/ domingo 26 de mayo de 2019

Medidas

Durante los últimos 130 años la humanidad estuvo de acuerdo con lo que era un kilo, hasta que el lunes pasado se anunció la modificación en la forma en que se calcula esta unidad de peso.

Resulta que, por diferentes razones, el cilindro que representa un kilo exacto perdió a lo largo de los años unos 50 microgramos, el equivalente a unos cuantos granos de arena, pero suficiente para alterar la precisión del artefacto que usamos para medir cualquier otro equivalente a un kilogramo.

Con cálculos y valores más precisos, que no sufrirán las irremediables alteraciones del tiempo, los científicos sustituirán al cilindro cuidadosamente protegido por dos campanas de cristal, por un procedimiento que incluye considerar las vibraciones de los átomos, la mecánica cuántica y hasta la velocidad de la luz.

El cambio representa una transformación histórica en el Sistema Internacional de Unidades y tendrá repercusiones en muchos campos de la ciencia y de la industria, aunque en lo inmediato está confirmado que no ayudará a nadie en la báscula.

Igual que el patrón de oro o el metro, se trata de medidas que han sido acordadas para tener un denominador común que facilite las transacciones, los cálculos y el comercio. Por ejemplo, la razón de que el dólar sea una moneda global fue por una decisión tomada en 1944, al triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, durante la famosa cumbre Bretton Woods.

Es decir, en cierto momento los humanos nos ponemos de acuerdo para determinar los mínimos necesarios para convivir y avanzar. Por lo general lo hacen aquellos que tienen el poder de fijar las reglas del juego internacional y a partir de ahí el resto las asumimos como normales.

En México hemos desarrollado muchas medidas que nos permiten entender nuestro deterioro, pero que no nos dejan claro cómo un país con tantas ventajas sufre tanto para convertirse en una potencia mundial.

Una de esas medidas, muy conocida, es que ningún patrón es confiable, los kilos no son de a kilo, los litros tampoco, y siempre tenemos serias dudas sobre lo que miden en realidad las superficies y los metros cuadrados, sobre todo cuando pensamos en adquirir una propiedad.

Ocurre lo mismo con los números públicos y privados, jamás nos salen las cuentas y la mayoría nos quedamos con la impresión de que alguien, o muchos, se están beneficiando a nuestras costillas. Ya sea con el presupuesto, los pronósticos de crecimiento, el monto de las inversiones privadas o hasta con las partículas contaminantes.

Esta falta de credibilidad nacional en instituciones, gobiernos, empresas y personalidades, ha provocado una enfermedad adicional a la de la corrupción, hoy tan diagnosticada por el gobierno federal actual: la desconfianza.

Esa, y las otras, son las medidas que usamos todos los días para relacionarnos como sociedad. Nadie confía en nadie, parece que es el patrón de oro con el que vamos por la calle haciendo cálculos sobre nuestro futuro y ello encierra un enorme riesgo.

Una sociedad que tiene como patrón la desconfianza, no puede hacer otra cosa más que proteger primero sus intereses particulares, antes de pensar en el interés de la mayoría. Una sociedad que mira con recelo al de al lado, piensa siempre en defenderse y no en colaborar. Esa misma sociedad, hace de la polarización el lugar cómodo para no participar, ni intervenir, menos denunciar, aunque se queje todo el tiempo.

Vivir en la desconfianza, en suma, paraliza. Reduce a su máxima expresión el empuje y la iniciativa que son necesarias para dar los pasos requeridos para mejorar.

Con esa medida tomamos decisiones, nos comportamos en grupo y nos formamos una idea de país que cae fácilmente en el prejuicio, la ofensa y la crítica inútil.

Ninguna medida es infinita, ya lo vimos con el kilogramo, y cada época demanda actualizaciones que sean mejores, precisas y con referencias modernas para hacer los cálculos cotidianos. Tenemos la oportunidad de elaborar otras que nos permitan avanzar y para eso no necesitamos a nadie más que a nosotros como ciudadanos.

