/ viernes 16 de junio de 2023

A un año del baño de sangre en Cerocahui; Gallo y Morita, la huella jesuita en cada habitante

La huella de los sacerdotes se hace presente, pues casi todos los pobladores tienen algo qué decir sobre los contactos que ellos tenían con funcionarios o la propia Iglesia

Cerocahui. Urique— De las siete horas de viaje en carretera desde la ciudad de Chihuahua hasta la comunidad de Bahuichivo y de ahí, casi media hora para llegar al poblado de Cerocahui, el paisaje se compone de llanuras, barrancas, sembradíos y lo que queda de bosque. Entre kilómetros distantes aparecen algunos pueblos con una infraestructura básica entre edificios de presidencias municipales, iglesias, una que otra clínica, locales, algún hotel y casas.

No hay obras de realce, solo una carretera que es la suma de curvas, bordeando las montañas y con caminos al filo de voladeros en esta zona de la Sierra Tarahumara que colinda con los municipios de Bocoyna, Guachochi, Guazapares y Batopilas, y hace frontera con el estado de Sinaloa.

Tierra Caliente como la llaman por ser parte del conocido Triángulo Dorado que controla el narcotráfico.

Te recomendamos: Muerte de El Chueco no sería un triunfo de la justicia, reclaman jesuitas

La misma área que los sacerdotes Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar recorrieron por décadas para ir de poblado en poblado y hacer su obra, una que sí se espera ver en construcciones no la hay. ¿Algún hospital, camino, represa o centros sociales que se hayan erigido gracias a su intervención? No hay.

A un año del asesinato de esos religiosos, a quienes los pobladores conocían como Gallo y Morita, su huella se hace presente, pues casi todos tienen algo qué decir sobre los contactos que ellos tenían con funcionarios o la propia Iglesia. Ellos podían conseguir un traslado en ambulancia aérea para que atendieran a su familiar, a otro lo ayudaban con despensas o a encontrar empleo, a unos más hasta para salir de la zona si el asedio de los ‘malos’ atentaba contra sus vidas.

Pero no todos se atreven a hablar. Los más de mil habitantes, que según el Inegi habitan en Cerocahui, no están concentrados en el pueblo, alrededor de la mitad está en el área más urbanizada y los ejidos; el resto, los rarámuri se han asentado de manera dispersa entre las barrancas y las cuevas de la montaña donde los jesuitas los visitaban cada semana para predicar, brindar apoyo espiritual y hacer lo que mejor sabían: ser gestores sociales de los grupos más vulnerables.

Habitantes que desde hace un año conviven con policías estatales y elementos de la Guardia Nacional, no en la cantidad que se envió desde el gobierno federal y estatal después de aquel 20 de junio de 2022 cuando El Chueco, el líder criminal del municipio de Urique asesinó a los curas y al guía de turistas, Pedro Palma, al pie del altar del templo de Cerocahui.

Al principio fueron cientos de contingentes policiacos y castrenses que recorrieron la Sierra en busca de José Noriel Portillo Gil, alias El Chueco y al paso de los meses, las centenas pasaron a decenas que establecieron sus cuarteles en el pueblo, ahí viven y algunos ya hasta planean comprar casa.



Eso sí, patrullan y recorren perímetros que no llegan hasta la cabecera municipal de Urique, ahí está la gente del Chueco y se quedó después de que él murió –el 22 de marzo pasado—, se concentraron en ese punto y tampoco van hacia Cerocahui.

Al menos no como lo hacían antes, cuando transitaban en las camionetas blindadas, pasaban a cobrar la cuota a los comerciantes y si no pagaban, las víctimas desaparecían o los agresores pasaban armados para recordarles quién tenía la última palabra en esta comunidad.


Patrullas estatales en Cerocahui. Foto: El Heraldo de Chihuahua


Sin embargo, los delincuentes no se han ido del todo. Con la llegada de reporteros, cada tanto circulan motociclistas, se detienen cerca como para escuchar con quién se habla y de qué, de ahí que no todos dan sus testimonios y se remiten a comentar que llevan a Gallo y Morita en su corazón.

