/ martes 22 de mayo de 2018

Tiene razón AMLO

Una de las verdaderas características de una persona con espíritu democrático es poder diferenciar con toda claridad entre el adversario político como tal y las ideas que sustenta, de manera que aun no existiendo posibilidad de apoyar su candidatura, sí sea posible reconocer cuando plantea una idea sostenible y lógica que no debe ser rechazada por la sola razón de provenir de aquel con quien no se comparte una militancia política. Este es justamente el caso que me propongo tratar en relación con la posición de Andrés Manuel López Obrador en defensa de la facultad del Presidente de la República para proponer a quien deba ocupar la Fiscalía General de la República, sujeta dicha propuesta a la aprobación de la Cámara de Senadores.

La cuestión a dilucidar es si verdaderamente se sostiene la hipótesis de un fiscal autónomo cuya autonomía se defina en función de su capacidad para perseguir al Titular del Poder Ejecutivo; porque ese es el planteamiento que se encuentra en la base de la exigencia de “Una Fiscalía que Sirva” impulsada por diversas organizaciones de la sociedad civil que acuñaron el término de “Fiscal Carnal” para desacreditar a un buen Procurador como lo fue Raúl Cervantes, al que no se acusaba de ineficiente sino de ser amigo de Peña Nieto. La insistente demanda de “autonomía” parte de la equivocada premisa de que el Presidente de la República es, por definición, un delincuente en potencia cuyos actos ilícitos deberán ser perseguidos con independencia por el Fiscal, y que si es el Presidente quien propone a dicho funcionario; lo hará con la aviesa intención de que se convierta en encubridor de los delitos que habrá de cometer el mandatario.

Esta teoría contradice la esencia constitucional del origen de los poderes y el ejercicio de los mismos. El depositario del Poder Ejecutivo tiene un mandato surgido de la voluntad popular expresada en las urnas; se supone que si ha obtenido el respaldo mayoritario del pueblo es porque cuenta con su confianza para el desempeño de las funciones propias del cargo y entre ellas está la designación de una gran cantidad de servidores públicos así como la propuesta de quienes deban ejercer facultades distintas a las del Ejecutivo pero cuyo origen se sustenta en el mandato de la población otorgado a quien desempeña este Poder. Por la naturaleza de su investidura debe estimarse que quien tiene el respaldo de la voluntad popular es merecedor de la referida confianza para efectuar tales designaciones en la administración pública y proponer a aquellas personas que ejercen funciones derivadas de los poderes electos popularmente. Este es el caso de los Ministros de la Suprema Corte y del Titular del Ministerio Público. Resulta absurdamente contradictorio considerar que el Presidente no es confiable para proponer a este último pero sí para formar las termas de las que habrán de surgir los Ministros. El propósito constitucional es que las tareas de procuración e impartición de justicia se desempeñen por órganos que no están vinculados al Ejecutivo pero en cuya designación deben participar este y el Poder Legislativo por su origen electoral directo.

El diseño original de nuestro sistema de procuración de justicia data de 1900, es decir de la época porfirista y por lo tanto es incluso anterior a la Constitución de 1917. Se pretendía con este modelo separar la función investigadora de la judicial pero, al mismo tiempo, mantener una independencia técnica respecto del Poder Ejecutivo, por ello la función del Ministerio Público se ejerce por una institución que no forma parte de la administración pública, es más, en el texto constitucional se le reguló en la parte correspondiente al Poder Judicial y no en la del Ejecutivo. Tal sistematización obedece a su condición teórica de órgano constitucional encargado de una función técnica: la persecución de los delitos; la cual no puede estar sujeta a la voluntad del Ejecutivo como no lo están las decisiones judiciales. El que este participe en la designación de quien habrá de ser su titular no implica su subordinación. En el modelo inicial no se requería siquiera la aprobación del Senado, pero su intervención se justifica en tanto se trata de una actividad estrechamente vinculada con la impartición de justicia, de manera tal que si para designar a los Ministros, que ejercen una representación popular de segundo grado, confluyen los dos poderes surgidos de la elección popular, tiene lógica que lo mismo ocurra con quien encabeza el Ministerio Público llámese Procurador o Fiscal. La autonomía de la función siempre ha estado implícitamente considerada como inherente a la misma sin que la participación del Presidente implique dependencia. Sería impensable exigir que no intervenga el Ejecutivo en la propuesta de los Ministros de la Corte partiendo de la idea de que estos serán instrumentos al servicio de aquel. No obstante cuando se trata del Fiscal si se admite esa premisa básica.

