/ viernes 24 de septiembre de 2021

Hojas de Papel | Pichicuás y Cupertino, las canicas se pusieron a jugar

“¡Ay, qué re’prieto escuincle!, opinaron periodistas que lo fueron a mirar. Tiene cara de chinche. Y sacaron hartas fotos del papá y de la mamá...” De pronto la gente comienza a alegrarse; comienza a imaginar aquellas escenas que son retratos de vida, tararean lo que le dice la canción y hace la remembranza y parodia de sus familias y los vecinos.

Es que estar alegre no causa impuestos –por ahora-, y sí produce desahogo, relajamiento –que se convierte en relajo--, y las ganas de seguir con esas letras en las que los habitantes del entonces Distrito Federal y luego todo el país y fuera, se identificaban porque eran ellos, sus modos, sus costumbres, sus convivencias, sus maneras de expresión y las ganas de seguir la fiesta.

Porque esas letras son pura fiesta, aunque hablen de cosas tan solemnes y rigurosas, como cuando dicen: “Cleto ‘el fufuy’ sus ojitos cerró, todo el equipo al morir entregó; cayendo el muerto, soltando el llanto… ¡Voy! Ni que fuera para tanto, dijo a la viuda el doitor.”

A partir de 1952 la radio mexicana comenzó a transmitir una serie de canciones que rompían con el modelo de canción romántica o ranchera o tropical que se escuchaba por entonces en las grandes señales de la radio, como la XEW, XEQ y tantas más que hacían de la música un festín.

Esta novedad cayó bien a casi todos muy pronto. Eran letras frescas, optimistas, graciosas y cargadas de crítica social, como quien no quiere la cosa. Era la recuperación del buen humor de los capitalinos, resumen de todo el país porque por entonces –a principios de los cincuenta- comenzó a llegar a raudales gente de todo el país para buscar la vida en el entonces Distrito Federal: Tierra de promisión.

Y en esta ciudad que comenzaba a perder la calma, se asentaban y recuperaban el aliento los nuevos habitantes; y en mayoría pasaban a formar parte de conglomerados urbanos nuevos y a convivir en enormes vecindades con cocina mínima, cuarto para todos y un baño colectivo al centro del patio, con lavaderos comunes y agua corriente sólo ahí, de la que habrían de “acarrear agua” para sus ‘cuartos’ y macetas o cubetas o botes con tierra y flores, que les hacían atarse y recordar el campo de donde provenían.

Gabriel Vargas a su manera dibujó a esa ciudad y a esas vecindades, en “La Familia Burrón”, con doña Borola a la cabeza matriarcal, don Regino Burrón, el pequeño peluquero con corazón de pollo; con Macuca, su hija y el Tejocote, el hijo; Fóforo Cantarranas, hijo adoptivo y el perro Wilson, que nunca ladra pero que mueve la cola todo el tiempo.

Era ese mundo de convivencia en vecindades horizontales en la que se encontraban todos para hacer de la vida una colectividad y de la intimidad un secreto a voces. (Hoy son verticales aunque esencialmente son las mismas vecindades de convivencia múltiple).

En el cine, el retrato de aquella ciudad de México está en las muchas películas que registraban la tragedia urbana de los pobres y su contraste con los “ricos fufurufos”: “Nosotros los pobres” o “Ustedes los ricos” y tantas que expresaban la sordidez de un mundo extraño y ajeno para muchos con la serie interminable de películas de “cabareteras arrepentidas”, se decía: “Perdida”; “Hipócrita”; “Amor de la calle”; “Aventurera”...

El gran personaje de todo aquel cine era la Ciudad de México que lucía ya su espíritu cosmopolita de grandes avenidas iluminadas por la noche, de grandes restaurantes y centros nocturnos en donde se vivía otro México y otros desahogos... “Distinto Amanecer”.

El Distrito Federal tenía al iniciar los cincuenta 3.1 millones de habitantes que llegaron a 4.9 millones en 1960: Apenas una década. El crecimiento poblacional no era proporcional a la creación de infraestructura para la vivienda y los servicios. Muchos de los recién llegados se asentaron en donde se podía y como se podía. Ya en ‘zonas urbanas’ o en ‘ciudades perdidas’, reflejadas por Luis Buñuel en “Los Olvidados” (1950). O en vecindades como solución y como refugio.

