro árbol patriarcal, y así, hasta que se escuchaba el llamado de Madre que decía que había que irnos a casa… Y así era.

Al día siguiente la mañana era igual, trabajo, faena, tarea, travesuras… Los grandes salían al campo que ‘es muy celoso’ decía el abuelo, no permite que faltemos un solo día porque nos necesita… Pero eso sí, por la tardecita había una buena comida, un buen mole, un buen arroz y caldito de guajolote con verduras y delicioso como él sólo: frutas, de las que tanto me gustan desde entonces: mandarinas, tejocotes –manzanitas allá-, guayabas, cañas, naranjas… Y hasta ahí.

En contraste, ya en el DF y todavía niño, la cosa era distinta. Las fiestas comienzan el 12 de diciembre cuando se celebra a la Virgen de Guadalupe. Por todos lados –y estoy hablando de principios de los setenta-, había fiesta en las calles, en los jardines, en los mercados, en las fábricas, en las empresas, en las oficinas…: Es la fe de muchos. Es la fiesta de tantos.

A partir del 16 de diciembre y hasta el 24, había una posada cada día en la iglesia de la colonia Guadalupe Inn, en la calle de Manuel M. Ponce, frente a la hermosísima e inolvidable “Glorieta”. Los niños acudíamos al llamado de las campanas que era como a eso de las siete de la noche. Había un recorrido en el que se cantaban alabanzas y arrullos.

Caminábamos por las calles en largas filas, padres e hijos, con la velita de colores encendida y una ‘lucecita de bengala’ que habríamos de encender cuando se hiciera el arrullo del niño Dios. Pero mientras son peras o son manzanas, caminábamos contentos mientras veíamos cómo algunos padres colocaban las frutas en las dos piñatas que habrían de quebrarse cada uno de estos días:

Eso mero, ese aroma inolvidable que me acompaña toda la vida y que me recuerda que un día fui un niño y que ese niño caminaba feliz impregnado por el aroma de las mandarinas, de las jícamas, de las guayabas, de las naranjas, de los cacahuates, de los tejocotes… Con los que se llenaba la panza de las piñatas de siete picos –que son los siete pecados capitales- a los que luego habríamos de dar chirrín…

Seguíamos con nuestras letanías. Avanzábamos a buen paso, hasta llegar a la puerta de algún vecino en donde se resguardaban mientras los de afuera les exigíamos que abrieran “Pueees no puede andaaaaaar, miiiii espoooosa amaaaaaaada…” Y así. Hasta que se abría la puerta y entraba un grupo para celebrar el nacimiento de Jesús.

Y entrabamos y nos daban conitos –calientísimos- con ponche de frutas y a los niños una bolsita con colaciones que sabían a gloria, con trocitos de cacahuate o de cáscara de naranja: lo más dulce de los dulces en toda la vida –junto con los “Toficos, mmm, qué ricos”--.

Y luego, el momento culminante: las Piñatas de mil colores-mil. Brillantes. Luminosas. Coloridas a cielo-tierra-mar-aire-nubes-campos-sierras-montañas-bosques-selvas: todo ahí en esa enorme olla cubierta ‘con pilares de oro y plata’. Siete picos que amenazaban a la humanidad y a los que habría que dar matarili-liri-lón y para lo que pasaban uno a uno algunos niños escogidos de la multitud: nunca me tocó. No importa.

Pero sí importa que al estallido de las piñatas caían del cielo los regalos esperados; los frutos de la tierra, la gloria hecha dulzor. Muchos nos lanzábamos como saetas cuando tronaba la olla de barro y caíamos sobre la fruta, alguna de la cual aparecía apachurrada ante el peso pesado de los niños más pesados: guayabas estalladas también… Bueno…

Y éramos muy felices. Era la felicidad en la tierra para aquellos que éramos niños y que no conocíamos más estallidos de felicidad que una bolsita de colaciones, una dotación de frutas y mucha alegría compartida. Nuestra emoción estaba ahí, a disposición de todos: almas puras, pues.

Éramos nosotros que sentíamos la presencia de una Noche Buena en la que en casa se esmeraban –ya a modo capitalino- de una cena humilde pero muy feliz, en donde estaba el ponche de frutas, el gran pollo al horno –horneado en la panadería de la colonia-, una botella de Sidra El Gaitero y mucha-mucha-mucha felicidad…

Porque por entonces estábamos todos en familia; éramos todos juntos, nos queríamos juntos y así juntos por siempre y eternamente.

Hoy, algunos de los entonces ahí presentes ya no están. Pero sí están. En nuestros recuerdos. En nuestras nostalgias. En nuestros momentos más felices. En nuestros días más tristes. En nuestros diciembres inolvidables-interminables… Aquí están. Siempre están. Junto con los que aquí seguimos cantando…

“Entren santos peregrinos-peregrinos; reciban este rincón, que aunque es pobre la morada-la morada, os la doy de corazón”… “No quiero oro, ni quiero plata: yo lo que quiero es romper la piñata”.

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