/ domingo 28 de junio de 2020

Coronavirus y deporte | El Maratón es el sueño de los que corren

Correr es ir más rápido, es lo primero que se me viene a la mente. Apurar la marcha. Demostrarle a nuestro cuerpo que, pese a todos los límites que la naturaleza nos marca, podemos aumentar la velocidad, romper acaso por minutos, a veces horas, el monótono ritmo de una caminata que nos permita acelerar nuestro mundo. Conozco a muchas personas que corren. Correr en el sentido físico, me refiero, no de esas que corren para hacer rendir el día, porque de esas hay muchas, abundan, abundamos debería decir. Mi mamá corre, por ejemplo, porque le gusta pensar mientras siente el aire fresco en su cara. Sale muy temprano, cuando aún no amanece, con las calles húmedas,en esa hora de frío perpetuo, sin importar si es invierno o verano, y la acompaña mi perro, y los dos corren varios kilómetros, hasta que mi perro se cansa y mi mamá lo deja en la casa y ella sigue su camino. Dice que corre porque sólo así siente que hace ejercicio, que cuando sólo camina, como si fuera un despropósito, tiende a pensar que su cuerpo no se activa, y por lo tanto no quema calorías. Luego, durante el día vuelve a correr, pero ahora sí para hacer rendir el tiempo, porque a veces no hay otra forma de vivir.

Además de mi mamá, conozco otras personas que corren. Amigos que corren. Y en todos siempre encuentro un elemento común que los hace querer siempre más, como si a medida de que el cuerpo se acostumbra a recorrer cierto número de kilómetros, el demonio de los límites se apoderara de ellos, y cada que le aumentan mil metros a la marca descubrieran una nueva forma de vida. La ambición de los corredores suele avanzar de cinco en cinco, con ese poder que tiene el cinco para significar algo. Primero son cinco kilómetros, luego 10 y luego 15. En esa frontera la cosa cambia, porque los 20 kilómetros parecen muy poco y porque qué tanto es tantito, que la ilusión sube a los 21 kilómetros, los de un medio maratón. Y ya encarrerados, en una marcha frenética, un maratón completo, con sus 42 kilómetros.

Los retos de las personas en la vida son variados. Cada quien sueña algo distinto. El pico de la montaña más alta es el anhelo de quien escala. Para los corredores, sin embargo, la meta es correr un maratón, entre otras cosas porque el maratón que corren los mortales, no los profesionales, quiero decir, es una carrera contra uno mismo. No existe otro tiempo más que el propio. No hay edades, más que la que impone la mente. En las mañanas de carrera, las grandes avenidas de las grandes ciudades son pintorescas, y la gran masa que emerge de la línea salida se va dispersando a medida que avanzan los minutos. Y la anhelada meta es apenas el principio de una próxima aventura. Así son los corredores.

La pandemia, que a su paso arrasó con todo, hasta con los maratones, frenó de golpe los sueños de los que corren. Berlín, Nueva York y Boston, con sus paisajes salidos de algún cuento, tendrán que esperar al próximo año para que sus calles vuelvan a convertirse en pista, la pista que no conoce los límites.

Correr es ir más rápido, es lo primero que se me viene a la mente. Apurar la marcha. Demostrarle a nuestro cuerpo que, pese a todos los límites que la naturaleza nos marca, podemos aumentar la velocidad, romper acaso por minutos, a veces horas, el monótono ritmo de una caminata que nos permita acelerar nuestro mundo. Conozco a muchas personas que corren. Correr en el sentido físico, me refiero, no de esas que corren para hacer rendir el día, porque de esas hay muchas, abundan, abundamos debería decir. Mi mamá corre, por ejemplo, porque le gusta pensar mientras siente el aire fresco en su cara. Sale muy temprano, cuando aún no amanece, con las calles húmedas,en esa hora de frío perpetuo, sin importar si es invierno o verano, y la acompaña mi perro, y los dos corren varios kilómetros, hasta que mi perro se cansa y mi mamá lo deja en la casa y ella sigue su camino. Dice que corre porque sólo así siente que hace ejercicio, que cuando sólo camina, como si fuera un despropósito, tiende a pensar que su cuerpo no se activa, y por lo tanto no quema calorías. Luego, durante el día vuelve a correr, pero ahora sí para hacer rendir el tiempo, porque a veces no hay otra forma de vivir.

Además de mi mamá, conozco otras personas que corren. Amigos que corren. Y en todos siempre encuentro un elemento común que los hace querer siempre más, como si a medida de que el cuerpo se acostumbra a recorrer cierto número de kilómetros, el demonio de los límites se apoderara de ellos, y cada que le aumentan mil metros a la marca descubrieran una nueva forma de vida. La ambición de los corredores suele avanzar de cinco en cinco, con ese poder que tiene el cinco para significar algo. Primero son cinco kilómetros, luego 10 y luego 15. En esa frontera la cosa cambia, porque los 20 kilómetros parecen muy poco y porque qué tanto es tantito, que la ilusión sube a los 21 kilómetros, los de un medio maratón. Y ya encarrerados, en una marcha frenética, un maratón completo, con sus 42 kilómetros.

Los retos de las personas en la vida son variados. Cada quien sueña algo distinto. El pico de la montaña más alta es el anhelo de quien escala. Para los corredores, sin embargo, la meta es correr un maratón, entre otras cosas porque el maratón que corren los mortales, no los profesionales, quiero decir, es una carrera contra uno mismo. No existe otro tiempo más que el propio. No hay edades, más que la que impone la mente. En las mañanas de carrera, las grandes avenidas de las grandes ciudades son pintorescas, y la gran masa que emerge de la línea salida se va dispersando a medida que avanzan los minutos. Y la anhelada meta es apenas el principio de una próxima aventura. Así son los corredores.

La pandemia, que a su paso arrasó con todo, hasta con los maratones, frenó de golpe los sueños de los que corren. Berlín, Nueva York y Boston, con sus paisajes salidos de algún cuento, tendrán que esperar al próximo año para que sus calles vuelvan a convertirse en pista, la pista que no conoce los límites.