Ni siquiera los párrocos, quienes ahora están a cargo de la iglesia de Cerocahui aceptaron entrevista alguna, tampoco las monjas, aun cuando justo atrás del templo está un improvisado cuartel de la Guardia Nacional y en frente un remolque del C7 que se conecta a la red de seguridad estatal, la Plataforma Centinela, justo a unos metros de las tumbas de Gallo y Morita.

Una seguridad con pinzas, ya que sus crímenes no fueron un punto final a la amenaza. Los 11 miembros de la comunidad jesuita que actualmente trabaja en Cerocahui se volvieron el blanco de amagos y agresiones de ese grupo criminal que opera bajo las órdenes del Cártel de Sinaloa y por ello, el 22 de enero pasado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió la resolución 2/2023 para que las autoridades estatales y federales otorguen medidas cautelares a la misión, cuya integridad física está en grave riesgo y les impiden desarrollar normalmente sus actividades pastorales.

Iglesia de Cerocahui. Foto: El Heraldo de Chihuahua

Además, la exigencia de justicia por parte de la Compañía de Jesús desató un contexto de estigmatización y deslegitimación de sus denuncias ligadas a la investigación del asesinato de los sacerdotes y los cuestionamientos sobre las políticas de seguridad del Estado Mexicano, lo cual se exacerbó cuando fueron hackeados archivos del Ejército, los llamados Guacamaya Leaks.

En octubre del año pasado, se expuso que El Chueco era un objetivo prioritario desde 2020 y no hubo operativos relevantes para capturarlo hasta que ocurrió la tragedia en el poblado serrano y que a partir de ello, se investigaba al Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh) al considerarlo “un grupo de presión” por sumarse a la condena de los jesuitas, las madres buscadoras y los deudos de miles de asesinados en el país.



Los sacerdotes que marcaron la diferencia

En las calles de Cerocahui, la gente recuerda a los jesuitas como alegres y cercanos a las comunidades, se conocían los caminos y los recorrían para enterarse qué se necesitaba, sobre todo para aquellos de escasos recursos, los adultos mayores, los indígenas y los enfermos.

Rafael Díaz, un hombre de campo, fue el encargado de cavar las dos tumbas justo al frente del templo, donde están los restos de Javier Campos y Joaquín Mora se consideraba su amigo.

Don Rafa, como lo conocen, tomando una taza de café los describe como personas que supieron ganarse el cariño, la amistad, la confianza y el reconocimiento de todos desde hacía muchos años, hasta de los narcos, por eso nadie entendía porqué los mató El Chueco y sólo lo atribuyen a la locura de las drogas, una mente dañada y que ya estaba hecho para matar.

El ejidatario con varias décadas de vida rememora que unos 20 años atrás, una de sus hijas quien nació con una malformación en los ojos, cuando tenía 8 años, el padre Gallo fue el enlace clave con personal del DIF en Chihuahua para que una trabajadora social y personal médico visitaran Cerocahui y le hicieran una revisión, después el clérigo gestionó que una doctora del entonces hospital Cima (hoy Ángeles) en la capital del estado practicara una cirugía en las instalaciones del hospital Infantil.


Entierro de sacerdotes. Foto: El Heraldo de Chihuahua


“Las gestiones las realizó Javier Campos sin otro interés que brindar ayuda a mi niña y a mi familia, pues tenía un problema en sus ojitos y todo lo veía cruzado, le daban mareos y muchos malestares, aparte eso no la dejaba ir a la escuela, pero gracias a Dios, al padre Gallo y a la doctora Rodríguez, Yasmín recuperó la vista y ahora es licenciada en Derecho, allá en Ciudad Cuauhtémoc”.

Javier Campos, recuerda, que el religioso era un personaje muy popular no sólo en Cerocahui o en Urique andaba por todas las comunidades siempre muy feliz, sonriéndole, bromeando y saludando a todo mundo y cuando le gritaban gallo, el padre con una enorme risa hacía los sonidos de gallo, broma que le dio el mote.

