/ miércoles 9 de diciembre de 2020

Así es el Derecho | Aplicación o renuncia de apellidos

Varios siglos atrás, los nombres eran compuestos únicamente por lo que ahora conocemos como “pre-nombres” y, dado que la densidad poblacional en el planeta era muy pequeña, las sociedades de la época sólo aplicaban el nombre de pila: David, Juan, Pedro, etc. Por el crecimiento poblacional hubo necesidad de identificar más claramente a los individuos, dado que muchos se llamaban igual. Así se ligó al individuo con su padre: David hijo de Juan, o Juan hijo de Pedro, etc.

En el siglo VIII, para facilitar la individualización se introdujo la costumbre de agregar como sobrenombre la ocupación u oficio del padre del individuo: José del Herrero, Pedro del pescador, etc. También eran epónimos la villa o el feudo de donde procedía; por ejemplo: Carlos de Castilla, Pedro de Madrid, Juan de Sevilla. Todos estos cambios se dieron por el constante crecimiento poblacional desde aquella época, hasta la actualidad. Así se originaron la mayoría de los apellidos de nuestra época, que completan la identidad de las personas.
Todavía en el siglo XVII no había normatividad estricta relativa a la herencia o aplicación de los apellidos o patronímicos, pero se tendía a dar el del padre al hijo mayor y el de la madre a la hija mayor. También estaba condicionado a la mayor jerarquía de los apellidos de la pareja. También se imponía el apellido de mayor estatus. En el siglo XVIII se amplía el uso del tratamiento “don” y “doña”, que data del medioevo español, y en el XIX que se generaliza la costumbre de dar como primer apellido el del padre.
El derecho a la identidad ha sido definido como el conjunto de atributos y características psicosomáticas que permiten individualizar a la persona en sociedad. Es, pues, un distintivo de nuestra personalidad como sujeto autónomo.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos contempla en su artículo 18 el derecho al nombre. Toda persona tiene derecho a un nombre propio y a los apellidos de sus padres o al de uno de ellos. El orden de éstos debe respetar los principios constitucionales y los derechos humanos.
En México se acostumbró que el primer apellido de las personas es el paterno, y el artículo 58 del Código Civil, anterior a la reforma publicada en la Gaceta Oficial de la Ciudad de México el 24 de octubre de 2017, establecía como requisito para levantar acta de registro civil donde conste el nacimiento de una persona en el territorio, el nombre o nombres propios y los apellidos paterno y materno. Así, la ley y la costumbre dictaban que nuestro nombre estuviere compuesto primero por el apellido del padre y luego el de la madre, lo que estilamos en los múltiples documentos que todos hemos requisitado en alguna ocasión.
En la actualidad, la paridad, la igualdad del hombre y la mujer en derechos y deberes, obliga a replantear el derecho al nombre y a la identidad consagrado en el artículo 4° de nuestra Constitución Política, en lo relativo al orden de los apellidos en el nombre de los ciudadanos mexicanos.

Pero ya el referido artículo 58 reformado del Código Civil dispone que el acta de nacimiento de los hijos contendrá entre otros datos, el nombre o nombres propios y los apellidos de los progenitores en el orden de prelación que ellos convengan, el juez del Registro Civil deberá especificar, de forma expresa, el orden que acuerden, y éste se considerará para todos los vástagos del mismo vínculo. En caso de que no haya acuerdo entre los progenitores, el juez dispondrá el orden.
También en el año 2017 surgen las tesis de la Suprema Corte de la Nación, 2015744 y 2015745 que establecen que los padres pueden pactar de común acuerdo el orden de los apellidos de sus hijos, al no encontrar razón alguna que justifique anteponer el apellido del padre. Esto en atención a que el sistema tradicional de nombres reitera estereotipos sobre el rol de la mujer en la familia.
El sistema de nombres es una institución mediante la cual se denomina y da identidad a los miembros de un grupo familiar. Éste, a su vez, cumple dos propósitos. Primero, sirve para dar seguridad jurídica a las relaciones familiares, fin que por sí solo podría considerarse constitucionalmente válido. No obstante, el sistema de nombres actualmente vigente también reitera una tradición que tiene como fundamento una práctica discriminatoria, en la que se concebía a la mujer como integrante de la familia del varón, pues era éste quien conservaba la propiedad y el apellido de la familia.

Debido a lo anterior, la imposibilidad de anteponer el apellido materno se consideró atentatorio al derecho a la igualdad y no discriminación de las mujeres, debido a que implica reiterar la concepción de la mujer como miembro secundario de una familia encabezada por el hombre, lo que en la actualidad ya no tiene cabida, máxime que, en muchas ocasiones y de manera más común en nuestros días, la cabeza y jefe de familia es precisamente la mujer, la cual otorga y proporciona la subsistencia a los hijos, sin apoyo un padre.

Y a propósito del tema, admitamos que entre nuestro pueblo aumentan las personas deseosas de renunciar al apellidos de padre --sobre todo-- o madre porque antes de nacer o a tierna edad los abandonaron o no les dieron abrigo, sustento y educación, o que rechazan poner a sus hijos el apellido de abuelos que no cumplieron esas obligaciones. La indiferencia social a esa conducta encubre que va en aumento.Sería conveniente ponderar al respecto ahora que las parejas tienen derecho a ponerse de acuerdo en qué apellido debe ser el primero que lleven los hijos.

