/ viernes 2 de diciembre de 2022

China, Irán y la teoría de sistemas 

Desde hace semanas, China e Irán han registrado manifestaciones poco habituales en su historia reciente. En el primer caso, a casi tres años de implementada, una estricta política anti-Covid del gobierno chino ha dejado a la ciudadanía harta. En Irán, la muerte de Mahsa Amini detonó una serie de movilizaciones, tras convertirse en un símbolo de la rigidez del código religioso y, particularmente, de la represión contra las mujeres en aquel país. Aunque las protestas son distintas en su naturaleza, ambas reflejan las severas deficiencias de regímenes autoritarios.

En este sentido, la teoría de sistemas –de la que Niklas Luhmann fue uno de los exponentes más sofisticados– resulta particularmente útil para explicar por qué fallan los regímenes antidemocráticos, a la larga o a la corta. Conviene, primero, señalar que el concepto de “sistema político” puede resultar más completo que el de “Estado-nación”, pues el primero sugiere una realidad mucho más amplia. Reconoce, por ejemplo, que hay fuerzas nacionales e internacionales que interactúan, influyen y perturban un orden político. Segundo, la teoría de sistemas no tiene empacho en reconocer que su particular interés reside en los mecanismos que posibilitan la persistencia de un sistema político –de ahí que sea un compendio teórico esencial para buscar la estabilidad, la permanencia y la integridad de un Estado. Por lo tanto, la teoría sistémica se desmarca de la teoría marxista en tanto la primera explica el equilibrio –reforma– mientras que la segunda explica el desequilibrio –revolución– de un sistema político.

Dicho esto, para la teoría de sistemas todo régimen político requiere de gobernabilidad. Esta gobernabilidad se alcanza a través del flujo constante de demandas (inputs) que otros sistemas –económico y social– realizan al gobierno, quien a su vez, mediante un proceso de conversión, expide productos (outputs) en la forma de regulación de la conducta –leyes o normas–, extracciones –cobro de impuestos, incremento de tasas, etc.–, prestación o distribución de bienes y servicios, y símbolos –afirmación de autoridad, valores etc.

La retroalimentación de los sistemas económico y social resulta crucial para que un sistema político pueda regular la tensión en el ambiente, ya sea modificando o reencausando su propio accionar. Idealmente, el ciclo inputs-proceso de conversión-outputs-retroalimentación se tendría que repetir constantemente. No obstante, su dinamismo está en función de la “cultura política” de los actores sociales y económicos –por ejemplo, los instrumentos y medios que utilizan: medios de comunicación, lawfare, manifestaciones, lucha armada, subversión, etc.–, como del régimen político –por ejemplo, las prioridades de un gobierno o las resistencias institucionales.

El problema con los sistemas políticos cerrados como el chino o el iraní es que tienden a cortar de manera tajante y represiva el flujo natural entre inputs y outputs –frecuentemente con afirmaciones de autoridad; que son necesarias pero no suficientes, incluso en ocasiones contraproducentes. De ahí que sea cuestión de tiempo para que los regímenes autoritarios resulten insostenibles y que, por ello, la democracia liberal sea una propuesta política superior en el largo plazo. Ahora, las democracias no están exentas de retos y dilemas. Hoy más que nunca les resulta esencial conciliar dos factores que parecen antagónicos: por una parte, la distribución de poder óptima que facilite una gobernabilidad democrática efectiva. Por el otro lado, garantizar la fortaleza del Estado a través de sus instituciones.

Discanto: México será más grande no porque pase al quinto partido en el mundial de futbol, sino porque su sociedad polarizada reconozca dos elementos en apariencia contradictorios: que las instituciones son perfectibles y, al mismo tiempo, garantes de futuro. El INE sí se toca, pero sin debilitarlo.

Desde hace semanas, China e Irán han registrado manifestaciones poco habituales en su historia reciente. En el primer caso, a casi tres años de implementada, una estricta política anti-Covid del gobierno chino ha dejado a la ciudadanía harta. En Irán, la muerte de Mahsa Amini detonó una serie de movilizaciones, tras convertirse en un símbolo de la rigidez del código religioso y, particularmente, de la represión contra las mujeres en aquel país. Aunque las protestas son distintas en su naturaleza, ambas reflejan las severas deficiencias de regímenes autoritarios.

En este sentido, la teoría de sistemas –de la que Niklas Luhmann fue uno de los exponentes más sofisticados– resulta particularmente útil para explicar por qué fallan los regímenes antidemocráticos, a la larga o a la corta. Conviene, primero, señalar que el concepto de “sistema político” puede resultar más completo que el de “Estado-nación”, pues el primero sugiere una realidad mucho más amplia. Reconoce, por ejemplo, que hay fuerzas nacionales e internacionales que interactúan, influyen y perturban un orden político. Segundo, la teoría de sistemas no tiene empacho en reconocer que su particular interés reside en los mecanismos que posibilitan la persistencia de un sistema político –de ahí que sea un compendio teórico esencial para buscar la estabilidad, la permanencia y la integridad de un Estado. Por lo tanto, la teoría sistémica se desmarca de la teoría marxista en tanto la primera explica el equilibrio –reforma– mientras que la segunda explica el desequilibrio –revolución– de un sistema político.

Dicho esto, para la teoría de sistemas todo régimen político requiere de gobernabilidad. Esta gobernabilidad se alcanza a través del flujo constante de demandas (inputs) que otros sistemas –económico y social– realizan al gobierno, quien a su vez, mediante un proceso de conversión, expide productos (outputs) en la forma de regulación de la conducta –leyes o normas–, extracciones –cobro de impuestos, incremento de tasas, etc.–, prestación o distribución de bienes y servicios, y símbolos –afirmación de autoridad, valores etc.

La retroalimentación de los sistemas económico y social resulta crucial para que un sistema político pueda regular la tensión en el ambiente, ya sea modificando o reencausando su propio accionar. Idealmente, el ciclo inputs-proceso de conversión-outputs-retroalimentación se tendría que repetir constantemente. No obstante, su dinamismo está en función de la “cultura política” de los actores sociales y económicos –por ejemplo, los instrumentos y medios que utilizan: medios de comunicación, lawfare, manifestaciones, lucha armada, subversión, etc.–, como del régimen político –por ejemplo, las prioridades de un gobierno o las resistencias institucionales.

El problema con los sistemas políticos cerrados como el chino o el iraní es que tienden a cortar de manera tajante y represiva el flujo natural entre inputs y outputs –frecuentemente con afirmaciones de autoridad; que son necesarias pero no suficientes, incluso en ocasiones contraproducentes. De ahí que sea cuestión de tiempo para que los regímenes autoritarios resulten insostenibles y que, por ello, la democracia liberal sea una propuesta política superior en el largo plazo. Ahora, las democracias no están exentas de retos y dilemas. Hoy más que nunca les resulta esencial conciliar dos factores que parecen antagónicos: por una parte, la distribución de poder óptima que facilite una gobernabilidad democrática efectiva. Por el otro lado, garantizar la fortaleza del Estado a través de sus instituciones.

Discanto: México será más grande no porque pase al quinto partido en el mundial de futbol, sino porque su sociedad polarizada reconozca dos elementos en apariencia contradictorios: que las instituciones son perfectibles y, al mismo tiempo, garantes de futuro. El INE sí se toca, pero sin debilitarlo.