/ viernes 24 de mayo de 2024

¿De verdad queremos ir a una democracia iliberal?

Es oportuno ver el fondo de los últimos proyectos de reforma que la fracción legislativa mayoritaria en el Congreso aceleró, porque muestran con nitidez el rumbo al que se quiere llevar al régimen político mexicano desde el gobierno en turno y la organización partidista que lo respalda. Hacia lo que en ciencia política se ha llamado “democracia iliberal”. Ponen en blanco y negro la disyuntiva ante la que estamos en las elecciones del 2 de junio.

Por un lado, centralización de poder, acotando la división de poderes, con énfasis contra el Poder Judicial. Facultades discrecionales al Ejecutivo, erosionando controles democráticos y de rendición de cuentas, al igual que derechos ciudadanos fundamentales. A eso apuntan las contrarreformas al amparo y la Ley de Amnistía.

Por otro, uso de la legislación con propósitos de proselitismo y clientelismo electoral, con una fracción partidista de mayoría que acepta el rol de correa de transmisión, y lo mismo con todos los instrumentos del Estado y las políticas públicas. Imposible no ver, a menos que se prefiera taparse los ojos, ese sesgo en la creación del Fondo de Pensiones para el Bienestar. Más aún por el momento, a semanas de las elecciones federales.

La toma por el Gobierno de recursos de particulares para fondear una engañosa promesa a los trabajadores. Simplificación de los problemas y las soluciones. Como si los primeros fuesen solo un conflicto maniqueo y las segundas, realizables por simple voluntarismo, aunque no haya recursos y, muchas veces, ni siquiera intención de realizarlas, mucho menos de resolver las cuestiones de fondo. Para acabar en la justificación de que, para lograr promesas u ocurrencias, se requiere aún más acumulación de poder y menos controles democráticos, como si éstos fuesen trabas y lo procedente, liberar a los poderosos de “estorbos”.

Estas tres acciones legislativas llevan el sello de la casa de este tipo de “democracias” que mezclan concentración de poder, populismo y demagogia, una receta que no puede sino socavar a la verdadera democracia, al Estado de derecho, y tarde o temprano, a las finanzas públicas.

Esa es la cuestión esencial en la cita a las urnas: la ruta de la Estado democrático de derecho o la de una democracia en gran medida desfondada y simulada. Más que oportuna la famosa frase de Winston Churchill: “Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas aquellas otras formas que se han probado”.

Más que quitarle facultades a jueces y magistrados, los cambios en los artículos 129 y 148 de la Ley de Amparo acotan o hacen nugatorios los derechos ciudadanos para protegerse y defenderse ante abusos u omisiones de autoridad.

Pueden impedir o dificultar al máximo que jueces suspendan de manera provisional normas, decisiones u obras públicas injustas o que causan un daño. Con el instrumento legal de la suspensión, el Poder Judicial puede, por ejemplo, poner en pausa la clausura de una actividad o el avance de una construcción hasta en tanto se resuelva el fondo del amparo, precisamente para evitar afectaciones potencialmente irreparables.

Se elimina un párrafo del Artículo 129: “El órgano jurisdiccional de amparo excepcionalmente podrá conceder la suspensión, aun cuando se trate de los casos previstos en este artículo, si a su juicio con la negativa de la medida suspensional pueda causarse mayor afectación al interés social”.

Claramente, más poder a autoridades e indefensión de los ciudadanos contra arbitrariedades. En el lenguaje de abogados, la suspensión es una medida cautelar de urgencia. Como las que se han llegado a otorgar contra obras del Tren Maya, solicitadas por ambientalistas contra daños a bosques y acuíferos.

Por otra parte, al Artículo 148 se agrega: “Tratándose de juicios de amparo que resuelvan la inconstitucionalidad de normas generales, en ningún caso las suspensiones que dicten fijarán efectos generales”.

Básicamente, las suspensiones a actos de autoridad que los jueces concedan sólo aplicarían a quien demandó directamente la protección. Hoy pueden extenderse a otros afectados o a todos los que pueden serlo, con la lógica de que una ley inconstitucional o una obra con efectos colaterales en perjuicio de ciudadanos pueden incluso vulnerar los derechos de todos.

Como señalan juristas, con la contrarreforma sobre todo se limita la eficacia del juicio de amparo cuando el derecho a proteger es difuso o para intereses colectivos, como salud, educación o medio ambiente.

En cuanto a la modificación de la Ley de Amnistía, se dota al Ejecutivo Federal de una facultad exclusiva y extraordinaria de indultar de manera directa en casos que considere relevantes para el Estado Mexicano. Por encima del Congreso, fiscalías o el Poder Judicial. Para cualquier delito y en cualquier momento del proceso, antes o después de la sentencia.

La clave es que la decisión podrá tomarla por sí solo el titular del Ejecutivo. Sin una Comisión que analice los casos propuestos, ni necesidad de remitir a las autoridades jurisdiccionales para su aval. Es decir, completa discrecionalidad para que una persona decida si un asunto es “relevante para el Estado Mexicano”, o si el “perdonado” da información con “elementos comprobables” o que serán útiles para conocer una verdad.

Nuevamente, imposible no advertir, a menos que se prefiera voltear de lado, adónde apuntan este tipo contrarreformas.

Un principio básico de legalidad es que los funcionarios públicos deberían tener permitido sólo aquello que les faculta o concede expresamente la ley. Los ciudadanos, en teoría, todo lo que no se prohíba. Con estas acciones legislativas, la lógica se invierte: máximo margen de arbitrariedad a los gobernantes; más indefensión de los gobernados.

