/ martes 21 de julio de 2020

Neotalibanismo (II)

La presión de grupos que de modo radical tratan de imponer su punto de vista sobre temas polémicos pero cuya discusión intentan de impedir, genera auténtica aprensión entre quienes defienden posturas a las que se tilda de “políticamente incorrectas”. Tales temores se justifican porque como he señalado, hay gente a la que han despedido por esta clase de presiones; por eso algunos de los firmantes del manifiesto de los 150 intelectuales, principalmente estadounidenses, que se oponen a esta radicalización intolerante, ahora se están retractando y retirando sus firmas, supuestamente avergonzados bajo la presión de miembros de la corriente de intolerancia que se asemeja a fórmulas verdaderamente deleznables aparecidas en otras épocas y otros lugares, como la ya referida filosofía de los talibanes, o lo que en su tiempo fue el puritanismo impuesto a los ingleses en tiempos de Cromwell, que prohibía incluso las representaciones teatrales consideradas una expresión maligna; la guillotina durante el período del Terror revolucionario encabezado por Robespierre, y la Revolución Cultural impuesta por Mao en China. Todas esas expresiones tienen un vínculo común con el fascismo y el comunismo que pretenden imponer un pensamiento uniforme. Los referentes mencionados intentaban desde el poder, forzar la unanimidad del pensamiento, pero el fenómeno que me ocupa implica la imposición de las opiniones y creencias de una parte —incluso minoritaria— de la sociedad para acallar a la otra parte.

Ocurre que la más mínima expresión que presente reservas por ejemplo respecto de los posicionamientos frente a la diversidad sexual, a la igualdad de género, a la participación femenina en la vida social, al empleo del lenguaje incluyente, al cambio climático o a la defensa de los animales se convierte en un atentado público que debe ser condenado, sus autores vilipendiados y hasta despedidos del trabajo que realizan.

Además, frecuentemente se dan situaciones paradójicas o contradictorias. Por ejemplo, las empresas que por exigencias de grupos defensores de indígenas consiguieron privar de su nombre tradicional al equipo de los Pieles Rojas de Washington, satisfacen a los demandantes con ese acto superficial y simbólico, pero no ejercen la misma presión sobre el gobierno estadounidense para que ratifique el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales ni para combatir la utilización abusiva de tierras indígenas cruzadas por oleoductos o empleadas para depositar desechos nucleares. En otros ámbitos encontramos la oposición de grupos feministas a los concursos de belleza porque los consideran ofensivos a la dignidad de la mujer, posición que por cierto es rechazada por mujeres que han participado en dichos concursos y no por eso se sienten indignas, ofendidas o “cosificadas”. Lo paradójico es que quienes defienden la libertad de elección de las mujeres en el tema del aborto, señalando que tienen el derecho a disponer libremente de su cuerpo, les niegan ese mismo derecho para exhibirlo, si así lo desean, a las mujeres que ejercen su libertad de participar en tales certámenes.

Las voces de quienes ven en las referidas conductas inhibitorias una amenaza a la libertad de expresión y de pensamiento deben ser escuchadas. En México afortunadamente la Constitución protege la libertad de convicciones éticas, ello quiere decir que el pensamiento que cada quien tenga sobre lo bueno o lo malo debe ser respetado y, cuando se expresa, debe entenderse como un requisito democrático para discutir públicamente cualquier asunto. La convicción ética, por aberrante que pueda parecer, tiene que ser respetada en tanto se mantenga en el ámbito del pensamiento y de su manifestación escrita, hablada o artística, y no catalogarse sin más trámite como lenguaje de odio, con lo cual se recurre justamente al fenómeno que se quiere combatir. A quienes se atribuye, muchas veces de manera injusta, emplear dicho lenguaje, se les hace víctimas de una actitud igualmente de odio y de exclusión.

La mayor parte de las veces no hay ingredientes de odio o inclinación por exterminar a alguien, en ciertas expresiones de humor; en otras de prejuicios ancestrales vinculados a refranes populares y tampoco en referencias a convicciones morales que han tenido su raíz en una axiología quizás anticuada, pero sostenida de manera sincera por quienes la profesan. Empero, las reacciones que suscitan llegan a manifestarse con tal virulencia, que esas sí parecen destilar odio, convirtiéndose entonces en el combustible del enfrentamiento, la intolerancia y el rechazo recíproco.