Por supuesto la vida no era nada fácil. Para los que ya estaban aquí era difícil de por sí; pero se incrementó esa dificultad con la llegada de tantos otros en muy poco tiempo. El trabajo, la ocupación, los oficios eran buscados a toda costa. Vivir con poco era suficiente. Era estar a salvo de la precariedad campirana o de la pobreza urbana en capitales de los estados de la república.

Pero había que hacer de tripas corazón y vivir y dejar vivir. En las vecindades se convivía. Por supuesto había conflictos. La convivencia no era fácil, pero se intentaba llevar la fiesta en paz; se hacían fiestas colectivas y apoyos colectivos; la solidaridad era también una marca del tiempo y de la casa. El “ayúdate que yo te ayudaré” era la consigna al mismo tiempo religiosa como práctica.

Y es ese mundo el que dibuja Chava Flores... Salvador Flores Rivera, “El compositor festivo de México”, “El Cronista Musical de la Ciudad”, “El folklorista urbano de México” y “El compositor del barrio”. Un compositor que nació en la calle de la Soledad, en La Merced, Distrito Federal, en 1920, aunque llegó a la composición musical en 1952 con una de sus primeras composiciones que pronto se hicieron de la radio y para alegrar el tono y la forma de la música urbana.

Chava Flores fue un personaje puramente urbano, que vivió en todos sus aspectos la vida de la capital del país ya como ferretero, sastre, comerciante, impresor, vendedor de puerta en puerta... Recorrió a pie la capital y la conoció en todas sus intensidades y contrastes. Sobre todo identificó al mexicano en sus grandes conflictos cotidianos y en sus soluciones sencillas y sin complicaciones.

Se dice que todavía niño pasó a vivir a Tacuba, luego a la colonia Roma y Santa María la Ribera; también probablemente en Azcapotzalco y en la Unidad Cuitláhuac. En 1983 decidió radicar en Morelia, Michoacán, aunque murió en la Ciudad de México el 5 de agosto de 1987: tenía 67 años.

Al morir su padre en 1933, tuvo que dejar estudios para trabajar. Se necesitaba el recurso para la familia. Trabajó en diversos oficios y negocios como ayudante o empleado; intentó varios negocios que no prosperaron, pero siempre tenía el gusanito de la música: le gustaba mucho la cantaba y sabía cientos de canciones de todos modos y estilos... Con ese bagaje intentó hacer una aportación musical, la primera de él: “El Álbum de Oro de la Canción”, un ‘cancionero’ de divulgación popular.

Luego lo intentaría con unos cuadernos de 32 páginas a los que llamó también “El Álbum de Oro de la Canción”. (Con un precio de sesenta y cinco centavos). “En ellos aparecían las canciones más gustadas de todos los tiempos. Circuló durante cuatro años, al lado del ‘Cancionero Picot’.”

Pero conocer tantas canciones, cantarlas, saber cuáles eran sus particularidades musicales, su letra y su ritmo permitió que comenzara a intentar hacer sus propias canciones. Y a interpretarlas. Pero su vena humorística y pícara estaba en sus letras y en sus tonos musicales.

Así que para 1952 se hace famosa una de sus primeras producciones “Dos horas de balazos” y enseguida “La tertulia”... y de ahí para adelante. La RCA Víctor le abrió las puertas de par en par. Salvador Flores Pineda, con más de doscientas canciones, sería desde entonces, para todos los mexicanos, el querido por siempre “Chava” Flores. El compositor de nuestras intimidades colectivas. De nuestras fiestas emocionales y de nuestro carpe diem como regla de vida.

Pronto muchos cantantes quisieron interpretar sus alegrías: Pedro Infante, Rosita Quintana, Luis Aguilar, Manuel “El Loco” Valdés, Víctor Iturbe, Pedro Vargas, Óscar Chávez, Amparo Ochoa, Tehua. Alex Lora, Javier Bátiz y otros rockeros mexicanos anunciaron un tributo a Chava Flores en 2020.

Chava Flores nos alegra la vida. A su modo nos dice lo mismo que Juan Rulfo en aquello de que “la vida no es muy seria en sus cosas”, que hay que tomarla con alegría, con ilusión...

“Cuando la luna se pone regrandota, como una pelotota y alumbra el callejón, se oye el maullido del triste gato viudo y su lomo peludo se eriza con horror. Pero no falta quien mande un zapatazo, que salga hecho balazo a quitarle lo chillón; y en el alero del místico tejado el gato se ha quejado cantando esta canción: Para curar mi mal de amores dijeron los doitores' que no había salvación.” Tan-tan.