eduardoandrade1948@gmail.com

Una de las verdaderas características de una persona con espíritu democrático es poder diferenciar con toda claridad entre el adversario político como tal y las ideas que sustenta, de manera que aun no existiendo posibilidad de apoyar su candidatura, sí sea posible reconocer cuando plantea una idea sostenible y lógica que no debe ser rechazada por la sola razón de provenir de aquel con quien no se comparte una militancia política. Este es justamente el caso que me propongo tratar en relación con la posición de Andrés Manuel López Obrador en defensa de la facultad del Presidente de la República para proponer a quien deba ocupar la Fiscalía General de la República, sujeta dicha propuesta a la aprobación de la Cámara de Senadores.

La cuestión a dilucidar es si verdaderamente se sostiene la hipótesis de un fiscal autónomo cuya autonomía se defina en función de su capacidad para perseguir al Titular del Poder Ejecutivo; porque ese es el planteamiento que se encuentra en la base de la exigencia de “Una Fiscalía que Sirva” impulsada por diversas organizaciones de la sociedad civil que acuñaron el término de “Fiscal Carnal” para desacreditar a un buen Procurador como lo fue Raúl Cervantes, al que no se acusaba de ineficiente sino de ser amigo de Peña Nieto. La insistente demanda de “autonomía” parte de la equivocada premisa de que el Presidente de la República es, por definición, un delincuente en potencia cuyos actos ilícitos deberán ser perseguidos con independencia por el Fiscal, y que si es el Presidente quien propone a dicho funcionario; lo hará con la aviesa intención de que se convierta en encubridor de los delitos que habrá de cometer el mandatario.

Esta teoría contradice la esencia constitucional del origen de los poderes y el ejercicio de los mismos. El depositario del Poder Ejecutivo tiene un mandato surgido de la voluntad popular expresada en las urnas; se supone que si ha obtenido el respaldo mayoritario del pueblo es porque cuenta con su confianza para el desempeño de las funciones propias del cargo y entre ellas está la designación de una gran cantidad de servidores públicos así como la propuesta de quienes deban ejercer facultades distintas a las del Ejecutivo pero cuyo origen se sustenta en el mandato de la población otorgado a quien desempeña este Poder. Por la naturaleza de su investidura debe estimarse que quien tiene el respaldo de la voluntad popular es merecedor de la referida confianza para efectuar tales designaciones en la administración pública y proponer a aquellas personas que ejercen funciones derivadas de los poderes electos popularmente. Este es el caso de los Ministros de la Suprema Corte y del Titular del Ministerio Público. Resulta absurdamente contradictorio considerar que el Presidente no es confiable para proponer a este último pero sí para formar las termas de las que habrán de surgir los Ministros. El propósito constitucional es que las tareas de procuración e impartición de justicia se desempeñen por órganos que no están vinculados al Ejecutivo pero en cuya designación deben participar este y el Poder Legislativo por su origen electoral directo.

El diseño original de nuestro sistema de procuración de justicia data de 1900, es decir de la época porfirista y por lo tanto es incluso anterior a la Constitución de 1917. Se pretendía con este modelo separar la función investigadora de la judicial pero, al mismo tiempo, mantener una independencia técnica respecto del Poder Ejecutivo, por ello la función del Ministerio Público se ejerce por una institución que no forma parte de la administración pública, es más, en el texto constitucional se le reguló en la parte correspondiente al Poder Judicial y no en la del Ejecutivo. Tal sistematización obedece a su condición teórica de órgano constitucional encargado de una función técnica: la persecución de los delitos; la cual no puede estar sujeta a la voluntad del Ejecutivo como no lo están las decisiones judiciales. El que este participe en la designación de quien habrá de ser su titular no implica su subordinación. En el modelo inicial no se requería siquiera la aprobación del Senado, pero su intervención se justifica en tanto se trata de una actividad estrechamente vinculada con la impartición de justicia, de manera tal que si para designar a los Ministros, que ejercen una representación popular de segundo grado, confluyen los dos poderes surgidos de la elección popular, tiene lógica que lo mismo ocurra con quien encabeza el Ministerio Público llámese Procurador o Fiscal. La autonomía de la función siempre ha estado implícitamente considerada como inherente a la misma sin que la participación del Presidente implique dependencia. Sería impensable exigir que no intervenga el Ejecutivo en la propuesta de los Ministros de la Corte partiendo de la idea de que estos serán instrumentos al servicio de aquel. No obstante cuando se trata del Fiscal si se admite esa premisa básica.

eduardoandrade1948@gmail.com