/ martes 17 de agosto de 2021

500 años de formación de un pueblo (I)

La conmemoración de la caída de Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521 obliga a reflexionar sobre sus múltiples significados. Uno de ellos es el hecho de que la nación mexicana surge de la fusión de razas y de pueblos distintos que van configurando una nueva entidad sociológica comunitaria. Empero, la fórmula evolutiva que pudiera llamarse “natural”, que va desde el pueblo hasta la nación y el Estado, en un sentido lineal como ocurrió en Europa, sufre un trastocamiento en las sociedades que son producto de la colonización.

En la cuna de los conceptos pueblo, nación y Estado, que es la cultura europea occidental, hay un proceso en el cual cada uno de ellos abarca más que el anterior. En ese sentido, el pueblo será el conjunto de personas que tienen una identificación común, que se sienten integrantes de una colectividad a la que pertenecen conscientemente y que adoptan incluso un nombre para sí mismos. Ese conjunto puede incluso ser nómada y, sin embargo, no perder su sentido de identidad porque comparte elementos comunes de cultura, lengua, religión, costumbres, etc. Así, los francos, los godos, los visigodos o los celtas, son pueblos que responden a la definición señalada. Estos pueblos al entrar en contacto entre sí y al aparecer formas de poder soberano que se imponen sobre un determinado territorio y aglutinan a diversos conjuntos populares, forman mediante un proceso integrador los espacios nacionales.

Generalmente, alguno de los pueblos al imponer su hegemonía, conduce hacia la formación de la nación. En Francia, los francos afirman una estabilidad política a través de la dinastía de los Capetos. Imponen su dominio sobre una extensión mayor del territorio y van formando una base económica que sostiene a la naciente monarquía nacional y la consolida como conductora, no únicamente del pueblo, sino también de toda una nación, hasta un punto histórico en el que cambia la conceptualización de pueblo a la de nación: el momento en que los franceses en 1181 se refieren a su monarca ya no como “rey de los francos”, sino como “rey de Francia”. Ese fue un paso cualitativo en el que la comunidad regida por el monarca se considera a sí misma no solo un pueblo, sino también una nación.

En España ocurre algo similar, los conflictos con la cultura árabe, el proceso de reconquista liderado por los reyes de Castilla y Aragón, Fernando e Isabel, conduce a la posición hegemónica de estos pueblos que asumen el liderazgo para la formación de una nación y dejan de ser aisladamente castellanos, aragoneses, catalanes, gallegos, andaluces o vascos, para convertirse en españoles, quienes constituyen una nación moderna con un espacio económico más amplio que adquiere mayor entidad dentro del conjunto de las formaciones nacionales, aunque debe reconocerse que permanecen tendencias a la separación por parte de alguno de ellos, particularmente en el caso de Cataluña.

La nación supone el desarrollo de una autoridad centralizada, capaz de imponerse hacia el interior y de sostener relaciones de igualdad hacia el exterior. Como vemos, hay un proceso evolutivo que va del pueblo, entidad más pequeña de identificación, hacia la nación en la que se integran distintos pueblos bajo un poder central que se organiza jurídicamente y adquiere la forma de Estado, se trata de un proceso endógeno de desarrollo, el cual va de menos a más.

En el caso mexicano, como todos los derivados de la imposición de un poder totalmente ajeno, se invierte el ciclo y primero es el Estado, luego la nación y, en un sentido pleno, al último vendría el pueblo, que todavía no ha acabado de definirse porque aun cuando existían pueblos indígenas que se reconocían como tales en el territorio ahora nacional, y operaba la hegemonía de uno de ellos en buena parte de lo que hoy es nuestro país, no se tenía todavía un concepto comunitario de pertenencia a una entidad mayor que fuera México. Cada pueblo, el dominante y los dominados, mantenían su propia identidad y se sentían diferentes e incluso rivales. El predominio azteca no había conducido a generar el concepto de nación, que quizá hubiera llegado a formarse con el tiempo.

La conquista trae a una capa dominante que viene de otras tierras, habla otra lengua, tiene otra religión, otras costumbres y es diferente étnicamente. Esta capa se ubica sobre la original de los pueblos indígenas y actúa como un elemento explotador, hostil y diezmador de tales pueblos por causas voluntarias e involuntarias; entre estas últimas, las enfermedades desconocidas por los aborígenes.

