/ jueves 21 de noviembre de 2019

Contrapesos en riesgo

La elección de la nueva titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), por la forma en que se dio y dados los antecedentes partidistas de ésta, es otro eslabón de una cadena de hechos que está socavando de manera acelerada el sistema de pesos y contrapesos que los mexicanos hemos construido a lo largo de muchos años.

A estas alturas de la etapa que el país recién inició en materia política, es claro que está en riesgo una de las herencias más valiosas del proceso de democratización mediante el cual se superó un periodo de 70 años de partido hegemónico y presidencialismo autoritario en el Siglo XX.

La división de poderes es un fundamento esencial de la democracia moderna, del liberalismo y, en el caso de México, del federalismo, la cual hay que cuidar no sólo para acotar la concentración de potestades y los perjuicios que eso puede causar. También resulta indispensable si queremos contar con instituciones eficaces para la gestión de los asuntos públicos y del bien común.

Distribución de la autoridad significa repartir facultades y recursos, para que no los acapare una sola instancia y que, además, haya trascendencia respecto a tiempos y preferencias políticas: es decir, que los poderes sean efectivamente públicos y que unas partes del Estado sean fieles de la balanza y/o complementos de otras. Originalmente, en la división clásica entre ejecutivo, legislativo y judicial; actualmente, con diversos organismos e inclusive procesos de gobierno con algún grado de autonomía y especialización a los que se confíe una parcela de competencia.

En ese punto advertimos esta otra gran fuente de valor del sistema democrático de contrapesos, adicional al principio liberal de impedir el dominio absoluto y la contención de un mando que en esencia es y debe ser temporal, delegado por la ciudadanía y sujeto a las leyes, aun si deriva de la preferencia de las mayorías. Ese gran activo es el de contar con instituciones especializadas y capacitadas para lidiar con un entorno político, económico y social cada vez más complejo.

Por ejemplo, tener entidades con competencias profesionales y técnicas suficientes para regular sectores con características diferenciadas, intereses encontrados y retos de alta complejidad, sustrayendo esa facultad de una instancia eminentemente política, como lo son el Congreso o las legislaturas estatales o bien el Poder Ejecutivo, siempre sujeto al riesgo de la discrecionalidad o de actuar conforme a inclinaciones partidistas o ideológicas.

Considero que en ello radica, en gran medida, el valor que se da al desarrollo de las instituciones del Estado en el famoso libro de los académicos Daron Acemoglu y James A. Robinson, “Por qué fracasan los países”: en la consistencia que da el tener un sistema de gobierno democrático, eficaz y sustentable, con su urdimbre de pesos y contrapesos y una especialización creciente de sus distintos componentes, más que en un gobierno en específico. Por la certidumbre que esa estructura da a los agentes políticos, sociales y económicos para su interacción: la distribución de competencias y responsabilidades, con una profesionalización evolutiva en las diferentes áreas de la gestión de gobierno, en contraposición al riesgo de arbitrariedad y error por la acumulación del poder en una sola instancia, en algún grupo o en una persona.

De ahí la pertinencia de un órgano especializado y con algún grado de independencia técnica y de decisión que regule las comisiones que se cobran en el sector financiero o las prácticas de las empresas de telecomunicaciones o de energía, en lugar de que lo haga un gobierno a través de decretos o una cámara legislativa cuya integración cambia cada tres o seis años.

Lo mismo aplica para los derechos humanos que defiende la CNDH, en la organización de las elecciones que la Constitución encomienda al Instituto Nacional Electoral, en la política monetaria que le toca al Banco de México, en la impartición de justicia que es facultad del Poder Judicial como árbitro necesariamente imparcial, en la generación de información confiable que es la razón de ser del Instituto Nacional de Estadística y Geografía o en la distribución de jurisdicciones entre la Federación, los estados y los municipios, para, entre otras cosas, evitar el centralismo.

En todos los casos, importa, y mucho, la legitimidad, la imparcialidad y también la profesionalización. Por eso es primordial defender el sistema de pesos y contrapesos que hemos ido cimentando en nuestro país, con muchos esfuerzos, batallas democráticas memorables y una participación ciudadana cada vez más activa y determinante. Lo necesitamos para superar los grandes desafíos que enfrentamos como nación, con objeto de conservar y fortalecer la cohesión nacional y en la tarea de consolidar el Estado democrático de derecho, para que verdaderamente pueda ser una palanca de unión, desarrollo y justicia.

Los gobiernos son temporales; pero las instituciones públicas deben tener una proyección transexenal. Por supuesto, siempre que queramos ser congruentes con los principios elementales de la democracia y el liberalismo.

El fortalecimiento de las instituciones del Estado mexicano es una asignatura que debe unirnos, más allá de las diferencias partidistas. Si los contrapesos y las instituciones públicas son vulneradas, ya sea presupuestalmente, con medidas que afecten su autonomía y legitimidad o con un discurso polarizador, quien pierde es la nación.


