/ domingo 19 de febrero de 2023

Arte y Academia | Un escultor japonés, “el increíble señor Itto”, se ganó para siempre el amor del periodismo mexicano

Es un hecho que los mexicanos, y de toda la vida, hemos sentido una muy saludable y auténtica empatía y admiración, hacia la ciudadanía japonesa. Al igual que el periodismo cultural, instalado en la etapa de los años 60, en nuestra Ciudad de México. Los que lo integramos pudimos comprobarlo de una manera tan clara como lamentable y admirable, dentro de un suceso muy especial, que inmortalizó con toda justicia, la breve pero importante presencia en nuestro país, de un excelente escultor que utilizaba la cristalería para elaborar gigantescas obras artísticas, calificadas por los expertos como hiperrealistas; y que sólo se le conoció momentánea y sencillamente, como “el señor Akimo Itto: escultor”.

Ahora bien. Y empecemos. Porque, en verdad-verdad, siempre que tratamos a un ciudadano originario del Japón, coincidimos en que son, para empezar, humanísticamente muy avanzados. Empezando, porque en sus aplicaciones comunicantes, suelen ser señaladamente equilibrados, reflexivos y honestos para emitir juicios. Es decir, que evitan decretar soluciones rápidas, cerradas o superficiales, porque su cotidianidad consiste en reflexionar cuidadosamente sus decisiones, y pensar muy bien, antes de opinar o actuar.

De allí se desprende quizás, que sus maquinarias sean no sólo estéticamente bellas, sino exactas. Y que los más sencillos broches, fabricados por ellos, se cierren con ese seco, intenso y musical “clip”, que todos, de alguna manera, hemos experimentado. Y, que, sus formas de vida cotidiana, su alimentación, o su poderoso legado espiritual, basado, en las más legendarias disciplinas, nos resulten, igualmente interesantes y aportativas. Y, todo esto, no sólo desde el más lejano ayer, sino incluso, desde el ahora y para el siempre.

Así que, recordando aquel suceso, ocurrió que unos 20 colegas, conocimos una vez más, a uno de esos ciudadanos. Y bueno, lo que observamos y concluimos, acabó, por cerrar totalmente el citado círculo de admiración y empatía arriba citado. Ya que, una alegre mañana, y unas seis horas antes de que se inaugurara una ingeniosa escultura de unos cinco metros de alto, realizada en cristal, fue colocada dentro de un bien pensado y seguro nicho, elaborado dentro de la sala principal de exposiciones, nada menos que del famoso MAM: Museo de Arte Moderno, de la Avenida Reforma. Y como todos mis compañeros de otros diarios, mi entonces jefe de la Sección cultural de Excélsior, el periodista mexicano, Eduardo Camacho Suárez, me envió a entrevistar a tan importante personaje del momento, el escultor Akimo Itto, llamado simple e indicativamente, así: “El señor Itto”. Sólo que, al llegar al sitio indicado, mis compañeras y yo, nos encontramos con un soberano caos:

La citada escultura, la obra tan especial, única y original del “señor Itto”, se encontraba totalmente destruida, dentro de una especie de nicho de dos metros que permitió que no se desbordara desordenadamente, el peligroso material. No obstante, era innegable que todo se había colocado de manera correcta y segura. Ya que, la soberbia –y hasta esos momentos, ya, sólo perdida obra de arte-- se había calculado perfectamente para acoger la aportación del expositor extranjero.

Y, una reportera que laboraba para el Departamento de Difusión, del museo, mostraba heridas, afortunadamente no graves, en piernas y brazos, lloraba desesperada, porque al tropezarse, había caído justamente encima de la obra, reduciéndola totalmente a añicos… “¡Ayyy señor Itto,… ayyy señor Itto… Qué desastre… Qué dolor tan grande… Qué situación tan horrible… Parece una pesadilla… Ayy santo cielo… ¿Y ahora qué más va a ocurrirme?…¡¡¡Ayyy señor Itto…Ayyy señor Itto¡¡¡…”.

Y aquel “señor Itto”, que no conocía ni una sola palabra del español, preguntaba a su asistente y traductor, en qué consistía la evidente queja de aquella señorita, porque no alcanzaba a comprender si, su preocupación, se debía a su estado de salud, o a la irreversible avería que había sufrido su composición artística.

