/ viernes 11 de agosto de 2023

Confesiones de un peatón foráneo: el reto de caminar en la CDMX

No es lo mismo "caminar" en una ciudad —o en un monstruo de ciudad— como es la CDMX, que hacerlo en el resto de México

Yo pensaba—erradamente—que a eso del año y medio aprendí a caminar. Una ilusión que, hoy día, he perdido. En estos meses, pasó algo para cambiarlo todo: llegó la Ciudad de México a darme un golpe de realidad. Aquellos que no somos de la capital, lentamente nos percatamos, con andar por sus calles, lo poco que sabemos del arte de caminar. Nos enojamos y, no lo neguemos, a veces hasta lloramos. A ya más de un mes de haber llegado a la ciudad, me parece propio dar un par de notas sobre el tema y, decirle a mis demás foráneos: ¡no eres tú, la CDMX está mal! Pero pronto, te podrás acoplar.

Lo que sigue es un diario de mi frustración.

Supongo que, lo propio, es volver a la edad más simple donde todo empezó. Solo al hacerlo, se puede entender en verdad mi actual frustración. Entonces, en la infancia, el caminar debía ser el mayor esfuerzo de mi vida y, no dudo, a mis padres les dio inmensa alegría que lo lograra. Solemos olvidarnos entre celebraciones laborales y triunfos de adultos, pero hay pocas cosas tan difíciles como lo es el caminar para un bebé. Pasar de gatear en libertad a poner, milagrosamente, un pie delante del otro sin caerse. Era, ahora que lo pienso, un riesgo inmenso que nos permitían a temprana edad. Dejar que una criatura tan ilusa se aventurara con su propio peso. ¡Solo imaginen todo lo que podría salir mal! Haber pasado nueve meses en el vientre para romperse en pedazos con los primeros pasos

Aun así, lo hacemos—todos nos aventuramos si podemos—, caminamos a temprana edad. Es más que eso. Nos acostumbramos al caminar. Aquello que era tan sorprendente, se nos hace un hábito; lo amaestramos. Caminamos a todos lados. Se vuelve tan intuitivo como el respirar o el gesto de mover un brazo para saludar a otra persona. Nunca dudas que lo puedas hacer. Eso, claro, hasta que llegas a la capital.

De todos los lugares del mundo—que, admito, he visitado muy pocos—este ha sido el mayor reto para mi caminar. Cuando hablo de sus crueldades, no quiero que se piense que algo me pasó—aunque, como tantos, he estado tan cerca—. No me he roto una pierna o, de la nada, olvidado cómo andar. Pasa algo más complejo. La palabra aquí tiene otro significado. No es lo mismo «caminar» en una ciudad—o en un monstruo de ciudad—, como lo es en el resto de México. Es un arte para el que, mi madre hace tantos años, no me pudo preparar.

Desmenucemos el trauma.

Foto: El Sol de México

El primer reto es físico: sus banquetas aleatorias, que pasan de aceras bien cuidadas a ser parte de la calle. A veces, transitas libremente en lo que pensabas era vía del peatón para que, de la nada, termine abruptamente. Ahora, tienes que compartir camino con los coches—pegado a una pared, por supuesto, ante el miedo de que un piloto capitalino haga de las suyas.

Están, también, los agujeros interminables, rampas malhechas y, por supuesto, lugares recién pintados donde, solo si tienes suerte, te avisan de la pintura fresca. En alguna ocasión de este mes escaso, me he encontrado con coladeras abiertas y postes de luz que salen a mediados de la banqueta. ¡Ah! Y no hablé de las heces de perro que, tan amablemente, dejan los capitalinos para obligarte a limpiar zapatos periódicamente.

Pero todo esto que describo son meros desafíos; no hay nada en ello que rechace la figura del "caminar". La expande un poco; le da un sentido de cuidado al verbo como definición alterna. Hay que ser más atento con cada paso, aunque el andar sigue igual. Quizá tengas que dar desplantes más largos o, en su momento, brincar de un lugar a otro. Pero todo sigue igual. Sigues caminando; sigues andando. Lo peor está por llegar.