El dominio de este grupo que impone su lengua y sus costumbres desplazando a las originales, no permite, a mi juicio, hablar en los primeros tiempos de fusión entre culturas y menos de “un pueblo mexicano”. Evidentemente, varios pueblos indígenas con sus costumbres, ideas e idiomas, convivían con un sector dominante que provenía de otro pueblo y se sentía parte de otra nación: la española. (Continúa).

eduardoandrade1948@gmail.com

La conmemoración de la caída de Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521 obliga a reflexionar sobre sus múltiples significados. Uno de ellos es el hecho de que la nación mexicana surge de la fusión de razas y de pueblos distintos que van configurando una nueva entidad sociológica comunitaria. Empero, la fórmula evolutiva que pudiera llamarse “natural”, que va desde el pueblo hasta la nación y el Estado, en un sentido lineal como ocurrió en Europa, sufre un trastocamiento en las sociedades que son producto de la colonización.

En la cuna de los conceptos pueblo, nación y Estado, que es la cultura europea occidental, hay un proceso en el cual cada uno de ellos abarca más que el anterior. En ese sentido, el pueblo será el conjunto de personas que tienen una identificación común, que se sienten integrantes de una colectividad a la que pertenecen conscientemente y que adoptan incluso un nombre para sí mismos. Ese conjunto puede incluso ser nómada y, sin embargo, no perder su sentido de identidad porque comparte elementos comunes de cultura, lengua, religión, costumbres, etc. Así, los francos, los godos, los visigodos o los celtas, son pueblos que responden a la definición señalada. Estos pueblos al entrar en contacto entre sí y al aparecer formas de poder soberano que se imponen sobre un determinado territorio y aglutinan a diversos conjuntos populares, forman mediante un proceso integrador los espacios nacionales.

Generalmente, alguno de los pueblos al imponer su hegemonía, conduce hacia la formación de la nación. En Francia, los francos afirman una estabilidad política a través de la dinastía de los Capetos. Imponen su dominio sobre una extensión mayor del territorio y van formando una base económica que sostiene a la naciente monarquía nacional y la consolida como conductora, no únicamente del pueblo, sino también de toda una nación, hasta un punto histórico en el que cambia la conceptualización de pueblo a la de nación: el momento en que los franceses en 1181 se refieren a su monarca ya no como “rey de los francos”, sino como “rey de Francia”. Ese fue un paso cualitativo en el que la comunidad regida por el monarca se considera a sí misma no solo un pueblo, sino también una nación.

En España ocurre algo similar, los conflictos con la cultura árabe, el proceso de reconquista liderado por los reyes de Castilla y Aragón, Fernando e Isabel, conduce a la posición hegemónica de estos pueblos que asumen el liderazgo para la formación de una nación y dejan de ser aisladamente castellanos, aragoneses, catalanes, gallegos, andaluces o vascos, para convertirse en españoles, quienes constituyen una nación moderna con un espacio económico más amplio que adquiere mayor entidad dentro del conjunto de las formaciones nacionales, aunque debe reconocerse que permanecen tendencias a la separación por parte de alguno de ellos, particularmente en el caso de Cataluña.

La nación supone el desarrollo de una autoridad centralizada, capaz de imponerse hacia el interior y de sostener relaciones de igualdad hacia el exterior. Como vemos, hay un proceso evolutivo que va del pueblo, entidad más pequeña de identificación, hacia la nación en la que se integran distintos pueblos bajo un poder central que se organiza jurídicamente y adquiere la forma de Estado, se trata de un proceso endógeno de desarrollo, el cual va de menos a más.

En el caso mexicano, como todos los derivados de la imposición de un poder totalmente ajeno, se invierte el ciclo y primero es el Estado, luego la nación y, en un sentido pleno, al último vendría el pueblo, que todavía no ha acabado de definirse porque aun cuando existían pueblos indígenas que se reconocían como tales en el territorio ahora nacional, y operaba la hegemonía de uno de ellos en buena parte de lo que hoy es nuestro país, no se tenía todavía un concepto comunitario de pertenencia a una entidad mayor que fuera México. Cada pueblo, el dominante y los dominados, mantenían su propia identidad y se sentían diferentes e incluso rivales. El predominio azteca no había conducido a generar el concepto de nación, que quizá hubiera llegado a formarse con el tiempo.

La conquista trae a una capa dominante que viene de otras tierras, habla otra lengua, tiene otra religión, otras costumbres y es diferente étnicamente. Esta capa se ubica sobre la original de los pueblos indígenas y actúa como un elemento explotador, hostil y diezmador de tales pueblos por causas voluntarias e involuntarias; entre estas últimas, las enfermedades desconocidas por los aborígenes.

El dominio de este grupo que impone su lengua y sus costumbres desplazando a las originales, no permite, a mi juicio, hablar en los primeros tiempos de fusión entre culturas y menos de “un pueblo mexicano”. Evidentemente, varios pueblos indígenas con sus costumbres, ideas e idiomas, convivían con un sector dominante que provenía de otro pueblo y se sentía parte de otra nación: la española. (Continúa).

eduardoandrade1948@gmail.com