El traductor, compatriota del “señor Itto”, al explicarle en su idioma original, que el llanto de la trabajadora, se debía “a un todo circunstancial”; la determinante pronunciación lingüística japonesa, se expandió entre ambos, durante unos 20 minutos, dentro de aquel tan peculiar ambiente de cristales rotos y afligidas miradas por parte de todos los que, sin haberlo imaginado nunca, nos encontrábamos también testificándo tan conmovedores hechos. Mientras que, la afligida autora y a la vez víctima de aquel caos, sólo lloraba y lloraba, y repetía y repetía incesante: “¿Y ahora… qué más va a ocurrirme? ¿Me harán pagar unos 100 mil dólares, por lo menos? …¿Purgaré cadena perpetua?... ¿Apareceré mañana en todas las ocho columnas de los periódicos con mi fotografía a todo color?... ¡¿Oh Padre Santo… apiádate de mí…si he sabido no me levanto en un mes¡¡¡

Luego de un breve silencio, la respuesta del “señor Itto”, hombre joven, de mediana estatura, con una presencia fuerte, amable, esbelta y saludable, consistió en lo siguiente, de acuerdo con la momentánea traducción: “Querida señorita. Lo que acaba de ocurrir es simplemente un lamentable accidente. Tenga la bondad de no sufrir más. Lo más importante es que usted sea atendida médicamente. No se preocupe, ya que es probable, que el año entrante, por estas mismas fechas, sea posible inaugurar una nueva obra, con gran alegría de mi parte”… ¡Y, después, qué más ocurrió?... ¡Lo increíble, lo inesperado, qué caray, magnífico, porque, mientras aquella desesperada comunicadora estaba casi paralizada por la emoción, que le produjo aquel hermosísimo gesto. Un artista japonés, el increíble señor Itto, se alejaba del lugar, sin la menor queja, sin la más leve señal de adustez, enfado o molestia, y sobre todo, sin esas largas y hermosas alas de ángel luminoso, que todos consideramos muy justo colocarle de todo corazón y, magistralmente, sobre su tan enorme y ejemplar estatura humana… Así que: ¡! Bravo “señor Itto”. Muchísimas gracias. Que Dios lo bendiga para siempre. Muchísimo gusto también, por haber tenido el inmenso placer de conocerlo¡¡¡ Y mientras otra cosa suceda, me despido con un gran Beso…

Es un hecho que los mexicanos, y de toda la vida, hemos sentido una muy saludable y auténtica empatía y admiración, hacia la ciudadanía japonesa. Al igual que el periodismo cultural, instalado en la etapa de los años 60, en nuestra Ciudad de México. Los que lo integramos pudimos comprobarlo de una manera tan clara como lamentable y admirable, dentro de un suceso muy especial, que inmortalizó con toda justicia, la breve pero importante presencia en nuestro país, de un excelente escultor que utilizaba la cristalería para elaborar gigantescas obras artísticas, calificadas por los expertos como hiperrealistas; y que sólo se le conoció momentánea y sencillamente, como “el señor Akimo Itto: escultor”.

Ahora bien. Y empecemos. Porque, en verdad-verdad, siempre que tratamos a un ciudadano originario del Japón, coincidimos en que son, para empezar, humanísticamente muy avanzados. Empezando, porque en sus aplicaciones comunicantes, suelen ser señaladamente equilibrados, reflexivos y honestos para emitir juicios. Es decir, que evitan decretar soluciones rápidas, cerradas o superficiales, porque su cotidianidad consiste en reflexionar cuidadosamente sus decisiones, y pensar muy bien, antes de opinar o actuar.

De allí se desprende quizás, que sus maquinarias sean no sólo estéticamente bellas, sino exactas. Y que los más sencillos broches, fabricados por ellos, se cierren con ese seco, intenso y musical “clip”, que todos, de alguna manera, hemos experimentado. Y, que, sus formas de vida cotidiana, su alimentación, o su poderoso legado espiritual, basado, en las más legendarias disciplinas, nos resulten, igualmente interesantes y aportativas. Y, todo esto, no sólo desde el más lejano ayer, sino incluso, desde el ahora y para el siempre.

