/ martes 23 de octubre de 2018

Anáhuac Global | ¿Moderada, relativa, absoluta, extrema?

Por: Catherine Patri Rousselet

Existe en materia de pobreza un sórdido cinismo colectivo: una indiferencia pragmática generalizada, asistida por míseras leyes nacionales de desarrollo social que han determinado cuatro tipos de pobreza: moderada, relativa, absoluta y extrema.

Calificado por el Fondo Monetario Internacional como la economía décima quinta del mundo, México ostenta para su Índice de Desarrollo Humano (educación, salud, ingreso) el ignominioso lugar 74 de 183 países evaluados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

A nadie que tenga el mínimo respeto por la dignidad humana, debería importarle las estadísticas. Sin embargo, en el umbral de la cuarta transformación del país, es relevante (imprescindible) tener en cuenta que 43.8% de la población nacional vive en situación de pobreza al presentar graves carencias en (entre otros) ingresos, nutrición, acceso al agua potable, vivienda, educación, atención de la salud, seguridad social y mental.

Buscar generar para todas y todos el bien estar (sin epíteto) que toda persona se merece, va más allá de la erradicación del 50% de la pobreza extrema (Objetivo 1 de la Declaración del Milenio del año 2000). En octubre de 2015, en el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza y un mes después que se presentara la nueva agenda universal para el desarrollo sostenible, el entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, el diplomático surcoreano Ban Ki-moon, auguraba: “nuestra generación puede ser la primera en presenciar un mundo sin pobreza extrema, donde todas las personas, no sólo los poderosos y los privilegiados, puedan participar y contribuir por igual, sin discriminación ni miseria”.

Pues, manos a la obra. Tampoco románticos lemas como “No dejar a nadie atrás” que identifica a la Agenda 2030 brindan verdaderas soluciones para el bien estar de las comunidades, porque si la intención es genuinamente generosa, la concepción de las economías nacionales no lo es. No se trata de vituperar en contra de las teorías neoliberales, ni de lamentarse sobre la ausencia de voluntad política en sociedades altamente corruptas, sino de girar el eje de la prosperidad cuyo centro debe ser la persona y su familia: valorar las capacidades territoriales sin atomizar el desarrollo nacional, potenciar las vocaciones locales debidamente capacitadas para el desarrollo sostenible.

En ese esquema, la cooperación internacional para el desarrollo (CID) (Sur-Sur, Triangular), entendida como una herramienta complementaria pero corresponsable para el desarrollo local (y no como un mecanismo neocolonialista que reproduce el modelo de subyugación del Sural Norte), ofrece ilimitadas y creativas posibilidades. En el estrepitoso pero interesante esquema contemporáneo de reconfiguración global, los gobiernos locales mexicanos (estales y municipales) tienen, por la experiencia acumulada a lo largo de casi medio siglo en CID (esencialmente como receptores), la capacidad de ocupar un activo liderazgo que permita generar, como oferentes, proyectos para la prosperidad comunitaria que el mejor intencionado cambio estructural no puede asegurar.

El presente es, invariablemente, el momento histórico más fascinante. Siempre.

Por: Catherine Patri Rousselet

Existe en materia de pobreza un sórdido cinismo colectivo: una indiferencia pragmática generalizada, asistida por míseras leyes nacionales de desarrollo social que han determinado cuatro tipos de pobreza: moderada, relativa, absoluta y extrema.

Calificado por el Fondo Monetario Internacional como la economía décima quinta del mundo, México ostenta para su Índice de Desarrollo Humano (educación, salud, ingreso) el ignominioso lugar 74 de 183 países evaluados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

A nadie que tenga el mínimo respeto por la dignidad humana, debería importarle las estadísticas. Sin embargo, en el umbral de la cuarta transformación del país, es relevante (imprescindible) tener en cuenta que 43.8% de la población nacional vive en situación de pobreza al presentar graves carencias en (entre otros) ingresos, nutrición, acceso al agua potable, vivienda, educación, atención de la salud, seguridad social y mental.

Buscar generar para todas y todos el bien estar (sin epíteto) que toda persona se merece, va más allá de la erradicación del 50% de la pobreza extrema (Objetivo 1 de la Declaración del Milenio del año 2000). En octubre de 2015, en el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza y un mes después que se presentara la nueva agenda universal para el desarrollo sostenible, el entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, el diplomático surcoreano Ban Ki-moon, auguraba: “nuestra generación puede ser la primera en presenciar un mundo sin pobreza extrema, donde todas las personas, no sólo los poderosos y los privilegiados, puedan participar y contribuir por igual, sin discriminación ni miseria”.

Pues, manos a la obra. Tampoco románticos lemas como “No dejar a nadie atrás” que identifica a la Agenda 2030 brindan verdaderas soluciones para el bien estar de las comunidades, porque si la intención es genuinamente generosa, la concepción de las economías nacionales no lo es. No se trata de vituperar en contra de las teorías neoliberales, ni de lamentarse sobre la ausencia de voluntad política en sociedades altamente corruptas, sino de girar el eje de la prosperidad cuyo centro debe ser la persona y su familia: valorar las capacidades territoriales sin atomizar el desarrollo nacional, potenciar las vocaciones locales debidamente capacitadas para el desarrollo sostenible.

En ese esquema, la cooperación internacional para el desarrollo (CID) (Sur-Sur, Triangular), entendida como una herramienta complementaria pero corresponsable para el desarrollo local (y no como un mecanismo neocolonialista que reproduce el modelo de subyugación del Sural Norte), ofrece ilimitadas y creativas posibilidades. En el estrepitoso pero interesante esquema contemporáneo de reconfiguración global, los gobiernos locales mexicanos (estales y municipales) tienen, por la experiencia acumulada a lo largo de casi medio siglo en CID (esencialmente como receptores), la capacidad de ocupar un activo liderazgo que permita generar, como oferentes, proyectos para la prosperidad comunitaria que el mejor intencionado cambio estructural no puede asegurar.

El presente es, invariablemente, el momento histórico más fascinante. Siempre.