El verdadero reto —el verdadero cambio— son las costumbres; esas acciones tácitas de las que nadie te informa. Percatarse, por ejemplo, de que todos van al paso propio y, rara vez, desean esquivarte al andar.. No hacen contacto visual contigo, solo caminan directo a tu persona y esperan, te llegues a retirar. Si no lo haces, chocan; te tocan un par de insultos y la gente sigue como si nada. El caminar, tan pasivo que aprendimos de niños, aquí tiene la agresión de una posible colisión repentina. Un par de adjetivos nuevos para nuestra definición.

Aunque quizá la peor expansión de su significado son las leyes tan irrelevantes de vialidad y la intuición nata con que los chilangos las hacen propias. Esa sí es una nueva definición que la que aprendí de bebé. Aquí, al menos para el peatón, pareciera que los semáforos son opcionales y, los coches en el tráfico, un reto a superar.

Por más cuidadoso que seas o agresivo que te transformes, simplemente careces del sentido interno que tiene un chilango. Es un ritual desenfrenado, donde el individuo hace suyo el tránsito. Me pregunto si los pájaros que migran del norte se sorprenderán al compararnos con nuestros países vecinos. Allá, los humanos cruzan solamente en unas rayas blancas bien marcadas y, pareciera, en momentos dados. Acá, toda la calle es cancha reglamentaria. Con tal de que mires a ambos lados, se vale cruzar. Y nosotros, recién llegados, lo intentamos. Probamos suerte sin saber cómo medir tiempos. Cruzamos y, de la nada, llegan coches por montón; los que dan vuelta permitida y los que, hartos de esperar, se saltan el alto. Casi mueres y, no sabes qué hacer. Un auto casi te atropella en el caminar que, tanto tiempo, considerabas natural.

¿La mejor parte? Aún si respetas todos los principios—si esperas a cada semáforo—siempre habrá un conductor desenfrenado haciendo suya la calle y quitándotela como transeúnte. El chilango experimentado sabe esquivar y gritarle sin problemas; está en su ADN. Nosotros, los foráneos, solo nos aterramos. Y, si no fuera suficiente, te empiezan a pitar para recordarte que tienes la culpa de no ser chilango y carecer de su sentido especial para la vialidad.

Porque eso último es esencial. En mi falta de entendimiento, admiro a aquellos a que lo controlan. Vas agarrando cierta fascinación por los chilangos. Ellos son tan adeptos a este caos que lo controlan en la perfección. Dejo solo un ejemplo; al que más respeto le he adquirido. Ya está tan acostumbrado el chilango a cruzar cuando quiera que le es imposible esperar en su lugar. Se baja de la banqueta, con semáforo en verde, y se pone tan cerca de los coches como pueda llegar.

Pareciera, inclusive, que disfruta la brisa de los coches al pasar y sentir como sus pies rozan con las llantas a alta velocidad. Luego, lo que me deja sin palabras. Antes de que el semáforo cambie de color, empieza a caminar sabiendo, perfectamente que, a mitad del camino, se tornará verde. ¡Y así pasa! Como Moisés partiendo el mar, el chilango detiene el tráfico. Y no solo es uno; eso es lo peor. Son cinco a la vez; diez—¡hasta quince!—. El chilango ha hecho aún más suya la complejidad del caminar. ¿Cómo podría uno llegarse a acomplar?

Posdata:

En este caos citadino, que tanto me ha hecho llorar, el otro día me hallé con algo de sorpresa. Una parte en de mis adentros me susurró—así como imagino le hace a los chilangos— que el semáforo estaba a punto de cambiar. Temeroso, me lancé a la calle y viendo como los coches bajaban de velocidad, entendí la confianza del chilango que lo hace sin mirar.

Supongo que voy entendiendo este caminar expandido, como de bebé fui aprendiendo a poner una pata frente de la otra. A mi propia manera, voy reaprendiendo el andar. En una de esas, me verán también corriendo por una avenida o enfrentándome a peatones que se me avecinan. Y, con ello, voy expandiendo mi definición de caminar con los retos del ahora. Solo espero mis padres también lo vean con motivo de celebración.

