/ viernes 6 de octubre de 2023

Instrumentalizar las estimaciones del horror 

Son muchas las razones para tomar en serio el estudio de Rafael Prieto Curiel, Gian Maria Campedelli y el finado Alejandro Hope –genio y figura hasta en la sepultura. “La mano no puede pegarle a lo que el ojo no ve”, diría Muhammad Ali. Este estudio precisamente visibiliza el problema al que nos enfrentamos como país, al estimar la cantidad de miembros que el crimen organizado en México tiene entre sus filas y su abrumadora capacidad de reclutamiento.

No obstante, es frecuente que la ciencia se manosee e, incluso, se instrumentalice políticamente. En este caso, una investigación científica innovadora tiende a extrapolarse para desempolvar, voluntaria o involuntariamente, las narrativas más dañinas de la mal llamada guerra contra el narco –y, por cierto, también de las posturas más recalcitrantes en los Estados Unidos.

En su artículo del 23 de septiembre, por ejemplo, la destacada periodista Peniley Ramírez señala lo siguiente: “En México, el Ejército, la Marina y la Guardia Nacional tienen unos 100 mil elementos desplegados para contener y combatir al narcotráfico […] Y es, también, casi la mitad de los empleados que tienen hoy los cárteles. Lea otra vez: el narco mexicano hoy tiene el doble de empleados que las fuerzas que lo combaten”.

Pareciera que los principales cambios cualitativos que ha tenido el crimen organizado en México nos han pasado olímpicamente de noche: más fragmentado, crecientemente local, diversificado en sus actividades ilícitas y, ciertamente, más violento en su actuar.

Esta obstinación de considerar al crimen organizado como ente monolítico –sin matices, sin divisiones, formidable– da lugar rápidamente a una lógica de “nosotros contra ellos”, dejando de lado lo más importante: que el crimen organizado no vive ajeno a las comunidades, al empresariado o a círculos del poder. Dicho de otro modo, además de ser una realidad social, el crimen organizado es una consecuencia política, económica e, incluso, geopolítica.

Es necesario reconocer que el panorama criminal en México responde a diferentes inercias, así como a la multiplicidad de los grupos en sí mismos: objetivos, forma de organización, redes, tipos de delitos –porque ya no es sólo el narcotráfico–, autopercepción e identidad o medios de comunicación. Concretamente, ¿qué organizaciones criminales tienden a ser más depredadoras o, por el contrario, cuáles han proporcionado medios de vida alternativos? Hacer tales distinciones podría ayudar a entender, por ejemplo, por qué una política de seguridad, paradójicamente, genera más agravios y desconexión popular cuando se combaten a estas organizaciones.

No se debe perder en medio del debate un aspecto valiosísimo del estudio de Prieto Curiel y compañía, particularmente para efectos de diseño e implementación de política pública: disminuir la capacidad de reclutamiento de las organizaciones delictivas –y, por ende, aumentar la desmovilización de sus integrantes– tienen que ser objetivos estratégicos para cualquier política de seguridad en México.

De esto depende que se extinga “aquel grito que no era más que un suspiro: ¡Ah, el horror! ¡El horror!”.

Discanto: La transición a energías limpias no es necesariamente linda, limpia o sostenible: Con una gobernanza deficiente, frecuentemente detona procesos de conflictividad social, inestabilidad política y degradación ambiental, principalmente en países del llamado Sur Global.

Son muchas las razones para tomar en serio el estudio de Rafael Prieto Curiel, Gian Maria Campedelli y el finado Alejandro Hope –genio y figura hasta en la sepultura. “La mano no puede pegarle a lo que el ojo no ve”, diría Muhammad Ali. Este estudio precisamente visibiliza el problema al que nos enfrentamos como país, al estimar la cantidad de miembros que el crimen organizado en México tiene entre sus filas y su abrumadora capacidad de reclutamiento.

No obstante, es frecuente que la ciencia se manosee e, incluso, se instrumentalice políticamente. En este caso, una investigación científica innovadora tiende a extrapolarse para desempolvar, voluntaria o involuntariamente, las narrativas más dañinas de la mal llamada guerra contra el narco –y, por cierto, también de las posturas más recalcitrantes en los Estados Unidos.

En su artículo del 23 de septiembre, por ejemplo, la destacada periodista Peniley Ramírez señala lo siguiente: “En México, el Ejército, la Marina y la Guardia Nacional tienen unos 100 mil elementos desplegados para contener y combatir al narcotráfico […] Y es, también, casi la mitad de los empleados que tienen hoy los cárteles. Lea otra vez: el narco mexicano hoy tiene el doble de empleados que las fuerzas que lo combaten”.

Pareciera que los principales cambios cualitativos que ha tenido el crimen organizado en México nos han pasado olímpicamente de noche: más fragmentado, crecientemente local, diversificado en sus actividades ilícitas y, ciertamente, más violento en su actuar.

Esta obstinación de considerar al crimen organizado como ente monolítico –sin matices, sin divisiones, formidable– da lugar rápidamente a una lógica de “nosotros contra ellos”, dejando de lado lo más importante: que el crimen organizado no vive ajeno a las comunidades, al empresariado o a círculos del poder. Dicho de otro modo, además de ser una realidad social, el crimen organizado es una consecuencia política, económica e, incluso, geopolítica.

Es necesario reconocer que el panorama criminal en México responde a diferentes inercias, así como a la multiplicidad de los grupos en sí mismos: objetivos, forma de organización, redes, tipos de delitos –porque ya no es sólo el narcotráfico–, autopercepción e identidad o medios de comunicación. Concretamente, ¿qué organizaciones criminales tienden a ser más depredadoras o, por el contrario, cuáles han proporcionado medios de vida alternativos? Hacer tales distinciones podría ayudar a entender, por ejemplo, por qué una política de seguridad, paradójicamente, genera más agravios y desconexión popular cuando se combaten a estas organizaciones.

No se debe perder en medio del debate un aspecto valiosísimo del estudio de Prieto Curiel y compañía, particularmente para efectos de diseño e implementación de política pública: disminuir la capacidad de reclutamiento de las organizaciones delictivas –y, por ende, aumentar la desmovilización de sus integrantes– tienen que ser objetivos estratégicos para cualquier política de seguridad en México.

De esto depende que se extinga “aquel grito que no era más que un suspiro: ¡Ah, el horror! ¡El horror!”.

Discanto: La transición a energías limpias no es necesariamente linda, limpia o sostenible: Con una gobernanza deficiente, frecuentemente detona procesos de conflictividad social, inestabilidad política y degradación ambiental, principalmente en países del llamado Sur Global.