/ jueves 10 de septiembre de 2020

Alta Empresa | Optimismo tóxico

No tengo idea de qué es el éxito. Asumo que es algo similar a la felicidad: una alucinación, un instante excepcional que antecede a otro en el que se necesita más “éxito”. Sé, eso sí, que la idea del “éxito” es relativamente nueva. Antes del siglo XX, la burguesía occidental solía definir a los adinerados como “afortunados” y a los pobres como “desgraciados”. El mundo ha cambiado desde entonces, aunque no al grado en que podamos afirmar que el estatus económico es algo que depende sólo de nuestra voluntad.

Para ser exitoso se necesita ser delirantemente optimista. “Nos contamos historias para poder vivir”, sostiene la escritora estadounidense Joan Didion en El álbum blanco (1971). Especialmente socorrida entre gurús motivacionales y expertos en management, una de estas narrativas sentimentales consiste en sostener que somos los únicos arquitectos de nuestro destino: no importa dónde nace o quiénes sean sus padres, la persona puede cambiar radicalmente su contexto si posee la voluntad para lograrlo. Es un concepto que seduce por su optimismo, pero también es una idea injusta y cruel: nadie puede transformar su vida basado exclusivamente en que lo desea con intensidad.

Es tiempo de redefinir lo que entendemos por éxito, no tanto por un impulso moralista de establecer parámetros más humanos de lo que significa triunfar, sino por una cuestión de sanidad existencial: una sociedad que insiste en que todos pueden ser exitosos si “lo desean lo suficiente” genera enormes niveles de ansiedad. El anhelo de meritocracia puede ser un ideal a alcanzar, pero no debe convertirse en una fuente de malestar que orille a la depresión suicida, como a veces sucede con algunos ejecutivos que prefieren la muerte a ser considerados como unos “fracasados”.

La reflexión cobra aún más relevancia durante la pandemia. Hoy todos hablan de “resiliencia”, término originalmente acuñado hace unas décadas para describir la tendencia de un ecosistema a recuperarse después de haber sido afectado por inundaciones, sequías, huracanes, invasiones de insectos, etcétera. No se puede sobrevivir una tragedia sin mantener un mínimo de actitud positiva. El exceso de optimismo, sin embargo, puede redundar en un ambiente tóxico que nos impida tomar decisiones con racionalidad. A casi 180 días de haber iniciado la reclusión voluntaria, y bajo la perspectiva de conservar el home office por varios meses más, los corporativos no pueden mantener la actitud de glorificar las bondades de trabajar a distancia como si fuera un ajuste cuya efectividad dependiera totalmente de la buena voluntad de los empleados. Es hora de despertar: no atravesamos ya un mero paréntesis. Las organizaciones necesitan realizarle un funeral al sistema laboral anterior, aceptar la realidad y asumir el reto de construir esquemas que contemplen horarios flexibles, estructuras innovadoras de cuidado infantil y nuevas fronteras para balancear trabajo y vida personal. El optimismo es saludable, cierto, pero llevado al exceso puede amenazar el objetivo fundamental que debe cumplir toda organización: perdurar. Debemos garantizar nuevas condiciones operativas que permitan la sobrevivencia de nuestras instituciones. No hay marcha atrás.

No tengo idea de qué es el éxito. Asumo que es algo similar a la felicidad: una alucinación, un instante excepcional que antecede a otro en el que se necesita más “éxito”. Sé, eso sí, que la idea del “éxito” es relativamente nueva. Antes del siglo XX, la burguesía occidental solía definir a los adinerados como “afortunados” y a los pobres como “desgraciados”. El mundo ha cambiado desde entonces, aunque no al grado en que podamos afirmar que el estatus económico es algo que depende sólo de nuestra voluntad.

Para ser exitoso se necesita ser delirantemente optimista. “Nos contamos historias para poder vivir”, sostiene la escritora estadounidense Joan Didion en El álbum blanco (1971). Especialmente socorrida entre gurús motivacionales y expertos en management, una de estas narrativas sentimentales consiste en sostener que somos los únicos arquitectos de nuestro destino: no importa dónde nace o quiénes sean sus padres, la persona puede cambiar radicalmente su contexto si posee la voluntad para lograrlo. Es un concepto que seduce por su optimismo, pero también es una idea injusta y cruel: nadie puede transformar su vida basado exclusivamente en que lo desea con intensidad.

Es tiempo de redefinir lo que entendemos por éxito, no tanto por un impulso moralista de establecer parámetros más humanos de lo que significa triunfar, sino por una cuestión de sanidad existencial: una sociedad que insiste en que todos pueden ser exitosos si “lo desean lo suficiente” genera enormes niveles de ansiedad. El anhelo de meritocracia puede ser un ideal a alcanzar, pero no debe convertirse en una fuente de malestar que orille a la depresión suicida, como a veces sucede con algunos ejecutivos que prefieren la muerte a ser considerados como unos “fracasados”.

La reflexión cobra aún más relevancia durante la pandemia. Hoy todos hablan de “resiliencia”, término originalmente acuñado hace unas décadas para describir la tendencia de un ecosistema a recuperarse después de haber sido afectado por inundaciones, sequías, huracanes, invasiones de insectos, etcétera. No se puede sobrevivir una tragedia sin mantener un mínimo de actitud positiva. El exceso de optimismo, sin embargo, puede redundar en un ambiente tóxico que nos impida tomar decisiones con racionalidad. A casi 180 días de haber iniciado la reclusión voluntaria, y bajo la perspectiva de conservar el home office por varios meses más, los corporativos no pueden mantener la actitud de glorificar las bondades de trabajar a distancia como si fuera un ajuste cuya efectividad dependiera totalmente de la buena voluntad de los empleados. Es hora de despertar: no atravesamos ya un mero paréntesis. Las organizaciones necesitan realizarle un funeral al sistema laboral anterior, aceptar la realidad y asumir el reto de construir esquemas que contemplen horarios flexibles, estructuras innovadoras de cuidado infantil y nuevas fronteras para balancear trabajo y vida personal. El optimismo es saludable, cierto, pero llevado al exceso puede amenazar el objetivo fundamental que debe cumplir toda organización: perdurar. Debemos garantizar nuevas condiciones operativas que permitan la sobrevivencia de nuestras instituciones. No hay marcha atrás.

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