/ viernes 1 de julio de 2022

El objetivo es la paz 

Ninguna sociedad que busque vivir en paz se arma. Es un contrasentido que, tarde o temprano, cobra víctimas inocentes y lleva a tragedias irreparables; proponer que para defendernos es necesario estar armados es desconocer, por decir lo menos, las causas de la violencia.

El crimen es principalmente un negocio, uno tristemente muy rentable, gracias a años de corrupción, complicidad e impunidad; recluta principalmente jóvenes deslumbrados por los supuestos lujos inmediatos que brinda delinquir, cuando la realidad es que solo son recursos humanos desechables, captados por la falta de oportunidades y el olvido en que siempre los habían dejado.

La consecuencia es una severa desintegración social que apenas se está reconstruyendo y en la que los ciudadanos podríamos hacer mucho más para fortalecer el sentido de comunidad que sigue presente en muchas regiones del país, pero que en otras sufre de un deterioro notable porque se supeditaron las necesidades sociales a la falsa oferta del crimen organizado, que es todo aquel que involucre a más de una persona para cometer un acto ilegal.

Detener la inseguridad requiere de dotar a muchas comunidades de infraestructura pública, de becas escolares, apoyo a adultos mayores, capacitación laboral a jóvenes, créditos accesibles para abrir negocios y vías de comunicación hacia municipios y centros urbanos que permitan ampliar las posibilidades de desarrollo, sin abandonar el lugar de origen. Esa es la estrategia actual, que no es nueva, porque hemos sabido de este camino desde hace mucho tiempo y con base en diagnósticos, análisis, estudios y otros instrumentos que no se llevaron a la práctica, porque la urgencia era combatir al delincuente a como diera lugar, dejando de lado el entorno que le dio como opción afectar a otras personas.

Un criminal no nace, se hace por diversas circunstancias que deben tomarse en cuenta y erradicarse si queremos evitar la formación de nuevas generaciones de interesados en llevar a cabo conductas antisociales. Muy pocos delincuentes eligen el camino de la ilegalidad, la mayoría se ven forzados a intentarlo porque no hay otra vía de sustento o de contratación en sus comunidades.

Si, como sociedad, logramos condiciones diferentes de vida, el ofrecimiento del crimen -riqueza instantánea a cambio de morir- se vuelve poco atractivo, pero eso también demanda que rechacemos cualquier propuesta de enfrentamiento por medio de armas de fuego.

Además, cuenta la experiencia del delincuente y su motivación para arriesgar su integridad a cambio de ganancias, la cual los ciudadanos no compartimos y, por ello, no comprendemos a cabalidad. Lo más valioso que tiene una persona es la vida y esa esa se arriesga cada vez que entra en contacto con cualquier tipo de arma y considera emplearla para arreglar un problema cotidiano.

Poner sobre la mesa que la alternativa es enfrentar directamente a la delincuencia con armas es un error que se comete con demasiada frecuencia y solo parece ocultar intereses de una naturaleza distinta a la búsqueda de la pacificación del país.

Precisamente es el uso indiscriminado e ilegal de armas lo que mantiene la violencia entre ciudadanos, esa que no tiene que ver con la delincuencia y sí con los asesinatos en contra de cónyuges, parejas, compadres y amigos de fiesta, cada fin de semana. Sin dejar de contar los accidentes fatales, las lesiones y las tragedias que involucran a un menor de edad que juega con el arma que se tiene en casa para “protección” de todos sus habitantes.

Portar un arma es una responsabilidad que pocos entienden y menos son los que están capacitados para utilizarla. No es un juego, como lo hemos visto en muchos casos de agresiones que suceden por un cerrón entre automovilistas, un anuncio de divorcio o una riña por el marcador de un partido de futbol.

Argumentar que el Estado es el responsable de uso de la fuerza para garantizar la seguridad, para después proponer que la sociedad lo sustituya y haga justicia por propia mano es fomentar la misma violencia que se dice querer disminuir.

La clave es quitarle al crimen posibilidades de crecimiento y de reclutamiento por todas las vías legales y de desarrollo social posibles. Un arma no da seguridad, la quita, y colocar a un ciudadano frente a un delincuente, o peor, contra otro ciudadano, para agredirse es de lo que estamos cansados y por eso estamos impulsando un rumbo distinto, que lleva tiempo, pero está arrojando avances para que, entre la mayoría, construyamos la paz.

