/ martes 10 de diciembre de 2019

El hombre de los aranceles

Ha transcurrido exactamente casi un año desde que Donald Trump declaró: “Yo soy el hombre de los aranceles”. Contrario a lo acostumbrado, estaba diciendo la verdad.

Trump realmente es el hombre de los aranceles. Pero, ¿por qué? Después de todo, los resultados de su guerra comercial han sido continuamente malos, tanto económica como políticamente.

Además, la opinión pública parece haberse vuelto mucho menos proteccionista, incluso mientras los aranceles de Trump aumentan, el porcentaje de estadounidenses que dice que los acuerdos de libre comercio son algo bueno es más alto que nunca.

Sin embargo, Trump persiste. ¿Por qué? Una respuesta es que Trump siempre ha tenido la fijación de que los aranceles son la solución a los problemas de Estados Unidos y no es la clase de hombre que reconsidera sus prejuicios a la luz de la evidencia. Pero también hay otra cosa: la ley de comercio de Estados Unidos le da a Trump más libertad para actuar, más capacidad para hacer lo que quiera, que cualquier otra área en materia de políticas.

En resumen, hace mucho tiempo —en realidad, después del desastroso arancel Smoot-Hawley de 1930— el Congreso limitó voluntariamente su propia participación en la política comercial. En su lugar, le dio al presidente el poder de negociar acuerdos comerciales con otros países, que luego podría aprobar o rechazar sin enmiendas mediante el voto.

Sin embargo, siempre fue evidente que este sistema necesitaba cierta flexibilidad para responder a los acontecimientos. Así que se facultó al Poder Ejecutivo para imponer aranceles provisionales en ciertas circunstancias: los aumentos repentinos a las importaciones, las amenazas a la seguridad nacional, las prácticas desleales por parte de gobiernos extranjeros. La idea era que los expertos apartidistas determinaran si estas condiciones existían y en qué momento, y que el presidente decidiera si debía actuar o no.

Este sistema funcionó bien durante muchos años. No obstante, resultó ser extremadamente vulnerable ante alguien como Trump, para quien todo es partidista y la experiencia es un insulto.

A menudo, las justificaciones de Trump para imponer aranceles han sido evidentemente absurdas, en serio, ¿quién se imagina que las importaciones de acero canadiense amenazan la seguridad nacional de Estados Unidos? Pero no existe una manera obvia de evitar que imponga aranceles cuando le plazca.

Como tampoco existe una manera obvia de evitar que sus funcionarios concedan exenciones arancelarias a empresas específicas, supuestamente con base en criterios económicos pero, en realidad, como recompensa por su apoyo político. La política arancelaria no es el único ámbito en el que Trump puede practicar el capitalismo clientelista —las contrataciones federales son cada vez más escandalosas—, pero los aranceles son especialmente propicios a la explotación.

Entonces, por eso Trump es el hombre de los aranceles: los aranceles le permiten ejercer un poder ilimitado, recompensar a sus amigos y castigar a sus enemigos. Cualquiera que piense que va a cambiar sus hábitos y empezará a comportarse de manera responsable vive en un mundo de fantasía.

Ha transcurrido exactamente casi un año desde que Donald Trump declaró: “Yo soy el hombre de los aranceles”. Contrario a lo acostumbrado, estaba diciendo la verdad.

Trump realmente es el hombre de los aranceles. Pero, ¿por qué? Después de todo, los resultados de su guerra comercial han sido continuamente malos, tanto económica como políticamente.

Además, la opinión pública parece haberse vuelto mucho menos proteccionista, incluso mientras los aranceles de Trump aumentan, el porcentaje de estadounidenses que dice que los acuerdos de libre comercio son algo bueno es más alto que nunca.

Sin embargo, Trump persiste. ¿Por qué? Una respuesta es que Trump siempre ha tenido la fijación de que los aranceles son la solución a los problemas de Estados Unidos y no es la clase de hombre que reconsidera sus prejuicios a la luz de la evidencia. Pero también hay otra cosa: la ley de comercio de Estados Unidos le da a Trump más libertad para actuar, más capacidad para hacer lo que quiera, que cualquier otra área en materia de políticas.

En resumen, hace mucho tiempo —en realidad, después del desastroso arancel Smoot-Hawley de 1930— el Congreso limitó voluntariamente su propia participación en la política comercial. En su lugar, le dio al presidente el poder de negociar acuerdos comerciales con otros países, que luego podría aprobar o rechazar sin enmiendas mediante el voto.

Sin embargo, siempre fue evidente que este sistema necesitaba cierta flexibilidad para responder a los acontecimientos. Así que se facultó al Poder Ejecutivo para imponer aranceles provisionales en ciertas circunstancias: los aumentos repentinos a las importaciones, las amenazas a la seguridad nacional, las prácticas desleales por parte de gobiernos extranjeros. La idea era que los expertos apartidistas determinaran si estas condiciones existían y en qué momento, y que el presidente decidiera si debía actuar o no.

Este sistema funcionó bien durante muchos años. No obstante, resultó ser extremadamente vulnerable ante alguien como Trump, para quien todo es partidista y la experiencia es un insulto.

A menudo, las justificaciones de Trump para imponer aranceles han sido evidentemente absurdas, en serio, ¿quién se imagina que las importaciones de acero canadiense amenazan la seguridad nacional de Estados Unidos? Pero no existe una manera obvia de evitar que imponga aranceles cuando le plazca.

Como tampoco existe una manera obvia de evitar que sus funcionarios concedan exenciones arancelarias a empresas específicas, supuestamente con base en criterios económicos pero, en realidad, como recompensa por su apoyo político. La política arancelaria no es el único ámbito en el que Trump puede practicar el capitalismo clientelista —las contrataciones federales son cada vez más escandalosas—, pero los aranceles son especialmente propicios a la explotación.

Entonces, por eso Trump es el hombre de los aranceles: los aranceles le permiten ejercer un poder ilimitado, recompensar a sus amigos y castigar a sus enemigos. Cualquiera que piense que va a cambiar sus hábitos y empezará a comportarse de manera responsable vive en un mundo de fantasía.