/ domingo 11 de abril de 2021

El árbitro electoral

México se encuentra en una etapa crucial de su historia. Al tiempo de enfrentar la cada vez más grave crisis de seguridad pública e interior, la pandemia del Covid-19 está lejos de superarse y la crisis económica ha llegado a millones de hogares, agravando su capacidad para satisfacer necesidades básicas.

En este contexto, el Instituto Nacional Electoral (INE) está enfrentando el reto no solo de organizar el proceso electoral más grande de la historia democrática del país, sino de responder contundente e institucionalmente a los dardos envenenados que desde el Poder Ejecutivo Federal y el partido en el poder le arrojan, queriendo ponerlo contra las cuerdas.

Ser partido en el gobierno no solo genera beneficios, sino sobre todo responsabilidades, y la principal de ellas es acatar, observar y promover el respeto a las leyes en todo momento, no solo cuando le son favorables.

Afortunadamente, las y los consejeros electorales no han caído en las provocaciones y han respondido como se debe: con la Constitución y las leyes en la mano.

Después de todo, ésa es la mayor garantía para no cometer errores ni incongruencias: apegarse a la norma. Y así lo ha hecho el INE.

Sus resoluciones no responden a partidismos, fanatismos, predilecciones ni sospechas, sino al marco jurídico electoral con que el Constituyente Permanente (Poderes Legislativos federal y locales) lo ha dotado. No hacerlo sí le generaría responsabilidades y reproche por parte de la población.

Y es que el INE no es de un gobierno, de un hombre ni un candidato, sino de la sociedad mexicana. Por ello, es arbitrario e insostenible que personajes de dudosa reputación y sin calidad moral se crean con la capacidad de decir que esta institución de los mexicanos debe desaparecer.

Sobre todo, cuando se trata de la institución pública civil más valorada por la propia sociedad, que reconoce en ella los atributos de imparcialidad, objetividad, legalidad e independencia.

De ahí que la tendencia irremediable en las políticas públicas debe ser a su fortalecimiento y consolidación como el árbitro electoral indiscutible de la vida nacional.

El INE ha dado buenas cuentas no a un partido ni un candidato, sino a la sociedad mexicana, siendo el actor imprescindible en numerosas alternancias políticas en los tres órdenes de gobierno y en el respeto inquebrantable a la voluntad popular.

Casi 90 millones de ciudadanas y ciudadanos estamos convocados a las urnas el próximo 6 de junio, y acudiremos a la cita cívica convencidos de que nuestro voto cuenta y vale para definir la integración de órganos públicos de primera importancia.

No podemos dar un paso atrás en conquistas ciudadanas que han significado el mejoramiento de la vida pública. El mejor aliado en esa lucha es el INE, cuyo equipo humano está comprometido con la democracia y la institucionalidad en México.

Nuestro INE se queda y permanece no para el bien de un partido o de un grupo, sino de la nación mexicana.

México se encuentra en una etapa crucial de su historia. Al tiempo de enfrentar la cada vez más grave crisis de seguridad pública e interior, la pandemia del Covid-19 está lejos de superarse y la crisis económica ha llegado a millones de hogares, agravando su capacidad para satisfacer necesidades básicas.

En este contexto, el Instituto Nacional Electoral (INE) está enfrentando el reto no solo de organizar el proceso electoral más grande de la historia democrática del país, sino de responder contundente e institucionalmente a los dardos envenenados que desde el Poder Ejecutivo Federal y el partido en el poder le arrojan, queriendo ponerlo contra las cuerdas.

Ser partido en el gobierno no solo genera beneficios, sino sobre todo responsabilidades, y la principal de ellas es acatar, observar y promover el respeto a las leyes en todo momento, no solo cuando le son favorables.

Afortunadamente, las y los consejeros electorales no han caído en las provocaciones y han respondido como se debe: con la Constitución y las leyes en la mano.

Después de todo, ésa es la mayor garantía para no cometer errores ni incongruencias: apegarse a la norma. Y así lo ha hecho el INE.

Sus resoluciones no responden a partidismos, fanatismos, predilecciones ni sospechas, sino al marco jurídico electoral con que el Constituyente Permanente (Poderes Legislativos federal y locales) lo ha dotado. No hacerlo sí le generaría responsabilidades y reproche por parte de la población.

Y es que el INE no es de un gobierno, de un hombre ni un candidato, sino de la sociedad mexicana. Por ello, es arbitrario e insostenible que personajes de dudosa reputación y sin calidad moral se crean con la capacidad de decir que esta institución de los mexicanos debe desaparecer.

Sobre todo, cuando se trata de la institución pública civil más valorada por la propia sociedad, que reconoce en ella los atributos de imparcialidad, objetividad, legalidad e independencia.

De ahí que la tendencia irremediable en las políticas públicas debe ser a su fortalecimiento y consolidación como el árbitro electoral indiscutible de la vida nacional.

El INE ha dado buenas cuentas no a un partido ni un candidato, sino a la sociedad mexicana, siendo el actor imprescindible en numerosas alternancias políticas en los tres órdenes de gobierno y en el respeto inquebrantable a la voluntad popular.

Casi 90 millones de ciudadanas y ciudadanos estamos convocados a las urnas el próximo 6 de junio, y acudiremos a la cita cívica convencidos de que nuestro voto cuenta y vale para definir la integración de órganos públicos de primera importancia.

No podemos dar un paso atrás en conquistas ciudadanas que han significado el mejoramiento de la vida pública. El mejor aliado en esa lucha es el INE, cuyo equipo humano está comprometido con la democracia y la institucionalidad en México.

Nuestro INE se queda y permanece no para el bien de un partido o de un grupo, sino de la nación mexicana.

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