Ninguna sociedad que busque vivir en paz se arma. Es un contrasentido que, tarde o temprano, cobra víctimas inocentes y lleva a tragedias irreparables; proponer que para defendernos es necesario estar armados es desconocer, por decir lo menos, las causas de la violencia.

El crimen es principalmente un negocio, uno tristemente muy rentable, gracias a años de corrupción, complicidad e impunidad; recluta principalmente jóvenes deslumbrados por los supuestos lujos inmediatos que brinda delinquir, cuando la realidad es que solo son recursos humanos desechables, captados por la falta de oportunidades y el olvido en que siempre los habían dejado.

La consecuencia es una severa desintegración social que apenas se está reconstruyendo y en la que los ciudadanos podríamos hacer mucho más para fortalecer el sentido de comunidad que sigue presente en muchas regiones del país, pero que en otras sufre de un deterioro notable porque se supeditaron las necesidades sociales a la falsa oferta del crimen organizado, que es todo aquel que involucre a más de una persona para cometer un acto ilegal.

Detener la inseguridad requiere de dotar a muchas comunidades de infraestructura pública, de becas escolares, apoyo a adultos mayores, capacitación laboral a jóvenes, créditos accesibles para abrir negocios y vías de comunicación hacia municipios y centros urbanos que permitan ampliar las posibilidades de desarrollo, sin abandonar el lugar de origen. Esa es la estrategia actual, que no es nueva, porque hemos sabido de este camino desde hace mucho tiempo y con base en diagnósticos, análisis, estudios y otros instrumentos que no se llevaron a la práctica, porque la urgencia era combatir al delincuente a como diera lugar, dejando de lado el entorno que le dio como opción afectar a otras personas.

Un criminal no nace, se hace por diversas circunstancias que deben tomarse en cuenta y erradicarse si queremos evitar la formación de nuevas generaciones de interesados en llevar a cabo conductas antisociales. Muy pocos delincuentes eligen el camino de la ilegalidad, la mayoría se ven forzados a intentarlo porque no hay otra vía de sustento o de contratación en sus comunidades.

Si, como sociedad, logramos condiciones diferentes de vida, el ofrecimiento del crimen -riqueza instantánea a cambio de morir- se vuelve poco atractivo, pero eso también demanda que rechacemos cualquier propuesta de enfrentamiento por medio de armas de fuego.

Además, cuenta la experiencia del delincuente y su motivación para arriesgar su integridad a cambio de ganancias, la cual los ciudadanos no compartimos y, por ello, no comprendemos a cabalidad. Lo más valioso que tiene una persona es la vida y esa esa se arriesga cada vez que entra en contacto con cualquier tipo de arma y considera emplearla para arreglar un problema cotidiano.

Poner sobre la mesa que la alternativa es enfrentar directamente a la delincuencia con armas es un error que se comete con demasiada frecuencia y solo parece ocultar intereses de una naturaleza distinta a la búsqueda de la pacificación del país.

Precisamente es el uso indiscriminado e ilegal de armas lo que mantiene la violencia entre ciudadanos, esa que no tiene que ver con la delincuencia y sí con los asesinatos en contra de cónyuges, parejas, compadres y amigos de fiesta, cada fin de semana. Sin dejar de contar los accidentes fatales, las lesiones y las tragedias que involucran a un menor de edad que juega con el arma que se tiene en casa para “protección” de todos sus habitantes.

Portar un arma es una responsabilidad que pocos entienden y menos son los que están capacitados para utilizarla. No es un juego, como lo hemos visto en muchos casos de agresiones que suceden por un cerrón entre automovilistas, un anuncio de divorcio o una riña por el marcador de un partido de futbol.

Argumentar que el Estado es el responsable de uso de la fuerza para garantizar la seguridad, para después proponer que la sociedad lo sustituya y haga justicia por propia mano es fomentar la misma violencia que se dice querer disminuir.

La clave es quitarle al crimen posibilidades de crecimiento y de reclutamiento por todas las vías legales y de desarrollo social posibles. Un arma no da seguridad, la quita, y colocar a un ciudadano frente a un delincuente, o peor, contra otro ciudadano, para agredirse es de lo que estamos cansados y por eso estamos impulsando un rumbo distinto, que lleva tiempo, pero está arrojando avances para que, entre la mayoría, construyamos la paz.

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