Por Catherine Prati Rousselet*
La Carta de las Naciones Unidas prohíbe contundentemente recurrir a la fuerza armada. Sin embargo, la industria armamentista sigue siendo un negocio altamente redituable, en especial para los cinco Estados miembros permanentes del Consejo de Seguridad (primordial responsable de mantener la paz y la seguridad internacionales).
Al momento que se leen estas líneas, una de seis personas en el mundo se encuentra expuesta a un conflicto: algunos tremendamente mediáticos, otros silenciosos y otros más, totalmente olvidados. De acuerdo al índice de conflictos del ACLED (base universitaria de datos), 50 países están en la actualidad confrontados a situaciones interiores o internacionales de extrema, alta o turbulenta intensidad.
Cada una de dichas realidades lleva consigo incontables contingentes de civiles agraviados física y mentalmente, así como innombrables vidas cegadas. También, generan masivos flujos de migración forzada: desplazamientos internos, movimientos transfronterizos en busca de refugio. Todas requieren inmediata protección internacional (tanto jurídica como material) ante la incapacidad del Estado nacional de proporcionarla, como es debido.
El Convenio de Ginebra de 1864 construye las bases convencionales del Derecho Internacional Humanitario (DIH) contemporáneo que, consta de cuatro convenios (1949) y tres protocolos (1977 y 2005).
Pensada para la emergencia, la reconstrucción, la rehabilitación y la prevención de desastres, y concebida para salvar vidas, aliviar el sufrimiento, mantener y proteger la dignidad de la persona, la ayuda humanitaria debe suministrarse conforme a los principios de humanidad, imparcialidad e independencia (resolución de la Asamblea General de la ONU 46/182 de 1991) y de neutralidad (Res. 58/114 de 2006).
Aunque la sociedad se haya dotado de los andamios para atender a las víctimas inocentes de los conflictos, son demasiados los que no tienen, por circunstancias diversas, acceso a dicha protección. Existe un ampliamente aceptado, pero equivocado, juicio de valor que afirma que las convenciones internacionales se negocian; eventualmente, se firman; a veces se ratifican y aunque vigentes, no forzosamente, se respetan.
Por la intrínseca esencia moral de sus normas, así como el vasto acervo institucional que se ha edificado para “humanizar la guerra”, el DIH ha escapado de manera prácticamente universal a la fatídica sentencia. Ni siquiera los Estados que no han ratificado la normatividad vigente, han podido sustraerse al carácter vinculante que ostentan las normas consuetudinarias que se aplican en la materia.
Sin embargo, el protagonismo en ciertas controversias actuales de actores no estatales extremadamente violentos (organizaciones del crimen organizado, grupos extremistas, celdas terroristas) deja a cuantiosos grupos humanos indefensos ante la barbarie.
De igual manera, ante la falta generalizada de recursos o el freno a la distribución de la ayuda humanitaria, son más que impostergables medidas enérgicas para entregar dicha asistencia a quienes la necesitan.
El mundialmente reconocido sociólogo, Edgar Morin (1921), afirma “La historia de la guerra es la historia de la humanidad”. Nada cambia, empeora.
* Coordinadora de Posgrado y Educación Continua. Facultad de Estudios Globales. Universidad Anáhuac México. @CathPrati