/ martes 21 de agosto de 2018

Bazar de la cultura | Tarzán en la Biblioteca de México

Por: Juan Amael Vizzuett Olvera

“Para mí, Tarzán representa el mejor de los hombres, sus aspiraciones son las más altas, en él no se ocultan intenciones despreciables (…) Es hijo del peligro, pero donde quiera que va lleva confort y paz. Es la energía, la gracia y la virtud”. Estas reflexiones de Burne Hogarth, el mejor ilustrador del rey de la selva, cobran actualidad gracias a la exposición que la Biblioteca de México le dedica al primer héroe defensor de la naturaleza.

Hogarth, explica Terence Moix en El cine, enciclopedia del séptimo arte (Buru Lan, San Sebastián, España, 1973, tomo 1, página 87), era un artista sumamente culto, profesor de anatomía en la Visual Arts School de Nueva York. A Hogarth se le debe uno de los mejores ensayos sobre el héroe creado por Edgar Rice Burroughs: ¿Cómo me he imaginado a Tarzán? (Revista Mexicana de Cultura, 18 de agosto de 1996, página 5, traducción de Guillermo Orozco).

“Tarzán es siempre el defensor de la justicia, ecuánime fuente de sabiduría, el imparcial custodio del derecho. Es la antítesis de la vanagloria, de la vanidad y de la arrogancia. Es modesto, reservado, desinteresado, pero no servil. Da sin esperar recibir (…) el héroe ideal, el campeón sublime, aquella parte emancipada de nosotros mismos, liberada de la oprimente prisión de la vida cotidiana”, escribió Hogarth.

El artista añade: “En su universo no existen individuos más grandes y otros más pequeños, pueblos superiores o inferiores; para él todos los hombres son iguales, pero no le basta creer en la igualdad, tiene fe solamente en las acciones virtuosas y generosas”.

Hogarth fue quien mejor entendió la grandeza de Tarzán y lo dibujó con la estatura de las leyendas. “Hizo de él un semidiós griego…”, dice Miguel Lardín en El cuchillo de Tarzán. Coincide con Terence Moix: “En la historieta de Hogarth, nada parece separar al héroe de aquella noción de titanismo propia del arte helénico”.

En las películas protagonizadas por Johnny Weismüller, el Hombre Mono empeñaba su fuerza y su valor para ayudar a un buen soberano, quien se negaba a que una expedición saqueara animales (Tarzán y la cazadora, de Kurt Neumann, 1947); asimismo, el rey de la selva guardaba bien el secreto de Palmería, una ciudad escondida, consciente de la amenazadora codicia occidental (Tarzán y las amazonas, de Kurt Neumann, 1945).

Tarzán (Weissmüller), Jane (Maureen O’Sullivan, Brenda Joyce) y Boy (Johnny Sheffield) le ofrecían además al auditorio secuencias consagradas a los ratos de solaz acuático en su paraíso; la concurrencia disfrutaba como propio aquel esparcimiento, hallazgo brillante y rarísimo en el género de la aventura.

En esta era de culto a los ostentosos antihéroes del hampa, Tarzán “el mensajero del alba”, “la apoteosis de lo natural y del bien”, como lo llamó Hogarth, es una esperanza simbólica.



Por: Juan Amael Vizzuett Olvera

“Para mí, Tarzán representa el mejor de los hombres, sus aspiraciones son las más altas, en él no se ocultan intenciones despreciables (…) Es hijo del peligro, pero donde quiera que va lleva confort y paz. Es la energía, la gracia y la virtud”. Estas reflexiones de Burne Hogarth, el mejor ilustrador del rey de la selva, cobran actualidad gracias a la exposición que la Biblioteca de México le dedica al primer héroe defensor de la naturaleza.

Hogarth, explica Terence Moix en El cine, enciclopedia del séptimo arte (Buru Lan, San Sebastián, España, 1973, tomo 1, página 87), era un artista sumamente culto, profesor de anatomía en la Visual Arts School de Nueva York. A Hogarth se le debe uno de los mejores ensayos sobre el héroe creado por Edgar Rice Burroughs: ¿Cómo me he imaginado a Tarzán? (Revista Mexicana de Cultura, 18 de agosto de 1996, página 5, traducción de Guillermo Orozco).

“Tarzán es siempre el defensor de la justicia, ecuánime fuente de sabiduría, el imparcial custodio del derecho. Es la antítesis de la vanagloria, de la vanidad y de la arrogancia. Es modesto, reservado, desinteresado, pero no servil. Da sin esperar recibir (…) el héroe ideal, el campeón sublime, aquella parte emancipada de nosotros mismos, liberada de la oprimente prisión de la vida cotidiana”, escribió Hogarth.

El artista añade: “En su universo no existen individuos más grandes y otros más pequeños, pueblos superiores o inferiores; para él todos los hombres son iguales, pero no le basta creer en la igualdad, tiene fe solamente en las acciones virtuosas y generosas”.

Hogarth fue quien mejor entendió la grandeza de Tarzán y lo dibujó con la estatura de las leyendas. “Hizo de él un semidiós griego…”, dice Miguel Lardín en El cuchillo de Tarzán. Coincide con Terence Moix: “En la historieta de Hogarth, nada parece separar al héroe de aquella noción de titanismo propia del arte helénico”.

En las películas protagonizadas por Johnny Weismüller, el Hombre Mono empeñaba su fuerza y su valor para ayudar a un buen soberano, quien se negaba a que una expedición saqueara animales (Tarzán y la cazadora, de Kurt Neumann, 1947); asimismo, el rey de la selva guardaba bien el secreto de Palmería, una ciudad escondida, consciente de la amenazadora codicia occidental (Tarzán y las amazonas, de Kurt Neumann, 1945).

Tarzán (Weissmüller), Jane (Maureen O’Sullivan, Brenda Joyce) y Boy (Johnny Sheffield) le ofrecían además al auditorio secuencias consagradas a los ratos de solaz acuático en su paraíso; la concurrencia disfrutaba como propio aquel esparcimiento, hallazgo brillante y rarísimo en el género de la aventura.

En esta era de culto a los ostentosos antihéroes del hampa, Tarzán “el mensajero del alba”, “la apoteosis de lo natural y del bien”, como lo llamó Hogarth, es una esperanza simbólica.