Así que, recordando aquel suceso, ocurrió que unos 20 colegas, conocimos una vez más, a uno de esos ciudadanos. Y bueno, lo que observamos y concluimos, acabó, por cerrar totalmente el citado círculo de admiración y empatía arriba citado. Ya que, una alegre mañana, y unas seis horas antes de que se inaugurara una ingeniosa escultura de unos cinco metros de alto, realizada en cristal, fue colocada dentro de un bien pensado y seguro nicho, elaborado dentro de la sala principal de exposiciones, nada menos que del famoso MAM: Museo de Arte Moderno, de la Avenida Reforma. Y como todos mis compañeros de otros diarios, mi entonces jefe de la Sección cultural de Excélsior, el periodista mexicano, Eduardo Camacho Suárez, me envió a entrevistar a tan importante personaje del momento, el escultor Akimo Itto, llamado simple e indicativamente, así: “El señor Itto”. Sólo que, al llegar al sitio indicado, mis compañeras y yo, nos encontramos con un soberano caos:

La citada escultura, la obra tan especial, única y original del “señor Itto”, se encontraba totalmente destruida, dentro de una especie de nicho de dos metros que permitió que no se desbordara desordenadamente, el peligroso material. No obstante, era innegable que todo se había colocado de manera correcta y segura. Ya que, la soberbia –y hasta esos momentos, ya, sólo perdida obra de arte-- se había calculado perfectamente para acoger la aportación del expositor extranjero.

Y, una reportera que laboraba para el Departamento de Difusión, del museo, mostraba heridas, afortunadamente no graves, en piernas y brazos, lloraba desesperada, porque al tropezarse, había caído justamente encima de la obra, reduciéndola totalmente a añicos… “¡Ayyy señor Itto,… ayyy señor Itto… Qué desastre… Qué dolor tan grande… Qué situación tan horrible… Parece una pesadilla… Ayy santo cielo… ¿Y ahora qué más va a ocurrirme?…¡¡¡Ayyy señor Itto…Ayyy señor Itto¡¡¡…”.

Y aquel “señor Itto”, que no conocía ni una sola palabra del español, preguntaba a su asistente y traductor, en qué consistía la evidente queja de aquella señorita, porque no alcanzaba a comprender si, su preocupación, se debía a su estado de salud, o a la irreversible avería que había sufrido su composición artística.

El traductor, compatriota del “señor Itto”, al explicarle en su idioma original, que el llanto de la trabajadora, se debía “a un todo circunstancial”; la determinante pronunciación lingüística japonesa, se expandió entre ambos, durante unos 20 minutos, dentro de aquel tan peculiar ambiente de cristales rotos y afligidas miradas por parte de todos los que, sin haberlo imaginado nunca, nos encontrábamos también testificándo tan conmovedores hechos. Mientras que, la afligida autora y a la vez víctima de aquel caos, sólo lloraba y lloraba, y repetía y repetía incesante: “¿Y ahora… qué más va a ocurrirme? ¿Me harán pagar unos 100 mil dólares, por lo menos? …¿Purgaré cadena perpetua?... ¿Apareceré mañana en todas las ocho columnas de los periódicos con mi fotografía a todo color?... ¡¿Oh Padre Santo… apiádate de mí…si he sabido no me levanto en un mes¡¡¡

Luego de un breve silencio, la respuesta del “señor Itto”, hombre joven, de mediana estatura, con una presencia fuerte, amable, esbelta y saludable, consistió en lo siguiente, de acuerdo con la momentánea traducción: “Querida señorita. Lo que acaba de ocurrir es simplemente un lamentable accidente. Tenga la bondad de no sufrir más. Lo más importante es que usted sea atendida médicamente. No se preocupe, ya que es probable, que el año entrante, por estas mismas fechas, sea posible inaugurar una nueva obra, con gran alegría de mi parte”… ¡Y, después, qué más ocurrió?... ¡Lo increíble, lo inesperado, qué caray, magnífico, porque, mientras aquella desesperada comunicadora estaba casi paralizada por la emoción, que le produjo aquel hermosísimo gesto. Un artista japonés, el increíble señor Itto, se alejaba del lugar, sin la menor queja, sin la más leve señal de adustez, enfado o molestia, y sobre todo, sin esas largas y hermosas alas de ángel luminoso, que todos consideramos muy justo colocarle de todo corazón y, magistralmente, sobre su tan enorme y ejemplar estatura humana… Así que: ¡! Bravo “señor Itto”. Muchísimas gracias. Que Dios lo bendiga para siempre. Muchísimo gusto también, por haber tenido el inmenso placer de conocerlo¡¡¡ Y mientras otra cosa suceda, me despido con un gran Beso…