/ viernes 1 de julio de 2022

La verdad nos hará libres

“A la sinceridad con la realidad, se le llama verdad”, dijo durante una entrevista el Padre Héctor Fernando Martínez Espinoza, Vicario General de la Diócesis de la Tarahumara.

Apreciable lector, disculpe que interrumpa la secuencia de hace quince días. Pero son pocas las veces que se ha sentido tal nivel de indignación y repudio, como tras el asesinato de dos sacerdotes jesuitas que llevaban años trabajando en la Sierra Tarahumara. Digo pocas para los casi 16 años de la mal llamada “guerra contra el narco”. ¿Por qué nos consterna un hecho de esta naturaleza cuando aproximadamente 100 personas son asesinadas en México diariamente? ¿Por qué los cuerpos desaparecidos de dos jesuitas nos llegó a enervar tanto cuando hay más de 100 mil personas desaparecidas en el país? Algunos colegas consideran que es por tratarse de la Compañía de Jesús, y su larga trayectoria de trabajar en los márgenes de lo humano y, desde ahí, buscar un entorno más justo y pacífico.

Aunado a esto, eventos como Cerocahui desmontan –al menos por un momento– las narrativas que nos hemos dicho como país; las mismas que nos han permitido perder el sentido de urgencia o evadirnos de la realidad. En diciembre del año pasado, en este espacio, las llamé las mismas demasiadas certezas: “se matan entre ellos”, “son bajas colaterales”, “si lo mataron es porque en algo andaba, y la debía”. Hoy, a estos relatos hay que llamarlos mentiras.

El asesinato de estos dos sacerdotes nos confronta con estas mentiras, en este país de culpables. En efecto, eran personas dedicadas a los pobres entre los pobres, a los “sin voz”. Eran personas que llevaron hasta las últimas consecuencias su fe. ¿Por qué los mataron? Una cobardía. Una injusticia.

Este tipo de eventos debe generar un corto circuito en cualquier sociedad. Sobre todo en una que ha normalizado la violencia a fuerza de decirse los mismos relatos, una y otra vez por casi 16 años. ¿A cuántas personas se les habrá arrancado la vida de esta forma? ¿Cuántas personas también habrán sido asesinadas por una persona que encarna lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal? Dadas las condiciones, cuando el sistema está al revés, las personas más mediocres –en este caso, un bandido de poca relevancia a nivel de estructura criminal– pueden ser responsables de los peores actos de barbarie; todo por su incapacidad de discernir. Por otra parte, son verdugos que empiezan a matar desde los 15 años, y para quienes la muerte seguramente les vendrá como un alivio –en estos momentos de oportunismo político y clamor por venganza, conviene leer este libro repleto de matices.

La tragedia en Cerocahui no puede tratarse solamente de dos curas asesinados; ellos son un símbolo de lo que miles de personas han padecido –aun así, los símbolos cimbran. Si algo puede brotar del martirio de Javier Campos Morales, S.J. y Joaquín Mora Salazar, S.J., es que revisemos lo que nos decimos como sociedad sobre la violencia homicida. Que retomemos el sentido de urgencia para que el país por el que ellos trabajaron sea posible. Y que nos percatemos que el amor al prójimo que manifestaron estos dos jesuitas es lo único que puede llegar a ser verdaderamente radical.

“Veo una ciudad hermosa y un pueblo brillante surgiendo de este abismo. Veo las vidas por las que doy la mía, pacíficas, útiles, prósperas y felices. Veo que tengo un santuario en sus corazones, y en el corazón de sus descendientes, por generaciones a partir de ahora. Lo que hago es mucho, mucho mejor que lo que haya hecho. Es un descanso mucho, mucho mejor al que voy, que el haya conocido jamás.” – Charles Dickens

Pd. La semana pasada falleció el General Clemente Ricardo Vega García. Dentro de sus obras al frente de la Secretaría de la Defensa Nacional, permanecerá la de haber sido un gran promotor del Pentatlón Moderno en México. Su apoyo significó la mejor época de este deporte olímpico. Descanse en paz.