Te puede interesar: Hoy nos tocó a nosotros, dicen jesuitas en inicio de jornada por la paz


El padre Joaquín también era muy querido por todos, dice don Rafa, incluso la gente ni sabía que se llamaba Joaquín como lo manejaban en las noticias cuando ocurrieron los crímenes, pues todo mundo le decía afectuosamente “Morita” por su apellido.

La plaza de la comunidad está rodeada por dos tiendas, la carnicería y un pequeño restaurante que están frente a la iglesia jesuita, ahí los vecinos se encuentran cuando acuden a realizar sus compras y es donde algunos aceptan breves charlas sobre los sacerdotes, a quienes extrañan y porque a los nuevos párrocos todavía no los conocen, ya que mantienen un bajo perfil como la mayoría de los pobladores.



Hacía muchas décadas que no se veía un acercamiento tan directo y natural con la gente, sobre todo con las comunidades indígenas y sus constantes visitas a los poblados más alejados

Juan Mancinas, poblador de Cerocahui


Otro señor, Juan Mancinas, quien a sus 78 años sale diariamente con sus huaraches de llanta y su bastón a caminar para ver si algún visitante lo contrata para darle un recorrido a pie por la comunidad y el río, o en vehículo para ir a uno de los miradores en el Cerro del Gallego, a poco más de una hora del poblado, señala que los jesuitas han trabajado duro en esta región.

Él, que nació en Cerocahui y ahí ha estado toda su vida, ha visto el constante ir y venir de los misioneros comprometidos con el pueblo, trabajadores y bondadosos, aunque en los últimos años Javier Campos y Joaquín Mora marcaron una diferencia.

“Hacía muchas décadas que no se veía un acercamiento tan directo y natural con la gente, sobre todo con las comunidades indígenas y sus constantes visitas a los poblados más alejados”.

Nada casual a sus honras fúnebres, los rarámuri se hicieron presentes en la capital del estado, acompañaron el cortejo fúnebre hacia Creel, Bocoyna y cuando se les veló ya en Cerocahui.

Con un refresco en mano en la calurosa tarde, sentados frente al templo, don Juan refiere que Gallo y Morita fueron igual de queridos que el padre Andrés Lara, quien en 1940 decidió tirar el templo de San Francisco Javier para construirlo de nuevo, aprovechando que era arquitecto.



Él provenía de Guanajuato reclutó a los habitantes de Cerocahui, sobre todo a los más jóvenes y les enseñó a usar el cincel para tallar las piedras, les explicó cómo ir construyendo el templo que hoy adorna el centro de esta comunidad, labor que le llevó 12 años.

La presencia de los curas Javier y Joaquín generaba mucha confianza ante el clima de inseguridad con la presencia constante de los grupos criminales y la lejanía de las autoridades, relata don Juan.

“Si alguien estaba enfermo, no había mucho dinero para dar, pero ofrecían sus oraciones, la fe y buscaban la forma de que vinieran médicos y obtener medicinas; si alguien no tenía qué comer buscaban cómo juntarle alguna despensa, incluso los bautismos y funerales, estos sacerdotes los hacían gratis aceptando cualquier propina”.

En todo momento, Gallo y Morita junto con otro padre de nombre Jesús iban a todos lados muy alegres, haciendo sentir bien a la gente y caminando por horas entre las brechas para llegar a los ranchos o caseríos más alejados.


Personas afuera del funeral de los jesuitas. Foto: El Heraldo de Chihuahua


Entre la calma y el fantasma del Chueco

Ese día, el 20 de junio de 2022, cuando José Noriel Portillo Gil cometió los homicidios de los jesuitas y el guía de turistas, el terror ya se había desatado en el poblado.

Horas antes, un equipo de béisbol infantil patrocinado por El Chueco perdió y provocó una riña entre él y el ampayer en el campo de juego, que no se quedó ahí porque el líder criminal fue a la casa de Paul Berrelleza, la quemó y se lo llevó junto con su hermano.