Así es el Derecho.

Varios siglos atrás, los nombres eran compuestos únicamente por lo que ahora conocemos como “pre-nombres” y, dado que la densidad poblacional en el planeta era muy pequeña, las sociedades de la época sólo aplicaban el nombre de pila: David, Juan, Pedro, etc. Por el crecimiento poblacional hubo necesidad de identificar más claramente a los individuos, dado que muchos se llamaban igual. Así se ligó al individuo con su padre: David hijo de Juan, o Juan hijo de Pedro, etc.

En el siglo VIII, para facilitar la individualización se introdujo la costumbre de agregar como sobrenombre la ocupación u oficio del padre del individuo: José del Herrero, Pedro del pescador, etc. También eran epónimos la villa o el feudo de donde procedía; por ejemplo: Carlos de Castilla, Pedro de Madrid, Juan de Sevilla. Todos estos cambios se dieron por el constante crecimiento poblacional desde aquella época, hasta la actualidad. Así se originaron la mayoría de los apellidos de nuestra época, que completan la identidad de las personas.
Todavía en el siglo XVII no había normatividad estricta relativa a la herencia o aplicación de los apellidos o patronímicos, pero se tendía a dar el del padre al hijo mayor y el de la madre a la hija mayor. También estaba condicionado a la mayor jerarquía de los apellidos de la pareja. También se imponía el apellido de mayor estatus. En el siglo XVIII se amplía el uso del tratamiento “don” y “doña”, que data del medioevo español, y en el XIX que se generaliza la costumbre de dar como primer apellido el del padre.
El derecho a la identidad ha sido definido como el conjunto de atributos y características psicosomáticas que permiten individualizar a la persona en sociedad. Es, pues, un distintivo de nuestra personalidad como sujeto autónomo.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos contempla en su artículo 18 el derecho al nombre. Toda persona tiene derecho a un nombre propio y a los apellidos de sus padres o al de uno de ellos. El orden de éstos debe respetar los principios constitucionales y los derechos humanos.
En México se acostumbró que el primer apellido de las personas es el paterno, y el artículo 58 del Código Civil, anterior a la reforma publicada en la Gaceta Oficial de la Ciudad de México el 24 de octubre de 2017, establecía como requisito para levantar acta de registro civil donde conste el nacimiento de una persona en el territorio, el nombre o nombres propios y los apellidos paterno y materno. Así, la ley y la costumbre dictaban que nuestro nombre estuviere compuesto primero por el apellido del padre y luego el de la madre, lo que estilamos en los múltiples documentos que todos hemos requisitado en alguna ocasión.
En la actualidad, la paridad, la igualdad del hombre y la mujer en derechos y deberes, obliga a replantear el derecho al nombre y a la identidad consagrado en el artículo 4° de nuestra Constitución Política, en lo relativo al orden de los apellidos en el nombre de los ciudadanos mexicanos.

Pero ya el referido artículo 58 reformado del Código Civil dispone que el acta de nacimiento de los hijos contendrá entre otros datos, el nombre o nombres propios y los apellidos de los progenitores en el orden de prelación que ellos convengan, el juez del Registro Civil deberá especificar, de forma expresa, el orden que acuerden, y éste se considerará para todos los vástagos del mismo vínculo. En caso de que no haya acuerdo entre los progenitores, el juez dispondrá el orden.
También en el año 2017 surgen las tesis de la Suprema Corte de la Nación, 2015744 y 2015745 que establecen que los padres pueden pactar de común acuerdo el orden de los apellidos de sus hijos, al no encontrar razón alguna que justifique anteponer el apellido del padre. Esto en atención a que el sistema tradicional de nombres reitera estereotipos sobre el rol de la mujer en la familia.
El sistema de nombres es una institución mediante la cual se denomina y da identidad a los miembros de un grupo familiar. Éste, a su vez, cumple dos propósitos. Primero, sirve para dar seguridad jurídica a las relaciones familiares, fin que por sí solo podría considerarse constitucionalmente válido. No obstante, el sistema de nombres actualmente vigente también reitera una tradición que tiene como fundamento una práctica discriminatoria, en la que se concebía a la mujer como integrante de la familia del varón, pues era éste quien conservaba la propiedad y el apellido de la familia.

Debido a lo anterior, la imposibilidad de anteponer el apellido materno se consideró atentatorio al derecho a la igualdad y no discriminación de las mujeres, debido a que implica reiterar la concepción de la mujer como miembro secundario de una familia encabezada por el hombre, lo que en la actualidad ya no tiene cabida, máxime que, en muchas ocasiones y de manera más común en nuestros días, la cabeza y jefe de familia es precisamente la mujer, la cual otorga y proporciona la subsistencia a los hijos, sin apoyo un padre.

Y a propósito del tema, admitamos que entre nuestro pueblo aumentan las personas deseosas de renunciar al apellidos de padre --sobre todo-- o madre porque antes de nacer o a tierna edad los abandonaron o no les dieron abrigo, sustento y educación, o que rechazan poner a sus hijos el apellido de abuelos que no cumplieron esas obligaciones. La indiferencia social a esa conducta encubre que va en aumento.Sería conveniente ponderar al respecto ahora que las parejas tienen derecho a ponerse de acuerdo en qué apellido debe ser el primero que lleven los hijos.

Así es el Derecho.