“A la sinceridad con la realidad, se le llama verdad”, dijo durante una entrevista el Padre Héctor Fernando Martínez Espinoza, Vicario General de la Diócesis de la Tarahumara.

Apreciable lector, disculpe que interrumpa la secuencia de hace quince días. Pero son pocas las veces que se ha sentido tal nivel de indignación y repudio, como tras el asesinato de dos sacerdotes jesuitas que llevaban años trabajando en la Sierra Tarahumara. Digo pocas para los casi 16 años de la mal llamada “guerra contra el narco”. ¿Por qué nos consterna un hecho de esta naturaleza cuando aproximadamente 100 personas son asesinadas en México diariamente? ¿Por qué los cuerpos desaparecidos de dos jesuitas nos llegó a enervar tanto cuando hay más de 100 mil personas desaparecidas en el país? Algunos colegas consideran que es por tratarse de la Compañía de Jesús, y su larga trayectoria de trabajar en los márgenes de lo humano y, desde ahí, buscar un entorno más justo y pacífico.

Aunado a esto, eventos como Cerocahui desmontan –al menos por un momento– las narrativas que nos hemos dicho como país; las mismas que nos han permitido perder el sentido de urgencia o evadirnos de la realidad. En diciembre del año pasado, en este espacio, las llamé las mismas demasiadas certezas: “se matan entre ellos”, “son bajas colaterales”, “si lo mataron es porque en algo andaba, y la debía”. Hoy, a estos relatos hay que llamarlos mentiras.

El asesinato de estos dos sacerdotes nos confronta con estas mentiras, en este país de culpables. En efecto, eran personas dedicadas a los pobres entre los pobres, a los “sin voz”. Eran personas que llevaron hasta las últimas consecuencias su fe. ¿Por qué los mataron? Una cobardía. Una injusticia.

Este tipo de eventos debe generar un corto circuito en cualquier sociedad. Sobre todo en una que ha normalizado la violencia a fuerza de decirse los mismos relatos, una y otra vez por casi 16 años. ¿A cuántas personas se les habrá arrancado la vida de esta forma? ¿Cuántas personas también habrán sido asesinadas por una persona que encarna lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal? Dadas las condiciones, cuando el sistema está al revés, las personas más mediocres –en este caso, un bandido de poca relevancia a nivel de estructura criminal– pueden ser responsables de los peores actos de barbarie; todo por su incapacidad de discernir. Por otra parte, son verdugos que empiezan a matar desde los 15 años, y para quienes la muerte seguramente les vendrá como un alivio –en estos momentos de oportunismo político y clamor por venganza, conviene leer este libro repleto de matices.

La tragedia en Cerocahui no puede tratarse solamente de dos curas asesinados; ellos son un símbolo de lo que miles de personas han padecido –aun así, los símbolos cimbran. Si algo puede brotar del martirio de Javier Campos Morales, S.J. y Joaquín Mora Salazar, S.J., es que revisemos lo que nos decimos como sociedad sobre la violencia homicida. Que retomemos el sentido de urgencia para que el país por el que ellos trabajaron sea posible. Y que nos percatemos que el amor al prójimo que manifestaron estos dos jesuitas es lo único que puede llegar a ser verdaderamente radical.

“Veo una ciudad hermosa y un pueblo brillante surgiendo de este abismo. Veo las vidas por las que doy la mía, pacíficas, útiles, prósperas y felices. Veo que tengo un santuario en sus corazones, y en el corazón de sus descendientes, por generaciones a partir de ahora. Lo que hago es mucho, mucho mejor que lo que haya hecho. Es un descanso mucho, mucho mejor al que voy, que el haya conocido jamás.” – Charles Dickens

Pd. La semana pasada falleció el General Clemente Ricardo Vega García. Dentro de sus obras al frente de la Secretaría de la Defensa Nacional, permanecerá la de haber sido un gran promotor del Pentatlón Moderno en México. Su apoyo significó la mejor época de este deporte olímpico. Descanse en paz.