Por la noche José Noriel y sus colaboradores tomaban y consumían drogas en la plaza, haciendo escándalo con la música a todo volumen, por lo que el guía le pidió bajar el volumen ya que había llevado a unos turistas extranjeros y descansaban en el hotel.

Ése fue su “pecado”, ahí se volvió a desatar la furia de El Chueco se lo llevó al monte para matarlo pero Pedro Palma escapó y buscó refugio en la iglesia, donde lo asesinó a él y a los dos jesuitas que trataron de mediar, tras lo cual echó los cuerpos en su camioneta y se fue.

Días después, cuando los policías buscaban los cadáveres de Gallo y Morita, así como de Pedro hallaron también el de Paul y en otro punto, deshidratado y escondido a su hermano, quien había logrado huir.

A un año de esos hechos de sangre que dieron la vuelta al mundo, en la comunidad de Cerocahui se respira una aparente calma enmarcada por el silencio y el temor. Aunque haya muerto (el 22 de marzo pasado) El Chueco, su grupo criminal sigue ahí, al acecho con los halcones, quienes en moto vigilan el área.



Si alguien estaba enfermo, no había mucho dinero para dar, pero ofrecían sus oraciones, la fe y buscaban la forma de que vinieran médicos y obtener medicinas

Pobladores de Cerocahui


Los policías y los guardias se volvieron parte del paisaje del pueblo y de ahí no salen, una unidad del mando de la Secretaría de Seguridad Pública Estatal está de fijo a un costado de la plaza, donde los habitantes pasan y con una sonrisa les dan los buenos días y las buenas noches a los agentes.

Después de las 9 de la noche, prácticamente nadie está fuera de sus casas y en el día trabajan en el campo, hacen compras y de vuelta a sus domicilios. No se aprecia a otra autoridad que no sean policías y aunque en la presidencia seccional se buscó al titular, Alonso Vargas, se informó que el funcionario sólo va de vez en cuando a su oficina.

Según los pobladores, Vargas se jactaba de que lo puso José Noriel Portillo, pero desde que fue asesinado en Choix, Sinaloa acude pocas veces a su despacho.

Cerocahui, que en rarámuri significa Cerro del Chapulín (igual que el bosque de Chapultepec en la Ciudad de México) es un pueblo monitoreado, ya que se instaló una serie de cámaras que lo vigilan las 24 horas del día.

Se perciben algunos turistas; un grupo de unos 30 viajeros provenientes de Chiapas que iban a conocer el templo jesuita y se sorprendieron de saber que era el mismo de los crímenes que se enteraron por las noticias.

Otros grupos más pequeños procedentes de otras partes del país y del propio estado de Chihuahua sí conocen la historia reciente y por ello iban, ya que se ha convertido en un sitio de interés por conocer y transitan con cierta seguridad, siempre que no pasen de Cerocahui porque la vigilancia se rompe hacia la cabecera municipal de Urique, donde ya es otra historia.


Los sacerdotes jesuitas fueron asesinados en Chihuahua el 20 de junio / Foto: Cortesía | El Heraldo de Parral


A los habitantes esto les dejó dos perspectivas, entre el duelo y el alivio. Unos dicen sentirse más tranquilos de que las pruebas científicas de ADN corroboraran que sí murió José Noriel Portillo, ya no habrá que pedirle permiso para todo y ya no volverá para reagrupar a sus operadores que hasta ahora respetan la “sana distancia” con esta comunidad.

Así que lamentan la ausencia de los clérigos Javier Campos y Joaquín Mora, pero debido a sus asesinatos, las autoridades voltearon a ver a la comunidad.

Y otros que aseguran que sin El Chueco se incrementó la tala clandestina que no controlaban los gobiernos, sino él para que sólo su grupo cortara árboles y ahora todos lo hacen. No falta incluso quien lo consideraba amable, siempre que no lo hicieran enojar y que con frecuencia iba a la plaza a jugar voleibol con los jóvenes, resguardado por decenas de hombres armados.