“¡Ay, qué re’prieto escuincle!, opinaron periodistas que lo fueron a mirar. Tiene cara de chinche. Y sacaron hartas fotos del papá y de la mamá...” De pronto la gente comienza a alegrarse; comienza a imaginar aquellas escenas que son retratos de vida, tararean lo que le dice la canción y hace la remembranza y parodia de sus familias y los vecinos.

Es que estar alegre no causa impuestos –por ahora-, y sí produce desahogo, relajamiento –que se convierte en relajo--, y las ganas de seguir con esas letras en las que los habitantes del entonces Distrito Federal y luego todo el país y fuera, se identificaban porque eran ellos, sus modos, sus costumbres, sus convivencias, sus maneras de expresión y las ganas de seguir la fiesta.

Porque esas letras son pura fiesta, aunque hablen de cosas tan solemnes y rigurosas, como cuando dicen: “Cleto ‘el fufuy’ sus ojitos cerró, todo el equipo al morir entregó; cayendo el muerto, soltando el llanto… ¡Voy! Ni que fuera para tanto, dijo a la viuda el doitor.”

A partir de 1952 la radio mexicana comenzó a transmitir una serie de canciones que rompían con el modelo de canción romántica o ranchera o tropical que se escuchaba por entonces en las grandes señales de la radio, como la XEW, XEQ y tantas más que hacían de la música un festín.

Esta novedad cayó bien a casi todos muy pronto. Eran letras frescas, optimistas, graciosas y cargadas de crítica social, como quien no quiere la cosa. Era la recuperación del buen humor de los capitalinos, resumen de todo el país porque por entonces –a principios de los cincuenta- comenzó a llegar a raudales gente de todo el país para buscar la vida en el entonces Distrito Federal: Tierra de promisión.

Y en esta ciudad que comenzaba a perder la calma, se asentaban y recuperaban el aliento los nuevos habitantes; y en mayoría pasaban a formar parte de conglomerados urbanos nuevos y a convivir en enormes vecindades con cocina mínima, cuarto para todos y un baño colectivo al centro del patio, con lavaderos comunes y agua corriente sólo ahí, de la que habrían de “acarrear agua” para sus ‘cuartos’ y macetas o cubetas o botes con tierra y flores, que les hacían atarse y recordar el campo de donde provenían.

Gabriel Vargas a su manera dibujó a esa ciudad y a esas vecindades, en “La Familia Burrón”, con doña Borola a la cabeza matriarcal, don Regino Burrón, el pequeño peluquero con corazón de pollo; con Macuca, su hija y el Tejocote, el hijo; Fóforo Cantarranas, hijo adoptivo y el perro Wilson, que nunca ladra pero que mueve la cola todo el tiempo.

Era ese mundo de convivencia en vecindades horizontales en la que se encontraban todos para hacer de la vida una colectividad y de la intimidad un secreto a voces. (Hoy son verticales aunque esencialmente son las mismas vecindades de convivencia múltiple).

En el cine, el retrato de aquella ciudad de México está en las muchas películas que registraban la tragedia urbana de los pobres y su contraste con los “ricos fufurufos”: “Nosotros los pobres” o “Ustedes los ricos” y tantas que expresaban la sordidez de un mundo extraño y ajeno para muchos con la serie interminable de películas de “cabareteras arrepentidas”, se decía: “Perdida”; “Hipócrita”; “Amor de la calle”; “Aventurera”...

El gran personaje de todo aquel cine era la Ciudad de México que lucía ya su espíritu cosmopolita de grandes avenidas iluminadas por la noche, de grandes restaurantes y centros nocturnos en donde se vivía otro México y otros desahogos... “Distinto Amanecer”.

El Distrito Federal tenía al iniciar los cincuenta 3.1 millones de habitantes que llegaron a 4.9 millones en 1960: Apenas una década. El crecimiento poblacional no era proporcional a la creación de infraestructura para la vivienda y los servicios. Muchos de los recién llegados se asentaron en donde se podía y como se podía. Ya en ‘zonas urbanas’ o en ‘ciudades perdidas’, reflejadas por Luis Buñuel en “Los Olvidados” (1950). O en vecindades como solución y como refugio.

