/ miércoles 7 de febrero de 2018

La culpa no es de la democracia

Pronto concluirán las precampañas de los tres precandidatos presidenciales, de las otras tantas coaliciones electorales que se han conformado. Pronto sabremos también cuantos candidatos independientes habrá compitiendo por la Presidencia de la República y quiénes serán éstos.

Es probable que antes de que esta última incógnita se despeje, es decir, la de los candidatos presidenciales independientes, la opinión pública será testigo de bochornosos reclamos, dimes y diretes, por la irregularidad que se ha denunciado en que algunos incurrieron de falsear firmas de apoyo para alcanzar el registro de sus candidaturas. De comprobarse que en efecto así fue, que es lo más probable, quedará demostrado una vez más que la política mexicana, saturada de falsificación y engaño, picardía y fraude, sencillamente no tiene remedio.

Por eso una alta proporción de los votantes ha perdido la confianza en los procesos electorales. Consideran que todo en la política es sucio y deleznable. Los partidos, la autoridad organizadora de los comicios, los tribunales electorales, federal y locales, los candidatos, el abultadísimo financiamiento público que éstos y sus partidos reciben, y en general todas las instituciones relacionadas con el juego democrático, carecen de credibilidad y deben ser rechazadas.

Lo más injusto de ese elemental razonamiento, que quizá parte de hechos verdaderos, pero llega a una conclusión fundamentalmente errónea, es que la democracia resulte satanizada y por ende rechazada.

Apenas parece creíble que la democracia, sin haber cobrado aún plena vigencia entre nosotros, sufra tan terribles consecuencias. Que genere no sólo desencanto sino abierto rechazo.

El gran tratadista del tema de la democracia, el politólogo italiano Giovanni Sartori, recientemente fallecido, en su célebre Teoría de la Democracia explica que después de haberse puesto en práctica el sistema democrático en forma directa en las ciudades-estado de la Grecia clásica, cayó durante siglos en memorable desprestigio, a grado tal que no sólo nadie osaba ostentarse abiertamente como demócrata, sino que ni siquiera pronunciaba su nombre, democracia, y menos aún impulsaba su implantación y práctica.

Era verdaderamente cuesta arriba ser y vestirse de demócrata. Y no se crea que de ello hace siglos. Todavía hasta las primeras décadas del siglo pasado esa era la triste realidad de la democracia. Hasta que de repente las cosas cambiaron y luego todo el mundo se sintió demócrata. Hasta las dictaduras más abiertas y terribles, de las que aún quedan residuos, incurrían en la osadía de llamarse “democracias populares”. Pleonasmo aparte, tales regímenes así llamados eran justamente la antítesis de la democracia. Pero en el juego retórico, y más cuando se carece de ética, todo se vale.

Para no pocos ciudadanos desilusionados de los partidos políticos, quizá con fuerte dosis de razón, la creación de la figura de los candidatos independientes fue como una alentadora señal de que a través de éstos las cosas podían empezar a cambiar para bien en la política. Con el espectáculo que muy seguramente darán en los próximos días, volverá a esos ilusos la desesperanza. La culpable, sin embargo, no será la democracia ni las instituciones que la sustentan. Sino la condición humana que falla en países donde el subdesarrollo es integral. Por eso la democracia o no llega realmente o está lejos de consolidarse.

Pronto concluirán las precampañas de los tres precandidatos presidenciales, de las otras tantas coaliciones electorales que se han conformado. Pronto sabremos también cuantos candidatos independientes habrá compitiendo por la Presidencia de la República y quiénes serán éstos.

Es probable que antes de que esta última incógnita se despeje, es decir, la de los candidatos presidenciales independientes, la opinión pública será testigo de bochornosos reclamos, dimes y diretes, por la irregularidad que se ha denunciado en que algunos incurrieron de falsear firmas de apoyo para alcanzar el registro de sus candidaturas. De comprobarse que en efecto así fue, que es lo más probable, quedará demostrado una vez más que la política mexicana, saturada de falsificación y engaño, picardía y fraude, sencillamente no tiene remedio.

Por eso una alta proporción de los votantes ha perdido la confianza en los procesos electorales. Consideran que todo en la política es sucio y deleznable. Los partidos, la autoridad organizadora de los comicios, los tribunales electorales, federal y locales, los candidatos, el abultadísimo financiamiento público que éstos y sus partidos reciben, y en general todas las instituciones relacionadas con el juego democrático, carecen de credibilidad y deben ser rechazadas.

Lo más injusto de ese elemental razonamiento, que quizá parte de hechos verdaderos, pero llega a una conclusión fundamentalmente errónea, es que la democracia resulte satanizada y por ende rechazada.

Apenas parece creíble que la democracia, sin haber cobrado aún plena vigencia entre nosotros, sufra tan terribles consecuencias. Que genere no sólo desencanto sino abierto rechazo.

El gran tratadista del tema de la democracia, el politólogo italiano Giovanni Sartori, recientemente fallecido, en su célebre Teoría de la Democracia explica que después de haberse puesto en práctica el sistema democrático en forma directa en las ciudades-estado de la Grecia clásica, cayó durante siglos en memorable desprestigio, a grado tal que no sólo nadie osaba ostentarse abiertamente como demócrata, sino que ni siquiera pronunciaba su nombre, democracia, y menos aún impulsaba su implantación y práctica.

Era verdaderamente cuesta arriba ser y vestirse de demócrata. Y no se crea que de ello hace siglos. Todavía hasta las primeras décadas del siglo pasado esa era la triste realidad de la democracia. Hasta que de repente las cosas cambiaron y luego todo el mundo se sintió demócrata. Hasta las dictaduras más abiertas y terribles, de las que aún quedan residuos, incurrían en la osadía de llamarse “democracias populares”. Pleonasmo aparte, tales regímenes así llamados eran justamente la antítesis de la democracia. Pero en el juego retórico, y más cuando se carece de ética, todo se vale.

Para no pocos ciudadanos desilusionados de los partidos políticos, quizá con fuerte dosis de razón, la creación de la figura de los candidatos independientes fue como una alentadora señal de que a través de éstos las cosas podían empezar a cambiar para bien en la política. Con el espectáculo que muy seguramente darán en los próximos días, volverá a esos ilusos la desesperanza. La culpable, sin embargo, no será la democracia ni las instituciones que la sustentan. Sino la condición humana que falla en países donde el subdesarrollo es integral. Por eso la democracia o no llega realmente o está lejos de consolidarse.