/ sábado 6 de enero de 2024

Descuartizados

Por Fernando Escobar Ayala

En el México actual, pocas veces se discuten las implicaciones y el significado de los hechos violentos que podemos catalogar como atrocidades, sobre todo aquellos que comprenden un uso escalofriante de los cuerpos de las víctimas. El hallazgo de partes humanas descuartizadas, prácticamente se ha vuelto rutina en numerosas regiones del país.

Salvo los reportes esporádicos y las crónicas escuetas diseminadas en la prensa local, no existe ninguna otra fuente de información para conocer del fenómeno. A partir de estas fuentes, y en un intento por llenar este vacío informativo, desde 2020 y hasta septiembre de 2023, Causa en Común ha contabilizado un total de 2,850 hallazgos de cadáveres mutilados. De acuerdo con los registros disponibles, en el pasado año, la mayoría de los casos se concentraron en los estados de Guerrero (64), Guanajuato (58) y Baja California (37).

La destrucción de cadáveres representa una de las versiones más extremas de la violencia que ha marcado el ritmo y el ánimo social de las últimas dos décadas; y por eso sorprende que el hecho no tenga mayor impacto en la definición de políticas públicas o en los criterios para el fortalecimiento institucional. Para no ir tan lejos, se trata de un fenómeno que dificulta gravemente la labor forense. Un cuerpo destruido, reducido a carne desgarrada, es muchísimo más difícil de identificar; ya ni digamos de ofrecerle un ritual funerario apropiado. No por nada, de acuerdo con datos del INEGI, durante 2022, apenas 213 restos y fragmentos humanos que arribaron a las unidades forenses pudieron ser identificados, frente a los 1,400 que ante la falta de indicios terminaron siendo almacenados o inhumados en fosas comunes.

Vista así, esta práctica criminal es alimento para la impunidad, la crisis forense y la crisis de personas desaparecidas, y casi nunca se asume de esta forma. El carácter excesivo y atroz de este tipo de violencia, además, se traduce como un tipo de dolor profundo e irremediable para las comunidades que la experimentan, al descubrirse desamparadas e incapacitadas para honrar con dignidad a sus difuntos. La inacción de la clase política ante esta tragedia es una de las claves de su normalización, y el factor que ha permitido que esta práctica criminal únicamente pueda ser explicada conforme al significado otorgado por los victimarios.

Es sabido, de hecho es una de las cosas que más suele destacarse en la prensa, que la aparición de cadáveres destruidos en la vía pública suele estar acompañada por la localización de un mensaje amenazante, escrito en alguna cartulina o manta, y firmada por algún grupo criminal que se revela como el responsable de dicha muerte. Es interesante detenerse a examinar las características de esta práctica criminal, sobre todo por sus implicaciones en el entendimiento de la violencia extrema en el país. Ante la ausencia de investigaciones ministeriales efectivas y confiables, los llamados narco-mensajes se han vuelto, sobre todo para las comunidades en las que la atrocidad se ha vuelto rutina, la única vía disponible para explicar y orientarse en un mundo cada vez más incierto a causa de la violencia.

Tiene razón la investigadora Natalia Mendoza, cuando muestra que los narco-mensajes funcionan imponiendo una interpretación del hecho violento y un valor simbólico a la muerte que acompañan, con las que se vuelve posible ordenar la experiencia subjetiva de la violencia. A grandes rasgos, a través de los narco-mensajes se suele dar constancia de al menos dos hechos: 1) mediante el recurso de la atrocidad, expresada en la destrucción del cadáver de la víctima, la organización criminal busca exhibir su soberanía ante sus enemigos; 2) al tiempo en que la víctima es descalificada ante el público testigo de la atrocidad, refiriéndose a ella con epítetos que denoten su supuesta culpabilidad (“rata”, “lacra”, “traidor”) y, en última instancia, su condición desechable. Concluye Mendoza: “De una forma u otra, las narco-pintas siempre dicen: ‘Esto es un castigo merecido.’

Ante la falta de recursos y la falta de voluntad institucional para verificarlas, las imputaciones de los narco-mensajes se convierten en una conclusión anticipada, un juicio incriminatorio sobre la identidad de las víctimas, que predisponen a las autoridades a abandonar el esclarecimiento de los hechos. Mientras tanto, la implicación más profunda de la destrucción de cadáveres permanece desatendida: el uso de los cuerpos como mensaje terrorista, expresión del poderío de organizaciones profesionales de la violencia, y un Estado cuya soberanía retrocede. En eso estamos.