Yo pensaba—erradamente—que a eso del año y medio aprendí a caminar. Una ilusión que, hoy día, he perdido. En estos meses, pasó algo para cambiarlo todo: llegó la Ciudad de México a darme un golpe de realidad. Aquellos que no somos de la capital, lentamente nos percatamos, con andar por sus calles, lo poco que sabemos del arte de caminar. Nos enojamos y, no lo neguemos, a veces hasta lloramos. A ya más de un mes de haber llegado a la ciudad, me parece propio dar un par de notas sobre el tema y, decirle a mis demás foráneos: ¡no eres tú, la CDMX está mal! Pero pronto, te podrás acoplar.

Lo que sigue es un diario de mi frustración.

Supongo que, lo propio, es volver a la edad más simple donde todo empezó. Solo al hacerlo, se puede entender en verdad mi actual frustración. Entonces, en la infancia, el caminar debía ser el mayor esfuerzo de mi vida y, no dudo, a mis padres les dio inmensa alegría que lo lograra. Solemos olvidarnos entre celebraciones laborales y triunfos de adultos, pero hay pocas cosas tan difíciles como lo es el caminar para un bebé. Pasar de gatear en libertad a poner, milagrosamente, un pie delante del otro sin caerse. Era, ahora que lo pienso, un riesgo inmenso que nos permitían a temprana edad. Dejar que una criatura tan ilusa se aventurara con su propio peso. ¡Solo imaginen todo lo que podría salir mal! Haber pasado nueve meses en el vientre para romperse en pedazos con los primeros pasos

Aun así, lo hacemos—todos nos aventuramos si podemos—, caminamos a temprana edad. Es más que eso. Nos acostumbramos al caminar. Aquello que era tan sorprendente, se nos hace un hábito; lo amaestramos. Caminamos a todos lados. Se vuelve tan intuitivo como el respirar o el gesto de mover un brazo para saludar a otra persona. Nunca dudas que lo puedas hacer. Eso, claro, hasta que llegas a la capital.

De todos los lugares del mundo—que, admito, he visitado muy pocos—este ha sido el mayor reto para mi caminar. Cuando hablo de sus crueldades, no quiero que se piense que algo me pasó—aunque, como tantos, he estado tan cerca—. No me he roto una pierna o, de la nada, olvidado cómo andar. Pasa algo más complejo. La palabra aquí tiene otro significado. No es lo mismo «caminar» en una ciudad—o en un monstruo de ciudad—, como lo es en el resto de México. Es un arte para el que, mi madre hace tantos años, no me pudo preparar.

Desmenucemos el trauma.

Foto: El Sol de México

El primer reto es físico: sus banquetas aleatorias, que pasan de aceras bien cuidadas a ser parte de la calle. A veces, transitas libremente en lo que pensabas era vía del peatón para que, de la nada, termine abruptamente. Ahora, tienes que compartir camino con los coches—pegado a una pared, por supuesto, ante el miedo de que un piloto capitalino haga de las suyas.

Están, también, los agujeros interminables, rampas malhechas y, por supuesto, lugares recién pintados donde, solo si tienes suerte, te avisan de la pintura fresca. En alguna ocasión de este mes escaso, me he encontrado con coladeras abiertas y postes de luz que salen a mediados de la banqueta. ¡Ah! Y no hablé de las heces de perro que, tan amablemente, dejan los capitalinos para obligarte a limpiar zapatos periódicamente.

Pero todo esto que describo son meros desafíos; no hay nada en ello que rechace la figura del "caminar". La expande un poco; le da un sentido de cuidado al verbo como definición alterna. Hay que ser más atento con cada paso, aunque el andar sigue igual. Quizá tengas que dar desplantes más largos o, en su momento, brincar de un lugar a otro. Pero todo sigue igual. Sigues caminando; sigues andando. Lo peor está por llegar.