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Durante los últimos 130 años la humanidad estuvo de acuerdo con lo que era un kilo, hasta que el lunes pasado se anunció la modificación en la forma en que se calcula esta unidad de peso.

Resulta que, por diferentes razones, el cilindro que representa un kilo exacto perdió a lo largo de los años unos 50 microgramos, el equivalente a unos cuantos granos de arena, pero suficiente para alterar la precisión del artefacto que usamos para medir cualquier otro equivalente a un kilogramo.

Con cálculos y valores más precisos, que no sufrirán las irremediables alteraciones del tiempo, los científicos sustituirán al cilindro cuidadosamente protegido por dos campanas de cristal, por un procedimiento que incluye considerar las vibraciones de los átomos, la mecánica cuántica y hasta la velocidad de la luz.

El cambio representa una transformación histórica en el Sistema Internacional de Unidades y tendrá repercusiones en muchos campos de la ciencia y de la industria, aunque en lo inmediato está confirmado que no ayudará a nadie en la báscula.

Igual que el patrón de oro o el metro, se trata de medidas que han sido acordadas para tener un denominador común que facilite las transacciones, los cálculos y el comercio. Por ejemplo, la razón de que el dólar sea una moneda global fue por una decisión tomada en 1944, al triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, durante la famosa cumbre Bretton Woods.

Es decir, en cierto momento los humanos nos ponemos de acuerdo para determinar los mínimos necesarios para convivir y avanzar. Por lo general lo hacen aquellos que tienen el poder de fijar las reglas del juego internacional y a partir de ahí el resto las asumimos como normales.

En México hemos desarrollado muchas medidas que nos permiten entender nuestro deterioro, pero que no nos dejan claro cómo un país con tantas ventajas sufre tanto para convertirse en una potencia mundial.

Una de esas medidas, muy conocida, es que ningún patrón es confiable, los kilos no son de a kilo, los litros tampoco, y siempre tenemos serias dudas sobre lo que miden en realidad las superficies y los metros cuadrados, sobre todo cuando pensamos en adquirir una propiedad.

Ocurre lo mismo con los números públicos y privados, jamás nos salen las cuentas y la mayoría nos quedamos con la impresión de que alguien, o muchos, se están beneficiando a nuestras costillas. Ya sea con el presupuesto, los pronósticos de crecimiento, el monto de las inversiones privadas o hasta con las partículas contaminantes.

Esta falta de credibilidad nacional en instituciones, gobiernos, empresas y personalidades, ha provocado una enfermedad adicional a la de la corrupción, hoy tan diagnosticada por el gobierno federal actual: la desconfianza.

Esa, y las otras, son las medidas que usamos todos los días para relacionarnos como sociedad. Nadie confía en nadie, parece que es el patrón de oro con el que vamos por la calle haciendo cálculos sobre nuestro futuro y ello encierra un enorme riesgo.

Una sociedad que tiene como patrón la desconfianza, no puede hacer otra cosa más que proteger primero sus intereses particulares, antes de pensar en el interés de la mayoría. Una sociedad que mira con recelo al de al lado, piensa siempre en defenderse y no en colaborar. Esa misma sociedad, hace de la polarización el lugar cómodo para no participar, ni intervenir, menos denunciar, aunque se queje todo el tiempo.

Vivir en la desconfianza, en suma, paraliza. Reduce a su máxima expresión el empuje y la iniciativa que son necesarias para dar los pasos requeridos para mejorar.

Con esa medida tomamos decisiones, nos comportamos en grupo y nos formamos una idea de país que cae fácilmente en el prejuicio, la ofensa y la crítica inútil.

Ninguna medida es infinita, ya lo vimos con el kilogramo, y cada época demanda actualizaciones que sean mejores, precisas y con referencias modernas para hacer los cálculos cotidianos. Tenemos la oportunidad de elaborar otras que nos permitan avanzar y para eso no necesitamos a nadie más que a nosotros como ciudadanos.

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