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Y es que todos sabían quién era, lo que hacía y al paso de los años normalizaron su presencia y la de sus comandos, la cual pasaba casi inadvertida hasta que comenzaba a tomar y consumir drogas, eso quedó claro en un solo día, el que asesinó a los jesuitas, el guía de turistas y al beisbolista.

Cerocahui. Urique— De las siete horas de viaje en carretera desde la ciudad de Chihuahua hasta la comunidad de Bahuichivo y de ahí, casi media hora para llegar al poblado de Cerocahui, el paisaje se compone de llanuras, barrancas, sembradíos y lo que queda de bosque. Entre kilómetros distantes aparecen algunos pueblos con una infraestructura básica entre edificios de presidencias municipales, iglesias, una que otra clínica, locales, algún hotel y casas.

No hay obras de realce, solo una carretera que es la suma de curvas, bordeando las montañas y con caminos al filo de voladeros en esta zona de la Sierra Tarahumara que colinda con los municipios de Bocoyna, Guachochi, Guazapares y Batopilas, y hace frontera con el estado de Sinaloa.

Tierra Caliente como la llaman por ser parte del conocido Triángulo Dorado que controla el narcotráfico.

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La misma área que los sacerdotes Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar recorrieron por décadas para ir de poblado en poblado y hacer su obra, una que sí se espera ver en construcciones no la hay. ¿Algún hospital, camino, represa o centros sociales que se hayan erigido gracias a su intervención? No hay.

A un año del asesinato de esos religiosos, a quienes los pobladores conocían como Gallo y Morita, su huella se hace presente, pues casi todos tienen algo qué decir sobre los contactos que ellos tenían con funcionarios o la propia Iglesia. Ellos podían conseguir un traslado en ambulancia aérea para que atendieran a su familiar, a otro lo ayudaban con despensas o a encontrar empleo, a unos más hasta para salir de la zona si el asedio de los ‘malos’ atentaba contra sus vidas.

Pero no todos se atreven a hablar. Los más de mil habitantes, que según el Inegi habitan en Cerocahui, no están concentrados en el pueblo, alrededor de la mitad está en el área más urbanizada y los ejidos; el resto, los rarámuri se han asentado de manera dispersa entre las barrancas y las cuevas de la montaña donde los jesuitas los visitaban cada semana para predicar, brindar apoyo espiritual y hacer lo que mejor sabían: ser gestores sociales de los grupos más vulnerables.

Habitantes que desde hace un año conviven con policías estatales y elementos de la Guardia Nacional, no en la cantidad que se envió desde el gobierno federal y estatal después de aquel 20 de junio de 2022 cuando El Chueco, el líder criminal del municipio de Urique asesinó a los curas y al guía de turistas, Pedro Palma, al pie del altar del templo de Cerocahui.

Al principio fueron cientos de contingentes policiacos y castrenses que recorrieron la Sierra en busca de José Noriel Portillo Gil, alias El Chueco y al paso de los meses, las centenas pasaron a decenas que establecieron sus cuarteles en el pueblo, ahí viven y algunos ya hasta planean comprar casa.



Eso sí, patrullan y recorren perímetros que no llegan hasta la cabecera municipal de Urique, ahí está la gente del Chueco y se quedó después de que él murió –el 22 de marzo pasado—, se concentraron en ese punto y tampoco van hacia Cerocahui.

Al menos no como lo hacían antes, cuando transitaban en las camionetas blindadas, pasaban a cobrar la cuota a los comerciantes y si no pagaban, las víctimas desaparecían o los agresores pasaban armados para recordarles quién tenía la última palabra en esta comunidad.


Patrullas estatales en Cerocahui. Foto: El Heraldo de Chihuahua


Sin embargo, los delincuentes no se han ido del todo. Con la llegada de reporteros, cada tanto circulan motociclistas, se detienen cerca como para escuchar con quién se habla y de qué, de ahí que no todos dan sus testimonios y se remiten a comentar que llevan a Gallo y Morita en su corazón.