El verdadero reto —el verdadero cambio— son las costumbres; esas acciones tácitas de las que nadie te informa. Percatarse, por ejemplo, de que todos van al paso propio y, rara vez, desean esquivarte al andar.. No hacen contacto visual contigo, solo caminan directo a tu persona y esperan, te llegues a retirar. Si no lo haces, chocan; te tocan un par de insultos y la gente sigue como si nada. El caminar, tan pasivo que aprendimos de niños, aquí tiene la agresión de una posible colisión repentina. Un par de adjetivos nuevos para nuestra definición.

Aunque quizá la peor expansión de su significado son las leyes tan irrelevantes de vialidad y la intuición nata con que los chilangos las hacen propias. Esa sí es una nueva definición que la que aprendí de bebé. Aquí, al menos para el peatón, pareciera que los semáforos son opcionales y, los coches en el tráfico, un reto a superar.

Por más cuidadoso que seas o agresivo que te transformes, simplemente careces del sentido interno que tiene un chilango. Es un ritual desenfrenado, donde el individuo hace suyo el tránsito. Me pregunto si los pájaros que migran del norte se sorprenderán al compararnos con nuestros países vecinos. Allá, los humanos cruzan solamente en unas rayas blancas bien marcadas y, pareciera, en momentos dados. Acá, toda la calle es cancha reglamentaria. Con tal de que mires a ambos lados, se vale cruzar. Y nosotros, recién llegados, lo intentamos. Probamos suerte sin saber cómo medir tiempos. Cruzamos y, de la nada, llegan coches por montón; los que dan vuelta permitida y los que, hartos de esperar, se saltan el alto. Casi mueres y, no sabes qué hacer. Un auto casi te atropella en el caminar que, tanto tiempo, considerabas natural.

¿La mejor parte? Aún si respetas todos los principios—si esperas a cada semáforo—siempre habrá un conductor desenfrenado haciendo suya la calle y quitándotela como transeúnte. El chilango experimentado sabe esquivar y gritarle sin problemas; está en su ADN. Nosotros, los foráneos, solo nos aterramos. Y, si no fuera suficiente, te empiezan a pitar para recordarte que tienes la culpa de no ser chilango y carecer de su sentido especial para la vialidad.

Porque eso último es esencial. En mi falta de entendimiento, admiro a aquellos a que lo controlan. Vas agarrando cierta fascinación por los chilangos. Ellos son tan adeptos a este caos que lo controlan en la perfección. Dejo solo un ejemplo; al que más respeto le he adquirido. Ya está tan acostumbrado el chilango a cruzar cuando quiera que le es imposible esperar en su lugar. Se baja de la banqueta, con semáforo en verde, y se pone tan cerca de los coches como pueda llegar.

Pareciera, inclusive, que disfruta la brisa de los coches al pasar y sentir como sus pies rozan con las llantas a alta velocidad. Luego, lo que me deja sin palabras. Antes de que el semáforo cambie de color, empieza a caminar sabiendo, perfectamente que, a mitad del camino, se tornará verde. ¡Y así pasa! Como Moisés partiendo el mar, el chilango detiene el tráfico. Y no solo es uno; eso es lo peor. Son cinco a la vez; diez—¡hasta quince!—. El chilango ha hecho aún más suya la complejidad del caminar. ¿Cómo podría uno llegarse a acomplar?

Posdata:

En este caos citadino, que tanto me ha hecho llorar, el otro día me hallé con algo de sorpresa. Una parte en de mis adentros me susurró—así como imagino le hace a los chilangos— que el semáforo estaba a punto de cambiar. Temeroso, me lancé a la calle y viendo como los coches bajaban de velocidad, entendí la confianza del chilango que lo hace sin mirar.

Supongo que voy entendiendo este caminar expandido, como de bebé fui aprendiendo a poner una pata frente de la otra. A mi propia manera, voy reaprendiendo el andar. En una de esas, me verán también corriendo por una avenida o enfrentándome a peatones que se me avecinan. Y, con ello, voy expandiendo mi definición de caminar con los retos del ahora. Solo espero mis padres también lo vean con motivo de celebración.

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