/ jueves 26 de marzo de 2020

Alta Empresa | Apocalipsis empresarial

Una frase que se ha vuelto un lugar común cada vez que alguien sugiere que la estructura de libre mercado que prevalece en el planeta puede ser sustituida por otro modelo es la acuñada por Fredric Jameson, autor de The Political Unconscious: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Como bien señalaba el fallecido Mark Fisher en Realismo Capitalista (2009, Caja Negra), basta ver las películas más taquilleras de Hollywood para corroborar la visión de Jameson: podemos imaginar miles de veces la destrucción de Nueva York, pero somos incapaces de visualizar escenarios que constituyan una alternativa al capitalismo que Occidente ha considerado como el paradigma a seguir desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

La idea del fin del mundo no es ya una abstracción lejana. En mayor o menor grado, el grueso de la población global está consciente de que el cambio climático constituye un escenario potencialmente apocalíptico en el mediano plazo. Sin embargo, la cuarentena planetaria impuesta por el coronavirus (COVID-19) ha tornado la idea del Apocalipsis en algo más concreto. La humanidad ha sufrido peores pestes, pero nunca una crisis sanitaria en simultaneidad y con cobertura las 24 horas en múltiples pantallas. Pedirle a la población que guarde la calma en este contexto suena más a ironía que a razonamiento. El mundo tiene miedo, y el miedo crea coyunturas donde lo que apenas ayer considerábamos impensable se puede tornar mañana en una realidad factible y abrumadora. Las organizaciones que no entiendan esta lógica pueden desaparecer. Conscientes de los estragos inmediatos, algunas empresas en México han mostrado una clara empatía con sus integrantes y clientes (la donación de Grupo Carso de mil millones de pesos en esfuerzos contra el COVID-19, los anuncios de prorrogas de Banorte en pago de créditos, las 300 mil botellas de gel antibacterial producidas por Grupo Modelo); otras, por el contrario, han sido motivo de un acentuado rechazo por parte de la opinión pública y demás stakeholders: el pésimo manejo de Alsea frente a las críticas generadas por dejar sin goce de sueldo a sus empleados, el discurso anticuarentena de Ricardo Salinas Pliego (quien una vez me dijo que la “la responsabilidad social empresarial era un maybe y no un must”), la negativa de varios corporativos a realizar home office, etcétera.

El mundo tras el coronavirus enfrentará una recesión de una magnitud aún imprevisible. El clamor por señalar culpables será intenso. Los gobiernos no serán los únicos señalados: las organizaciones y sectores empresariales que sean percibidos como depredadores pueden enfrentar a sociedades que los castiguen de formas demoledoras (la velocidad con la que crecen las demandas de expropiar la salud privada en varias partes del orbe es una buena pista de lo que se avecina). La responsabilidad social es un imperativo ético, sí, pero hoy más que nunca puede ser el escudo reputacional que defienda a las marcas del encono de grupos que busquen cambiar las reglas del capitalismo como lo conocemos. Protejamos a nuestras empresas: seamos responsables.

Una frase que se ha vuelto un lugar común cada vez que alguien sugiere que la estructura de libre mercado que prevalece en el planeta puede ser sustituida por otro modelo es la acuñada por Fredric Jameson, autor de The Political Unconscious: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Como bien señalaba el fallecido Mark Fisher en Realismo Capitalista (2009, Caja Negra), basta ver las películas más taquilleras de Hollywood para corroborar la visión de Jameson: podemos imaginar miles de veces la destrucción de Nueva York, pero somos incapaces de visualizar escenarios que constituyan una alternativa al capitalismo que Occidente ha considerado como el paradigma a seguir desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

La idea del fin del mundo no es ya una abstracción lejana. En mayor o menor grado, el grueso de la población global está consciente de que el cambio climático constituye un escenario potencialmente apocalíptico en el mediano plazo. Sin embargo, la cuarentena planetaria impuesta por el coronavirus (COVID-19) ha tornado la idea del Apocalipsis en algo más concreto. La humanidad ha sufrido peores pestes, pero nunca una crisis sanitaria en simultaneidad y con cobertura las 24 horas en múltiples pantallas. Pedirle a la población que guarde la calma en este contexto suena más a ironía que a razonamiento. El mundo tiene miedo, y el miedo crea coyunturas donde lo que apenas ayer considerábamos impensable se puede tornar mañana en una realidad factible y abrumadora. Las organizaciones que no entiendan esta lógica pueden desaparecer. Conscientes de los estragos inmediatos, algunas empresas en México han mostrado una clara empatía con sus integrantes y clientes (la donación de Grupo Carso de mil millones de pesos en esfuerzos contra el COVID-19, los anuncios de prorrogas de Banorte en pago de créditos, las 300 mil botellas de gel antibacterial producidas por Grupo Modelo); otras, por el contrario, han sido motivo de un acentuado rechazo por parte de la opinión pública y demás stakeholders: el pésimo manejo de Alsea frente a las críticas generadas por dejar sin goce de sueldo a sus empleados, el discurso anticuarentena de Ricardo Salinas Pliego (quien una vez me dijo que la “la responsabilidad social empresarial era un maybe y no un must”), la negativa de varios corporativos a realizar home office, etcétera.

El mundo tras el coronavirus enfrentará una recesión de una magnitud aún imprevisible. El clamor por señalar culpables será intenso. Los gobiernos no serán los únicos señalados: las organizaciones y sectores empresariales que sean percibidos como depredadores pueden enfrentar a sociedades que los castiguen de formas demoledoras (la velocidad con la que crecen las demandas de expropiar la salud privada en varias partes del orbe es una buena pista de lo que se avecina). La responsabilidad social es un imperativo ético, sí, pero hoy más que nunca puede ser el escudo reputacional que defienda a las marcas del encono de grupos que busquen cambiar las reglas del capitalismo como lo conocemos. Protejamos a nuestras empresas: seamos responsables.

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