Ni siquiera los párrocos, quienes ahora están a cargo de la iglesia de Cerocahui aceptaron entrevista alguna, tampoco las monjas, aun cuando justo atrás del templo está un improvisado cuartel de la Guardia Nacional y en frente un remolque del C7 que se conecta a la red de seguridad estatal, la Plataforma Centinela, justo a unos metros de las tumbas de Gallo y Morita.

Una seguridad con pinzas, ya que sus crímenes no fueron un punto final a la amenaza. Los 11 miembros de la comunidad jesuita que actualmente trabaja en Cerocahui se volvieron el blanco de amagos y agresiones de ese grupo criminal que opera bajo las órdenes del Cártel de Sinaloa y por ello, el 22 de enero pasado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió la resolución 2/2023 para que las autoridades estatales y federales otorguen medidas cautelares a la misión, cuya integridad física está en grave riesgo y les impiden desarrollar normalmente sus actividades pastorales.

Iglesia de Cerocahui. Foto: El Heraldo de Chihuahua

Además, la exigencia de justicia por parte de la Compañía de Jesús desató un contexto de estigmatización y deslegitimación de sus denuncias ligadas a la investigación del asesinato de los sacerdotes y los cuestionamientos sobre las políticas de seguridad del Estado Mexicano, lo cual se exacerbó cuando fueron hackeados archivos del Ejército, los llamados Guacamaya Leaks.

En octubre del año pasado, se expuso que El Chueco era un objetivo prioritario desde 2020 y no hubo operativos relevantes para capturarlo hasta que ocurrió la tragedia en el poblado serrano y que a partir de ello, se investigaba al Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh) al considerarlo “un grupo de presión” por sumarse a la condena de los jesuitas, las madres buscadoras y los deudos de miles de asesinados en el país.



Los sacerdotes que marcaron la diferencia

En las calles de Cerocahui, la gente recuerda a los jesuitas como alegres y cercanos a las comunidades, se conocían los caminos y los recorrían para enterarse qué se necesitaba, sobre todo para aquellos de escasos recursos, los adultos mayores, los indígenas y los enfermos.

Rafael Díaz, un hombre de campo, fue el encargado de cavar las dos tumbas justo al frente del templo, donde están los restos de Javier Campos y Joaquín Mora se consideraba su amigo.

Don Rafa, como lo conocen, tomando una taza de café los describe como personas que supieron ganarse el cariño, la amistad, la confianza y el reconocimiento de todos desde hacía muchos años, hasta de los narcos, por eso nadie entendía porqué los mató El Chueco y sólo lo atribuyen a la locura de las drogas, una mente dañada y que ya estaba hecho para matar.

El ejidatario con varias décadas de vida rememora que unos 20 años atrás, una de sus hijas quien nació con una malformación en los ojos, cuando tenía 8 años, el padre Gallo fue el enlace clave con personal del DIF en Chihuahua para que una trabajadora social y personal médico visitaran Cerocahui y le hicieran una revisión, después el clérigo gestionó que una doctora del entonces hospital Cima (hoy Ángeles) en la capital del estado practicara una cirugía en las instalaciones del hospital Infantil.


Entierro de sacerdotes. Foto: El Heraldo de Chihuahua


“Las gestiones las realizó Javier Campos sin otro interés que brindar ayuda a mi niña y a mi familia, pues tenía un problema en sus ojitos y todo lo veía cruzado, le daban mareos y muchos malestares, aparte eso no la dejaba ir a la escuela, pero gracias a Dios, al padre Gallo y a la doctora Rodríguez, Yasmín recuperó la vista y ahora es licenciada en Derecho, allá en Ciudad Cuauhtémoc”.

Javier Campos, recuerda, que el religioso era un personaje muy popular no sólo en Cerocahui o en Urique andaba por todas las comunidades siempre muy feliz, sonriéndole, bromeando y saludando a todo mundo y cuando le gritaban gallo, el padre con una enorme risa hacía los sonidos de gallo, broma que le dio el mote.