Por supuesto la vida no era nada fácil. Para los que ya estaban aquí era difícil de por sí; pero se incrementó esa dificultad con la llegada de tantos otros en muy poco tiempo. El trabajo, la ocupación, los oficios eran buscados a toda costa. Vivir con poco era suficiente. Era estar a salvo de la precariedad campirana o de la pobreza urbana en capitales de los estados de la república.

Pero había que hacer de tripas corazón y vivir y dejar vivir. En las vecindades se convivía. Por supuesto había conflictos. La convivencia no era fácil, pero se intentaba llevar la fiesta en paz; se hacían fiestas colectivas y apoyos colectivos; la solidaridad era también una marca del tiempo y de la casa. El “ayúdate que yo te ayudaré” era la consigna al mismo tiempo religiosa como práctica.

Y es ese mundo el que dibuja Chava Flores... Salvador Flores Rivera, “El compositor festivo de México”, “El Cronista Musical de la Ciudad”, “El folklorista urbano de México” y “El compositor del barrio”. Un compositor que nació en la calle de la Soledad, en La Merced, Distrito Federal, en 1920, aunque llegó a la composición musical en 1952 con una de sus primeras composiciones que pronto se hicieron de la radio y para alegrar el tono y la forma de la música urbana.

Chava Flores fue un personaje puramente urbano, que vivió en todos sus aspectos la vida de la capital del país ya como ferretero, sastre, comerciante, impresor, vendedor de puerta en puerta... Recorrió a pie la capital y la conoció en todas sus intensidades y contrastes. Sobre todo identificó al mexicano en sus grandes conflictos cotidianos y en sus soluciones sencillas y sin complicaciones.

Se dice que todavía niño pasó a vivir a Tacuba, luego a la colonia Roma y Santa María la Ribera; también probablemente en Azcapotzalco y en la Unidad Cuitláhuac. En 1983 decidió radicar en Morelia, Michoacán, aunque murió en la Ciudad de México el 5 de agosto de 1987: tenía 67 años.

Al morir su padre en 1933, tuvo que dejar estudios para trabajar. Se necesitaba el recurso para la familia. Trabajó en diversos oficios y negocios como ayudante o empleado; intentó varios negocios que no prosperaron, pero siempre tenía el gusanito de la música: le gustaba mucho la cantaba y sabía cientos de canciones de todos modos y estilos... Con ese bagaje intentó hacer una aportación musical, la primera de él: “El Álbum de Oro de la Canción”, un ‘cancionero’ de divulgación popular.

Luego lo intentaría con unos cuadernos de 32 páginas a los que llamó también “El Álbum de Oro de la Canción”. (Con un precio de sesenta y cinco centavos). “En ellos aparecían las canciones más gustadas de todos los tiempos. Circuló durante cuatro años, al lado del ‘Cancionero Picot’.”

Pero conocer tantas canciones, cantarlas, saber cuáles eran sus particularidades musicales, su letra y su ritmo permitió que comenzara a intentar hacer sus propias canciones. Y a interpretarlas. Pero su vena humorística y pícara estaba en sus letras y en sus tonos musicales.

Así que para 1952 se hace famosa una de sus primeras producciones “Dos horas de balazos” y enseguida “La tertulia”... y de ahí para adelante. La RCA Víctor le abrió las puertas de par en par. Salvador Flores Pineda, con más de doscientas canciones, sería desde entonces, para todos los mexicanos, el querido por siempre “Chava” Flores. El compositor de nuestras intimidades colectivas. De nuestras fiestas emocionales y de nuestro carpe diem como regla de vida.

Pronto muchos cantantes quisieron interpretar sus alegrías: Pedro Infante, Rosita Quintana, Luis Aguilar, Manuel “El Loco” Valdés, Víctor Iturbe, Pedro Vargas, Óscar Chávez, Amparo Ochoa, Tehua. Alex Lora, Javier Bátiz y otros rockeros mexicanos anunciaron un tributo a Chava Flores en 2020.

Chava Flores nos alegra la vida. A su modo nos dice lo mismo que Juan Rulfo en aquello de que “la vida no es muy seria en sus cosas”, que hay que tomarla con alegría, con ilusión...

“Cuando la luna se pone regrandota, como una pelotota y alumbra el callejón, se oye el maullido del triste gato viudo y su lomo peludo se eriza con horror. Pero no falta quien mande un zapatazo, que salga hecho balazo a quitarle lo chillón; y en el alero del místico tejado el gato se ha quejado cantando esta canción: Para curar mi mal de amores dijeron los doitores' que no había salvación.” Tan-tan.


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