/ martes 14 de mayo de 2019

Nuevo acuerdo educativo

La aprobación por parte del denominado Poder Reformador de la Constitución, constituido por la mayoría calificada de ambas cámaras del Congreso de la Unión y por lo menos 17 legislaturas de las entidades federativas, no tiene solamente como propósito la cancelación de la reforma educativa de 2013, para suprimir el condicionamiento de la permanencia de los maestros en el sistema educativo a los exámenes periódicos de evaluación del desempeño.

Ciertamente, estos no significaron una mejora de la educación y produjeron el efecto perverso de convertir al docente en un sujeto preocupado por aprobar unas pruebas, construidas uniforme y mecánicamente por evaluadores orientados más por la tecnocracia educativa que por el real conocimiento de las condiciones que cada maestra y maestro enfrentan en las aulas en las distintas regiones del país. En ese ambiente, los docentes, con la espada de Damocles permanentemente sobre sus cabezas, estaban mas enfocados en acreditar sus exámenes que en hacer que sus alumnos aprendieran lo necesario para aprobar los suyos.

Tampoco se trata solo de desmontar un aparato evaluativo de enorme costo y basado en considerar que las dependencias de un Poder Ejecutivo electo democráticamente, se dedicarán a actuar de manera irresponsable, sin verificar los resultados de su actividad o bien ocultándolos o desvirtuándolos. Ese criterio que parte de la desconfianza, obligaría a establecer una cadena infinita de instancias dedicadas a calificar las evaluaciones realizadas por el evaluado anterior. Por supuesto que la medición de los resultados de las funciones públicas, al igual que ocurre en las actividades privadas, es indispensable para el correcto funcionamiento de las mismas, pero tal verificación puede ser hecha perfectamente por la propia dependencia, además de que la Secretaría encargada de la Función Publica, está diseñada para examinar el cumplimiento de las tareas de las otras dependencias y a ello se suma la vigilancia de la Auditoría Superior de la Federación.

Al respecto llama la atención que quienes suelen defender la utilidad de la autorregulación en el sector privado, promuevan y defiendan la aparición en el público, de instancias de dudosa legitimidad democrática en las que se acomodan, con buenas percepciones, supervisores innecesarios que constituyen auténticas “albardas sobre aparejos”.

Se trata en realidad de un Nuevo Acuerdo Educativo, el cual no se constriñe a apartarse de estas visiones tecnocráticas y eficientistas que pretenden mediciones de “calidad” ajenas a la realidad prevaleciente en el país y sustentadas en criterios de productividad propios de las empresas privadas. Esa noción de calidad, rechazada con razón por un gran sector del magisterio, se suprimió formalmente, pero ello no implicó que se abandonara el compromiso con la esencia misma de la necesaria superación del proceso educativo como condición de un desarrollo con equidad.

Por ese motivo, se introdujo el criterio de “excelencia” —que algunos han criticado, pero sin comprender cabalmente lo que significó su incorporación porque sostienen que esta es el grado supremo de la calidad— cuya inclusión supone un verdadero compromiso con el propósito que se pretende alcanzar a partir de las nuevas disposiciones constitucionales, entendiéndolo como un desiderátum, resultado del “ mejoramiento integral constante que promueve el máximo logro de aprendizaje de los educandos, para el desarrollo de su pensamiento crítico y para el fortalecimiento de los lazos entre escuela y comunidad”, como dice textualmente el nuevo artículo tercero.

Si se analiza integralmente el renovado contenido de esta disposición constitucional, quedará claro que no implica lo que algunos llaman una mera “contrarreforma”, sino realmente un Nuevo Acuerdo Educativo, que contó con amplio respaldo en el Congreso porque establece la guía de una legislación secundaria dirigida a lograr los más altos niveles de aprendizaje. Esta visión parte de otorgar la máxima prioridad al interés de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes como el objeto fundamental de la tarea educativa. Esta consideración no es poca cosa, en virtud de que estima indispensable partir de las necesidades de los educandos para construir los planes y programas de estudio.

Estos no deben surgir solamente de criterios teóricos, especulaciones pedagógicas o modas internacionales, por el contrario, se requiere que partan de la comprensión de las condiciones concretas de aquellos a quienes habrán de impartirse las clases, de modo que se entienda que no es lo mismo un niño que crece en zonas marginadas y comparte una cosmovisión perteneciente a su comunidad étnica, que aquel que estudia en una zona urbana con altos índices de desarrollo económico. Tal diferenciación obliga a dar una atención específica a quienes asisten a la escuela a fin de equilibrar desigualdades y alcanzar la equidad como un objetivo esencial de la educación.

eduardoandrade1948@gmail.com

La aprobación por parte del denominado Poder Reformador de la Constitución, constituido por la mayoría calificada de ambas cámaras del Congreso de la Unión y por lo menos 17 legislaturas de las entidades federativas, no tiene solamente como propósito la cancelación de la reforma educativa de 2013, para suprimir el condicionamiento de la permanencia de los maestros en el sistema educativo a los exámenes periódicos de evaluación del desempeño.