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El padre Joaquín también era muy querido por todos, dice don Rafa, incluso la gente ni sabía que se llamaba Joaquín como lo manejaban en las noticias cuando ocurrieron los crímenes, pues todo mundo le decía afectuosamente “Morita” por su apellido.

La plaza de la comunidad está rodeada por dos tiendas, la carnicería y un pequeño restaurante que están frente a la iglesia jesuita, ahí los vecinos se encuentran cuando acuden a realizar sus compras y es donde algunos aceptan breves charlas sobre los sacerdotes, a quienes extrañan y porque a los nuevos párrocos todavía no los conocen, ya que mantienen un bajo perfil como la mayoría de los pobladores.



Hacía muchas décadas que no se veía un acercamiento tan directo y natural con la gente, sobre todo con las comunidades indígenas y sus constantes visitas a los poblados más alejados

Juan Mancinas, poblador de Cerocahui


Otro señor, Juan Mancinas, quien a sus 78 años sale diariamente con sus huaraches de llanta y su bastón a caminar para ver si algún visitante lo contrata para darle un recorrido a pie por la comunidad y el río, o en vehículo para ir a uno de los miradores en el Cerro del Gallego, a poco más de una hora del poblado, señala que los jesuitas han trabajado duro en esta región.

Él, que nació en Cerocahui y ahí ha estado toda su vida, ha visto el constante ir y venir de los misioneros comprometidos con el pueblo, trabajadores y bondadosos, aunque en los últimos años Javier Campos y Joaquín Mora marcaron una diferencia.

“Hacía muchas décadas que no se veía un acercamiento tan directo y natural con la gente, sobre todo con las comunidades indígenas y sus constantes visitas a los poblados más alejados”.

Nada casual a sus honras fúnebres, los rarámuri se hicieron presentes en la capital del estado, acompañaron el cortejo fúnebre hacia Creel, Bocoyna y cuando se les veló ya en Cerocahui.

Con un refresco en mano en la calurosa tarde, sentados frente al templo, don Juan refiere que Gallo y Morita fueron igual de queridos que el padre Andrés Lara, quien en 1940 decidió tirar el templo de San Francisco Javier para construirlo de nuevo, aprovechando que era arquitecto.



Él provenía de Guanajuato reclutó a los habitantes de Cerocahui, sobre todo a los más jóvenes y les enseñó a usar el cincel para tallar las piedras, les explicó cómo ir construyendo el templo que hoy adorna el centro de esta comunidad, labor que le llevó 12 años.

La presencia de los curas Javier y Joaquín generaba mucha confianza ante el clima de inseguridad con la presencia constante de los grupos criminales y la lejanía de las autoridades, relata don Juan.

“Si alguien estaba enfermo, no había mucho dinero para dar, pero ofrecían sus oraciones, la fe y buscaban la forma de que vinieran médicos y obtener medicinas; si alguien no tenía qué comer buscaban cómo juntarle alguna despensa, incluso los bautismos y funerales, estos sacerdotes los hacían gratis aceptando cualquier propina”.

En todo momento, Gallo y Morita junto con otro padre de nombre Jesús iban a todos lados muy alegres, haciendo sentir bien a la gente y caminando por horas entre las brechas para llegar a los ranchos o caseríos más alejados.


Personas afuera del funeral de los jesuitas. Foto: El Heraldo de Chihuahua


Entre la calma y el fantasma del Chueco

Ese día, el 20 de junio de 2022, cuando José Noriel Portillo Gil cometió los homicidios de los jesuitas y el guía de turistas, el terror ya se había desatado en el poblado.

Horas antes, un equipo de béisbol infantil patrocinado por El Chueco perdió y provocó una riña entre él y el ampayer en el campo de juego, que no se quedó ahí porque el líder criminal fue a la casa de Paul Berrelleza, la quemó y se lo llevó junto con su hermano.

Por la noche José Noriel y sus colaboradores tomaban y consumían drogas en la plaza, haciendo escándalo con la música a todo volumen, por lo que el guía le pidió bajar el volumen ya que había llevado a unos turistas extranjeros y descansaban en el hotel.