Por Fernando Escobar Ayala

En el México actual, pocas veces se discuten las implicaciones y el significado de los hechos violentos que podemos catalogar como atrocidades, sobre todo aquellos que comprenden un uso escalofriante de los cuerpos de las víctimas. El hallazgo de partes humanas descuartizadas, prácticamente se ha vuelto rutina en numerosas regiones del país.

Salvo los reportes esporádicos y las crónicas escuetas diseminadas en la prensa local, no existe ninguna otra fuente de información para conocer del fenómeno. A partir de estas fuentes, y en un intento por llenar este vacío informativo, desde 2020 y hasta septiembre de 2023, Causa en Común ha contabilizado un total de 2,850 hallazgos de cadáveres mutilados. De acuerdo con los registros disponibles, en el pasado año, la mayoría de los casos se concentraron en los estados de Guerrero (64), Guanajuato (58) y Baja California (37).

La destrucción de cadáveres representa una de las versiones más extremas de la violencia que ha marcado el ritmo y el ánimo social de las últimas dos décadas; y por eso sorprende que el hecho no tenga mayor impacto en la definición de políticas públicas o en los criterios para el fortalecimiento institucional. Para no ir tan lejos, se trata de un fenómeno que dificulta gravemente la labor forense. Un cuerpo destruido, reducido a carne desgarrada, es muchísimo más difícil de identificar; ya ni digamos de ofrecerle un ritual funerario apropiado. No por nada, de acuerdo con datos del INEGI, durante 2022, apenas 213 restos y fragmentos humanos que arribaron a las unidades forenses pudieron ser identificados, frente a los 1,400 que ante la falta de indicios terminaron siendo almacenados o inhumados en fosas comunes.

Vista así, esta práctica criminal es alimento para la impunidad, la crisis forense y la crisis de personas desaparecidas, y casi nunca se asume de esta forma. El carácter excesivo y atroz de este tipo de violencia, además, se traduce como un tipo de dolor profundo e irremediable para las comunidades que la experimentan, al descubrirse desamparadas e incapacitadas para honrar con dignidad a sus difuntos. La inacción de la clase política ante esta tragedia es una de las claves de su normalización, y el factor que ha permitido que esta práctica criminal únicamente pueda ser explicada conforme al significado otorgado por los victimarios.

Es sabido, de hecho es una de las cosas que más suele destacarse en la prensa, que la aparición de cadáveres destruidos en la vía pública suele estar acompañada por la localización de un mensaje amenazante, escrito en alguna cartulina o manta, y firmada por algún grupo criminal que se revela como el responsable de dicha muerte. Es interesante detenerse a examinar las características de esta práctica criminal, sobre todo por sus implicaciones en el entendimiento de la violencia extrema en el país. Ante la ausencia de investigaciones ministeriales efectivas y confiables, los llamados narco-mensajes se han vuelto, sobre todo para las comunidades en las que la atrocidad se ha vuelto rutina, la única vía disponible para explicar y orientarse en un mundo cada vez más incierto a causa de la violencia.

Tiene razón la investigadora Natalia Mendoza, cuando muestra que los narco-mensajes funcionan imponiendo una interpretación del hecho violento y un valor simbólico a la muerte que acompañan, con las que se vuelve posible ordenar la experiencia subjetiva de la violencia. A grandes rasgos, a través de los narco-mensajes se suele dar constancia de al menos dos hechos: 1) mediante el recurso de la atrocidad, expresada en la destrucción del cadáver de la víctima, la organización criminal busca exhibir su soberanía ante sus enemigos; 2) al tiempo en que la víctima es descalificada ante el público testigo de la atrocidad, refiriéndose a ella con epítetos que denoten su supuesta culpabilidad (“rata”, “lacra”, “traidor”) y, en última instancia, su condición desechable. Concluye Mendoza: “De una forma u otra, las narco-pintas siempre dicen: ‘Esto es un castigo merecido.’

Ante la falta de recursos y la falta de voluntad institucional para verificarlas, las imputaciones de los narco-mensajes se convierten en una conclusión anticipada, un juicio incriminatorio sobre la identidad de las víctimas, que predisponen a las autoridades a abandonar el esclarecimiento de los hechos. Mientras tanto, la implicación más profunda de la destrucción de cadáveres permanece desatendida: el uso de los cuerpos como mensaje terrorista, expresión del poderío de organizaciones profesionales de la violencia, y un Estado cuya soberanía retrocede. En eso estamos.