Prohibir pensar, o decir lo que se piensa, es uno de los rasgos más conspicuos de cualquier dictadura. Hay que hacer frente a este intento intolerante de imponer una sola línea de pensamiento rescatando la frase atribuida a Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte el derecho que tienes de decirlo”.


eduardoandrade1948@gmail.com

La presión de grupos que de modo radical tratan de imponer su punto de vista sobre temas polémicos pero cuya discusión intentan de impedir, genera auténtica aprensión entre quienes defienden posturas a las que se tilda de “políticamente incorrectas”. Tales temores se justifican porque como he señalado, hay gente a la que han despedido por esta clase de presiones; por eso algunos de los firmantes del manifiesto de los 150 intelectuales, principalmente estadounidenses, que se oponen a esta radicalización intolerante, ahora se están retractando y retirando sus firmas, supuestamente avergonzados bajo la presión de miembros de la corriente de intolerancia que se asemeja a fórmulas verdaderamente deleznables aparecidas en otras épocas y otros lugares, como la ya referida filosofía de los talibanes, o lo que en su tiempo fue el puritanismo impuesto a los ingleses en tiempos de Cromwell, que prohibía incluso las representaciones teatrales consideradas una expresión maligna; la guillotina durante el período del Terror revolucionario encabezado por Robespierre, y la Revolución Cultural impuesta por Mao en China. Todas esas expresiones tienen un vínculo común con el fascismo y el comunismo que pretenden imponer un pensamiento uniforme. Los referentes mencionados intentaban desde el poder, forzar la unanimidad del pensamiento, pero el fenómeno que me ocupa implica la imposición de las opiniones y creencias de una parte —incluso minoritaria— de la sociedad para acallar a la otra parte.

Ocurre que la más mínima expresión que presente reservas por ejemplo respecto de los posicionamientos frente a la diversidad sexual, a la igualdad de género, a la participación femenina en la vida social, al empleo del lenguaje incluyente, al cambio climático o a la defensa de los animales se convierte en un atentado público que debe ser condenado, sus autores vilipendiados y hasta despedidos del trabajo que realizan.

Además, frecuentemente se dan situaciones paradójicas o contradictorias. Por ejemplo, las empresas que por exigencias de grupos defensores de indígenas consiguieron privar de su nombre tradicional al equipo de los Pieles Rojas de Washington, satisfacen a los demandantes con ese acto superficial y simbólico, pero no ejercen la misma presión sobre el gobierno estadounidense para que ratifique el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales ni para combatir la utilización abusiva de tierras indígenas cruzadas por oleoductos o empleadas para depositar desechos nucleares. En otros ámbitos encontramos la oposición de grupos feministas a los concursos de belleza porque los consideran ofensivos a la dignidad de la mujer, posición que por cierto es rechazada por mujeres que han participado en dichos concursos y no por eso se sienten indignas, ofendidas o “cosificadas”. Lo paradójico es que quienes defienden la libertad de elección de las mujeres en el tema del aborto, señalando que tienen el derecho a disponer libremente de su cuerpo, les niegan ese mismo derecho para exhibirlo, si así lo desean, a las mujeres que ejercen su libertad de participar en tales certámenes.

Las voces de quienes ven en las referidas conductas inhibitorias una amenaza a la libertad de expresión y de pensamiento deben ser escuchadas. En México afortunadamente la Constitución protege la libertad de convicciones éticas, ello quiere decir que el pensamiento que cada quien tenga sobre lo bueno o lo malo debe ser respetado y, cuando se expresa, debe entenderse como un requisito democrático para discutir públicamente cualquier asunto. La convicción ética, por aberrante que pueda parecer, tiene que ser respetada en tanto se mantenga en el ámbito del pensamiento y de su manifestación escrita, hablada o artística, y no catalogarse sin más trámite como lenguaje de odio, con lo cual se recurre justamente al fenómeno que se quiere combatir. A quienes se atribuye, muchas veces de manera injusta, emplear dicho lenguaje, se les hace víctimas de una actitud igualmente de odio y de exclusión.

La mayor parte de las veces no hay ingredientes de odio o inclinación por exterminar a alguien, en ciertas expresiones de humor; en otras de prejuicios ancestrales vinculados a refranes populares y tampoco en referencias a convicciones morales que han tenido su raíz en una axiología quizás anticuada, pero sostenida de manera sincera por quienes la profesan. Empero, las reacciones que suscitan llegan a manifestarse con tal virulencia, que esas sí parecen destilar odio, convirtiéndose entonces en el combustible del enfrentamiento, la intolerancia y el rechazo recíproco.

Prohibir pensar, o decir lo que se piensa, es uno de los rasgos más conspicuos de cualquier dictadura. Hay que hacer frente a este intento intolerante de imponer una sola línea de pensamiento rescatando la frase atribuida a Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte el derecho que tienes de decirlo”.


eduardoandrade1948@gmail.com