Ciertamente, estos no significaron una mejora de la educación y produjeron el efecto perverso de convertir al docente en un sujeto preocupado por aprobar unas pruebas, construidas uniforme y mecánicamente por evaluadores orientados más por la tecnocracia educativa que por el real conocimiento de las condiciones que cada maestra y maestro enfrentan en las aulas en las distintas regiones del país. En ese ambiente, los docentes, con la espada de Damocles permanentemente sobre sus cabezas, estaban mas enfocados en acreditar sus exámenes que en hacer que sus alumnos aprendieran lo necesario para aprobar los suyos.

Tampoco se trata solo de desmontar un aparato evaluativo de enorme costo y basado en considerar que las dependencias de un Poder Ejecutivo electo democráticamente, se dedicarán a actuar de manera irresponsable, sin verificar los resultados de su actividad o bien ocultándolos o desvirtuándolos. Ese criterio que parte de la desconfianza, obligaría a establecer una cadena infinita de instancias dedicadas a calificar las evaluaciones realizadas por el evaluado anterior. Por supuesto que la medición de los resultados de las funciones públicas, al igual que ocurre en las actividades privadas, es indispensable para el correcto funcionamiento de las mismas, pero tal verificación puede ser hecha perfectamente por la propia dependencia, además de que la Secretaría encargada de la Función Publica, está diseñada para examinar el cumplimiento de las tareas de las otras dependencias y a ello se suma la vigilancia de la Auditoría Superior de la Federación.

Al respecto llama la atención que quienes suelen defender la utilidad de la autorregulación en el sector privado, promuevan y defiendan la aparición en el público, de instancias de dudosa legitimidad democrática en las que se acomodan, con buenas percepciones, supervisores innecesarios que constituyen auténticas “albardas sobre aparejos”.

Se trata en realidad de un Nuevo Acuerdo Educativo, el cual no se constriñe a apartarse de estas visiones tecnocráticas y eficientistas que pretenden mediciones de “calidad” ajenas a la realidad prevaleciente en el país y sustentadas en criterios de productividad propios de las empresas privadas. Esa noción de calidad, rechazada con razón por un gran sector del magisterio, se suprimió formalmente, pero ello no implicó que se abandonara el compromiso con la esencia misma de la necesaria superación del proceso educativo como condición de un desarrollo con equidad.

Por ese motivo, se introdujo el criterio de “excelencia” —que algunos han criticado, pero sin comprender cabalmente lo que significó su incorporación porque sostienen que esta es el grado supremo de la calidad— cuya inclusión supone un verdadero compromiso con el propósito que se pretende alcanzar a partir de las nuevas disposiciones constitucionales, entendiéndolo como un desiderátum, resultado del “ mejoramiento integral constante que promueve el máximo logro de aprendizaje de los educandos, para el desarrollo de su pensamiento crítico y para el fortalecimiento de los lazos entre escuela y comunidad”, como dice textualmente el nuevo artículo tercero.

Si se analiza integralmente el renovado contenido de esta disposición constitucional, quedará claro que no implica lo que algunos llaman una mera “contrarreforma”, sino realmente un Nuevo Acuerdo Educativo, que contó con amplio respaldo en el Congreso porque establece la guía de una legislación secundaria dirigida a lograr los más altos niveles de aprendizaje. Esta visión parte de otorgar la máxima prioridad al interés de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes como el objeto fundamental de la tarea educativa. Esta consideración no es poca cosa, en virtud de que estima indispensable partir de las necesidades de los educandos para construir los planes y programas de estudio.

Estos no deben surgir solamente de criterios teóricos, especulaciones pedagógicas o modas internacionales, por el contrario, se requiere que partan de la comprensión de las condiciones concretas de aquellos a quienes habrán de impartirse las clases, de modo que se entienda que no es lo mismo un niño que crece en zonas marginadas y comparte una cosmovisión perteneciente a su comunidad étnica, que aquel que estudia en una zona urbana con altos índices de desarrollo económico. Tal diferenciación obliga a dar una atención específica a quienes asisten a la escuela a fin de equilibrar desigualdades y alcanzar la equidad como un objetivo esencial de la educación.

eduardoandrade1948@gmail.com