La elección de la nueva titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), por la forma en que se dio y dados los antecedentes partidistas de ésta, es otro eslabón de una cadena de hechos que está socavando de manera acelerada el sistema de pesos y contrapesos que los mexicanos hemos construido a lo largo de muchos años.

A estas alturas de la etapa que el país recién inició en materia política, es claro que está en riesgo una de las herencias más valiosas del proceso de democratización mediante el cual se superó un periodo de 70 años de partido hegemónico y presidencialismo autoritario en el Siglo XX.

La división de poderes es un fundamento esencial de la democracia moderna, del liberalismo y, en el caso de México, del federalismo, la cual hay que cuidar no sólo para acotar la concentración de potestades y los perjuicios que eso puede causar. También resulta indispensable si queremos contar con instituciones eficaces para la gestión de los asuntos públicos y del bien común.

Distribución de la autoridad significa repartir facultades y recursos, para que no los acapare una sola instancia y que, además, haya trascendencia respecto a tiempos y preferencias políticas: es decir, que los poderes sean efectivamente públicos y que unas partes del Estado sean fieles de la balanza y/o complementos de otras. Originalmente, en la división clásica entre ejecutivo, legislativo y judicial; actualmente, con diversos organismos e inclusive procesos de gobierno con algún grado de autonomía y especialización a los que se confíe una parcela de competencia.

En ese punto advertimos esta otra gran fuente de valor del sistema democrático de contrapesos, adicional al principio liberal de impedir el dominio absoluto y la contención de un mando que en esencia es y debe ser temporal, delegado por la ciudadanía y sujeto a las leyes, aun si deriva de la preferencia de las mayorías. Ese gran activo es el de contar con instituciones especializadas y capacitadas para lidiar con un entorno político, económico y social cada vez más complejo.

Por ejemplo, tener entidades con competencias profesionales y técnicas suficientes para regular sectores con características diferenciadas, intereses encontrados y retos de alta complejidad, sustrayendo esa facultad de una instancia eminentemente política, como lo son el Congreso o las legislaturas estatales o bien el Poder Ejecutivo, siempre sujeto al riesgo de la discrecionalidad o de actuar conforme a inclinaciones partidistas o ideológicas.

Considero que en ello radica, en gran medida, el valor que se da al desarrollo de las instituciones del Estado en el famoso libro de los académicos Daron Acemoglu y James A. Robinson, “Por qué fracasan los países”: en la consistencia que da el tener un sistema de gobierno democrático, eficaz y sustentable, con su urdimbre de pesos y contrapesos y una especialización creciente de sus distintos componentes, más que en un gobierno en específico. Por la certidumbre que esa estructura da a los agentes políticos, sociales y económicos para su interacción: la distribución de competencias y responsabilidades, con una profesionalización evolutiva en las diferentes áreas de la gestión de gobierno, en contraposición al riesgo de arbitrariedad y error por la acumulación del poder en una sola instancia, en algún grupo o en una persona.

De ahí la pertinencia de un órgano especializado y con algún grado de independencia técnica y de decisión que regule las comisiones que se cobran en el sector financiero o las prácticas de las empresas de telecomunicaciones o de energía, en lugar de que lo haga un gobierno a través de decretos o una cámara legislativa cuya integración cambia cada tres o seis años.

Lo mismo aplica para los derechos humanos que defiende la CNDH, en la organización de las elecciones que la Constitución encomienda al Instituto Nacional Electoral, en la política monetaria que le toca al Banco de México, en la impartición de justicia que es facultad del Poder Judicial como árbitro necesariamente imparcial, en la generación de información confiable que es la razón de ser del Instituto Nacional de Estadística y Geografía o en la distribución de jurisdicciones entre la Federación, los estados y los municipios, para, entre otras cosas, evitar el centralismo.

En todos los casos, importa, y mucho, la legitimidad, la imparcialidad y también la profesionalización. Por eso es primordial defender el sistema de pesos y contrapesos que hemos ido cimentando en nuestro país, con muchos esfuerzos, batallas democráticas memorables y una participación ciudadana cada vez más activa y determinante. Lo necesitamos para superar los grandes desafíos que enfrentamos como nación, con objeto de conservar y fortalecer la cohesión nacional y en la tarea de consolidar el Estado democrático de derecho, para que verdaderamente pueda ser una palanca de unión, desarrollo y justicia.

Los gobiernos son temporales; pero las instituciones públicas deben tener una proyección transexenal. Por supuesto, siempre que queramos ser congruentes con los principios elementales de la democracia y el liberalismo.

El fortalecimiento de las instituciones del Estado mexicano es una asignatura que debe unirnos, más allá de las diferencias partidistas. Si los contrapesos y las instituciones públicas son vulneradas, ya sea presupuestalmente, con medidas que afecten su autonomía y legitimidad o con un discurso polarizador, quien pierde es la nación.