/ jueves 4 de junio de 2020

Alta Empresa | La procrastinación y el virus

Compromisos que no se cumplen, dietas que nunca inician, visitas al médico eternamente pospuestas, fechas de entrega en constante extensión de plazo. No tiene caso negarlo: casi todos dejamos para mañana lo que podemos hacer hoy; casi todos, en mayor o menor medida, somos procrastinadores. No se trata sólo de dejar algo para más adelante –lo que ataría a la procrastinación con conceptos que irónicamente consideramos como virtudes: la prudencia, la paciencia, saber priorizar-, sino a sucumbir ante una práctica que bien podría arruinarnos la vida.

¿Por qué nos arriesgamos a incumplir y quedar mal con los demás? Amén de los inescrutables resortes internos que activan nuestro deseo autodestructivo, probablemente sea porque tendemos a pensar en la procrastinación como una postura existencial. Algunos la explican bajo el argumento del perfeccionismo: dejan lo que deben de hacer para más adelante ante la ansiedad que les genera no estar a la altura de sus criterios elevados de excelencia. Esta tesis ha cobrado cierta popularidad frente al hecho de que algunas investigaciones clínicas enlistan al “perfeccionismo” como una de las respuestas más recurrentes entre los pacientes que dicen sufrir de procrastinación.

Otros manifiestan que la procrastinación es un sinónimo de cansancio vital. La mayoría de los procrastinadores, sin embargo, no son personas tristes y vencidas; por el contrario, la mayoría se distrae con una vitalidad envidiable. Otra teoría afirma que la procrastinación es un reflejo de nuestro deseo de eternidad; es decir, pensar que siempre hay un mañana para hacer las cosas evidencia una esperanza ajena a la conciencia de que el tiempo es finito y tarde o temprano todos vamos a morir. Un procrastinador es, en ese sentido, una persona cuya actitud dilatoria le impide pensar en la muerte.

Quizá exista una razón más sencilla para explicar tanta postergación: el impulso de la diversión inmediata es más potente que el bienestar de largo plazo. La procrastinación es un producto secundario de nuestro impulso de vivir el momento. ¿Por qué esperar la gran recompensa cuando podemos disfrutar de pequeños pero vivaces estímulos que nos den placer en el cortísimo plazo? En la antigüedad - cuando las reglas básicas de supervivencia eran comida, lucha, huida y reproducción-, los individuos no pensaban en la procrastinación porque lo urgente era lo importante; hoy, en cambio, el concepto de lo urgente es una arena movediza y cambiante.

La situación se torna crítica en estos tiempos pandémicos. Al principio de la cuarentena, varios ejecutivos se entregaron por completo al trabajo bajo la lógica de que todo era urgente -y de que mostrarse activos era en sí mismo algo importante; tres meses después, cuando el fantasma del contagio aún los obliga a quedarse en casa y la hecatombe económica parece inminente, tanta entrega no luce urgente ni importante. ¿Por qué no procrastinar? La hormiga es la que sobrevivirá en el largo plazo, cierto, pero ante el potencial futuro apocalíptico que nos espera resulta casi imposible no empatizar con la cigarra.

mauricio@altaempresa.com

@mauroforever

Compromisos que no se cumplen, dietas que nunca inician, visitas al médico eternamente pospuestas, fechas de entrega en constante extensión de plazo. No tiene caso negarlo: casi todos dejamos para mañana lo que podemos hacer hoy; casi todos, en mayor o menor medida, somos procrastinadores. No se trata sólo de dejar algo para más adelante –lo que ataría a la procrastinación con conceptos que irónicamente consideramos como virtudes: la prudencia, la paciencia, saber priorizar-, sino a sucumbir ante una práctica que bien podría arruinarnos la vida.

¿Por qué nos arriesgamos a incumplir y quedar mal con los demás? Amén de los inescrutables resortes internos que activan nuestro deseo autodestructivo, probablemente sea porque tendemos a pensar en la procrastinación como una postura existencial. Algunos la explican bajo el argumento del perfeccionismo: dejan lo que deben de hacer para más adelante ante la ansiedad que les genera no estar a la altura de sus criterios elevados de excelencia. Esta tesis ha cobrado cierta popularidad frente al hecho de que algunas investigaciones clínicas enlistan al “perfeccionismo” como una de las respuestas más recurrentes entre los pacientes que dicen sufrir de procrastinación.

Otros manifiestan que la procrastinación es un sinónimo de cansancio vital. La mayoría de los procrastinadores, sin embargo, no son personas tristes y vencidas; por el contrario, la mayoría se distrae con una vitalidad envidiable. Otra teoría afirma que la procrastinación es un reflejo de nuestro deseo de eternidad; es decir, pensar que siempre hay un mañana para hacer las cosas evidencia una esperanza ajena a la conciencia de que el tiempo es finito y tarde o temprano todos vamos a morir. Un procrastinador es, en ese sentido, una persona cuya actitud dilatoria le impide pensar en la muerte.

Quizá exista una razón más sencilla para explicar tanta postergación: el impulso de la diversión inmediata es más potente que el bienestar de largo plazo. La procrastinación es un producto secundario de nuestro impulso de vivir el momento. ¿Por qué esperar la gran recompensa cuando podemos disfrutar de pequeños pero vivaces estímulos que nos den placer en el cortísimo plazo? En la antigüedad - cuando las reglas básicas de supervivencia eran comida, lucha, huida y reproducción-, los individuos no pensaban en la procrastinación porque lo urgente era lo importante; hoy, en cambio, el concepto de lo urgente es una arena movediza y cambiante.

La situación se torna crítica en estos tiempos pandémicos. Al principio de la cuarentena, varios ejecutivos se entregaron por completo al trabajo bajo la lógica de que todo era urgente -y de que mostrarse activos era en sí mismo algo importante; tres meses después, cuando el fantasma del contagio aún los obliga a quedarse en casa y la hecatombe económica parece inminente, tanta entrega no luce urgente ni importante. ¿Por qué no procrastinar? La hormiga es la que sobrevivirá en el largo plazo, cierto, pero ante el potencial futuro apocalíptico que nos espera resulta casi imposible no empatizar con la cigarra.

mauricio@altaempresa.com

@mauroforever

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