¿Eso es lo que queremos para México?

Es oportuno ver el fondo de los últimos proyectos de reforma que la fracción legislativa mayoritaria en el Congreso aceleró, porque muestran con nitidez el rumbo al que se quiere llevar al régimen político mexicano desde el gobierno en turno y la organización partidista que lo respalda. Hacia lo que en ciencia política se ha llamado “democracia iliberal”. Ponen en blanco y negro la disyuntiva ante la que estamos en las elecciones del 2 de junio.

Por un lado, centralización de poder, acotando la división de poderes, con énfasis contra el Poder Judicial. Facultades discrecionales al Ejecutivo, erosionando controles democráticos y de rendición de cuentas, al igual que derechos ciudadanos fundamentales. A eso apuntan las contrarreformas al amparo y la Ley de Amnistía.

Por otro, uso de la legislación con propósitos de proselitismo y clientelismo electoral, con una fracción partidista de mayoría que acepta el rol de correa de transmisión, y lo mismo con todos los instrumentos del Estado y las políticas públicas. Imposible no ver, a menos que se prefiera taparse los ojos, ese sesgo en la creación del Fondo de Pensiones para el Bienestar. Más aún por el momento, a semanas de las elecciones federales.

La toma por el Gobierno de recursos de particulares para fondear una engañosa promesa a los trabajadores. Simplificación de los problemas y las soluciones. Como si los primeros fuesen solo un conflicto maniqueo y las segundas, realizables por simple voluntarismo, aunque no haya recursos y, muchas veces, ni siquiera intención de realizarlas, mucho menos de resolver las cuestiones de fondo. Para acabar en la justificación de que, para lograr promesas u ocurrencias, se requiere aún más acumulación de poder y menos controles democráticos, como si éstos fuesen trabas y lo procedente, liberar a los poderosos de “estorbos”.

Estas tres acciones legislativas llevan el sello de la casa de este tipo de “democracias” que mezclan concentración de poder, populismo y demagogia, una receta que no puede sino socavar a la verdadera democracia, al Estado de derecho, y tarde o temprano, a las finanzas públicas.

Esa es la cuestión esencial en la cita a las urnas: la ruta de la Estado democrático de derecho o la de una democracia en gran medida desfondada y simulada. Más que oportuna la famosa frase de Winston Churchill: “Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas aquellas otras formas que se han probado”.

Más que quitarle facultades a jueces y magistrados, los cambios en los artículos 129 y 148 de la Ley de Amparo acotan o hacen nugatorios los derechos ciudadanos para protegerse y defenderse ante abusos u omisiones de autoridad.

Pueden impedir o dificultar al máximo que jueces suspendan de manera provisional normas, decisiones u obras públicas injustas o que causan un daño. Con el instrumento legal de la suspensión, el Poder Judicial puede, por ejemplo, poner en pausa la clausura de una actividad o el avance de una construcción hasta en tanto se resuelva el fondo del amparo, precisamente para evitar afectaciones potencialmente irreparables.

Se elimina un párrafo del Artículo 129: “El órgano jurisdiccional de amparo excepcionalmente podrá conceder la suspensión, aun cuando se trate de los casos previstos en este artículo, si a su juicio con la negativa de la medida suspensional pueda causarse mayor afectación al interés social”.

Claramente, más poder a autoridades e indefensión de los ciudadanos contra arbitrariedades. En el lenguaje de abogados, la suspensión es una medida cautelar de urgencia. Como las que se han llegado a otorgar contra obras del Tren Maya, solicitadas por ambientalistas contra daños a bosques y acuíferos.

Por otra parte, al Artículo 148 se agrega: “Tratándose de juicios de amparo que resuelvan la inconstitucionalidad de normas generales, en ningún caso las suspensiones que dicten fijarán efectos generales”.

Básicamente, las suspensiones a actos de autoridad que los jueces concedan sólo aplicarían a quien demandó directamente la protección. Hoy pueden extenderse a otros afectados o a todos los que pueden serlo, con la lógica de que una ley inconstitucional o una obra con efectos colaterales en perjuicio de ciudadanos pueden incluso vulnerar los derechos de todos.

Como señalan juristas, con la contrarreforma sobre todo se limita la eficacia del juicio de amparo cuando el derecho a proteger es difuso o para intereses colectivos, como salud, educación o medio ambiente.

En cuanto a la modificación de la Ley de Amnistía, se dota al Ejecutivo Federal de una facultad exclusiva y extraordinaria de indultar de manera directa en casos que considere relevantes para el Estado Mexicano. Por encima del Congreso, fiscalías o el Poder Judicial. Para cualquier delito y en cualquier momento del proceso, antes o después de la sentencia.

La clave es que la decisión podrá tomarla por sí solo el titular del Ejecutivo. Sin una Comisión que analice los casos propuestos, ni necesidad de remitir a las autoridades jurisdiccionales para su aval. Es decir, completa discrecionalidad para que una persona decida si un asunto es “relevante para el Estado Mexicano”, o si el “perdonado” da información con “elementos comprobables” o que serán útiles para conocer una verdad.

Nuevamente, imposible no advertir, a menos que se prefiera voltear de lado, adónde apuntan este tipo contrarreformas.

Un principio básico de legalidad es que los funcionarios públicos deberían tener permitido sólo aquello que les faculta o concede expresamente la ley. Los ciudadanos, en teoría, todo lo que no se prohíba. Con estas acciones legislativas, la lógica se invierte: máximo margen de arbitrariedad a los gobernantes; más indefensión de los gobernados.

¿Eso es lo que queremos para México?