Ése fue su “pecado”, ahí se volvió a desatar la furia de El Chueco se lo llevó al monte para matarlo pero Pedro Palma escapó y buscó refugio en la iglesia, donde lo asesinó a él y a los dos jesuitas que trataron de mediar, tras lo cual echó los cuerpos en su camioneta y se fue.

Días después, cuando los policías buscaban los cadáveres de Gallo y Morita, así como de Pedro hallaron también el de Paul y en otro punto, deshidratado y escondido a su hermano, quien había logrado huir.

A un año de esos hechos de sangre que dieron la vuelta al mundo, en la comunidad de Cerocahui se respira una aparente calma enmarcada por el silencio y el temor. Aunque haya muerto (el 22 de marzo pasado) El Chueco, su grupo criminal sigue ahí, al acecho con los halcones, quienes en moto vigilan el área.



Si alguien estaba enfermo, no había mucho dinero para dar, pero ofrecían sus oraciones, la fe y buscaban la forma de que vinieran médicos y obtener medicinas

Pobladores de Cerocahui


Los policías y los guardias se volvieron parte del paisaje del pueblo y de ahí no salen, una unidad del mando de la Secretaría de Seguridad Pública Estatal está de fijo a un costado de la plaza, donde los habitantes pasan y con una sonrisa les dan los buenos días y las buenas noches a los agentes.

Después de las 9 de la noche, prácticamente nadie está fuera de sus casas y en el día trabajan en el campo, hacen compras y de vuelta a sus domicilios. No se aprecia a otra autoridad que no sean policías y aunque en la presidencia seccional se buscó al titular, Alonso Vargas, se informó que el funcionario sólo va de vez en cuando a su oficina.

Según los pobladores, Vargas se jactaba de que lo puso José Noriel Portillo, pero desde que fue asesinado en Choix, Sinaloa acude pocas veces a su despacho.

Cerocahui, que en rarámuri significa Cerro del Chapulín (igual que el bosque de Chapultepec en la Ciudad de México) es un pueblo monitoreado, ya que se instaló una serie de cámaras que lo vigilan las 24 horas del día.

Se perciben algunos turistas; un grupo de unos 30 viajeros provenientes de Chiapas que iban a conocer el templo jesuita y se sorprendieron de saber que era el mismo de los crímenes que se enteraron por las noticias.

Otros grupos más pequeños procedentes de otras partes del país y del propio estado de Chihuahua sí conocen la historia reciente y por ello iban, ya que se ha convertido en un sitio de interés por conocer y transitan con cierta seguridad, siempre que no pasen de Cerocahui porque la vigilancia se rompe hacia la cabecera municipal de Urique, donde ya es otra historia.


Los sacerdotes jesuitas fueron asesinados en Chihuahua el 20 de junio / Foto: Cortesía | El Heraldo de Parral


A los habitantes esto les dejó dos perspectivas, entre el duelo y el alivio. Unos dicen sentirse más tranquilos de que las pruebas científicas de ADN corroboraran que sí murió José Noriel Portillo, ya no habrá que pedirle permiso para todo y ya no volverá para reagrupar a sus operadores que hasta ahora respetan la “sana distancia” con esta comunidad.

Así que lamentan la ausencia de los clérigos Javier Campos y Joaquín Mora, pero debido a sus asesinatos, las autoridades voltearon a ver a la comunidad.

Y otros que aseguran que sin El Chueco se incrementó la tala clandestina que no controlaban los gobiernos, sino él para que sólo su grupo cortara árboles y ahora todos lo hacen. No falta incluso quien lo consideraba amable, siempre que no lo hicieran enojar y que con frecuencia iba a la plaza a jugar voleibol con los jóvenes, resguardado por decenas de hombres armados.

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Y es que todos sabían quién era, lo que hacía y al paso de los años normalizaron su presencia y la de sus comandos, la cual pasaba casi inadvertida hasta que comenzaba a tomar y consumir drogas, eso quedó claro en un solo día, el que asesinó a los jesuitas, el guía de turistas y al beisbolista.

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