/ jueves 10 de octubre de 2019

La educación de los fanáticos

El juicio político a Donald Trump ha pasado de improbable a casi definitivo. A mí, al menos, me cuesta imaginar en qué tendría que fallar la Cámara de Representantes para que no se realizara el juicio político con lo que ya sabemos sobre las acciones de Trump.

El fallo de culpabilidad en el Senado sigue siendo una posibilidad muy remota, pero no tanto como parecía en momentos anteriores.

Sin embargo, no estoy hablando sobre los extremistas de derecha que dominan el Partido Republicano.

No, me refiero a los centristas fanáticos, que no son una gran tajada del electorado, pero han tenido una influencia decisiva en las opiniones de la élite y la cobertura mediática.

¿De quiénes estoy hablando?

Bien, entre otras personas, de Joe Biden, quien en repetidas ocasiones ha insistido en que Trump es una aberración, pero que no representa a la totalidad del Partido Republicano.

Durante muchos años, algunos de nosotros hemos diferido con esa cosmovisión, arguyendo que el Partido Republicano de la actualidad es una fuerza radical que cada vez se opone más a la democracia.

Corría el año de 2003 cuando escribí que el conservadurismo moderno es “un movimiento cuyos líderes no aceptan la legitimidad de nuestro sistema político actual”. En 2012, Thomas Mann y Norman Ornstein declararon que el problema central de la política estadounidense era un Partido Republicano que no sólo era extremo, sino que “menospreciaba la legitimidad de su oposición política”.

No obstante, durante mucho tiempo, si defendías ese argumento —señalando que los republicanos cada vez sonaban más autoritarios y violaban cada vez más normas democráticas—, te tachaban de estridente, si no es que de trastornado.

Incluso el ascenso de Donald Trump, y los paralelos evidentes entre el trumpismo y los movimientos autoritarios que han destrozado la democracia en lugares como Hungría y Polonia, apenas hicieron mella en la complacencia centrista.

Sin embargo, aunque sea algo imposible de cuantificar, tengo la sensación de que los sucesos de las últimas semanas por fin han logrado atravesar el muro de la negación centrista.

En este momento, las cosas que antes eran simplemente obvias se han vuelto innegables.

Sí, Trump ha invitado a potencias extranjeras a intervenir en la política estadounidense para su beneficio. Lo ha hecho incluso frente a la cámara.

Sí, ha asegurado que sus opositores políticos a nivel nacional están cometiendo traición al ejercer sus derechos constitucionales de vigilancia, y no hay duda de que está ansioso por usar el sistema de justicia para criminalizar las críticas.

No, Trump no es una aberración. Es un descarado poco común y un corrupto estridente, pero en un nivel básico, es la culminación del camino que ha estado siguiendo su partido durante décadas.

Y la vida política estadounidense no empezará a recuperarse hasta que los centristas se enfrenten a esta realidad incómoda.

El juicio político a Donald Trump ha pasado de improbable a casi definitivo. A mí, al menos, me cuesta imaginar en qué tendría que fallar la Cámara de Representantes para que no se realizara el juicio político con lo que ya sabemos sobre las acciones de Trump.

El fallo de culpabilidad en el Senado sigue siendo una posibilidad muy remota, pero no tanto como parecía en momentos anteriores.

Sin embargo, no estoy hablando sobre los extremistas de derecha que dominan el Partido Republicano.

No, me refiero a los centristas fanáticos, que no son una gran tajada del electorado, pero han tenido una influencia decisiva en las opiniones de la élite y la cobertura mediática.

¿De quiénes estoy hablando?

Bien, entre otras personas, de Joe Biden, quien en repetidas ocasiones ha insistido en que Trump es una aberración, pero que no representa a la totalidad del Partido Republicano.

Durante muchos años, algunos de nosotros hemos diferido con esa cosmovisión, arguyendo que el Partido Republicano de la actualidad es una fuerza radical que cada vez se opone más a la democracia.

Corría el año de 2003 cuando escribí que el conservadurismo moderno es “un movimiento cuyos líderes no aceptan la legitimidad de nuestro sistema político actual”. En 2012, Thomas Mann y Norman Ornstein declararon que el problema central de la política estadounidense era un Partido Republicano que no sólo era extremo, sino que “menospreciaba la legitimidad de su oposición política”.

No obstante, durante mucho tiempo, si defendías ese argumento —señalando que los republicanos cada vez sonaban más autoritarios y violaban cada vez más normas democráticas—, te tachaban de estridente, si no es que de trastornado.

Incluso el ascenso de Donald Trump, y los paralelos evidentes entre el trumpismo y los movimientos autoritarios que han destrozado la democracia en lugares como Hungría y Polonia, apenas hicieron mella en la complacencia centrista.

Sin embargo, aunque sea algo imposible de cuantificar, tengo la sensación de que los sucesos de las últimas semanas por fin han logrado atravesar el muro de la negación centrista.

En este momento, las cosas que antes eran simplemente obvias se han vuelto innegables.

Sí, Trump ha invitado a potencias extranjeras a intervenir en la política estadounidense para su beneficio. Lo ha hecho incluso frente a la cámara.

Sí, ha asegurado que sus opositores políticos a nivel nacional están cometiendo traición al ejercer sus derechos constitucionales de vigilancia, y no hay duda de que está ansioso por usar el sistema de justicia para criminalizar las críticas.

No, Trump no es una aberración. Es un descarado poco común y un corrupto estridente, pero en un nivel básico, es la culminación del camino que ha estado siguiendo su partido durante décadas.

Y la vida política estadounidense no empezará a recuperarse hasta que los centristas se enfrenten a esta realidad incómoda.