/ martes 8 de septiembre de 2020

Emergencia educativa

En medio de la pandemia, la política mexicana “da nota” por el traspaso, sin ningún pudor, de legisladores entre fracciones parlamentarias y sólo para acaparar cargos. Mientras tanto, a las crisis de salud, económica y de violencia, ahora se suma una potencial tragedia en materia educativa que puede comprometer el futuro de toda una generación.

La disrupción provocada por la pandemia en el ciclo escolar pasado y el actual puede tener consecuencias sociales muy profundas, incluyendo más pobreza y desigualdad de largo plazo.

En realidad, la emergencia es global. La clave es cómo responde cada nación.

Las medidas de distanciamiento por el Covid-19 dejaron a más de mil millones de niños en el mundo sin clases. Millones no regresarán a la escuela y otros tantos, sobre todo en países pobres y en vías de desarrollo, se rezagarán todavía más de lo que ya estaban en términos de conocimientos y competencias respecto a los que reciben una enseñanza de mayor calidad.

Según especialistas, en otras crisis que han llevado a la suspensión de la enseñanza, niños y jóvenes han perdido más de un año de aprendizaje. Eso se sumaría al atraso preexistente en países en desarrollo, como el nuestro, y al que arrastran adicionalmente los que viven en pobreza o en condiciones de marginación.

La solución a la que se recurrió, la televisión tradicional, no garantiza el aprendizaje por su condición de no interactividad e inclusive por una insuficiente cobertura. Como país, claramente estamos mal equipados para la educación a distancia. La brecha digital pesa mucho.

De acuerdo con la última Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares, sólo 61% de la población en edad escolar cuenta con conexión a Internet y sólo uno de cada tres hogares dispone de una conexión de alta velocidad. Aunque la cobertura televisiva es mucho más alta, no es universal: 11% de los hogares no cuenta con televisor con los aditamentos necesarios para la recepción de la señal.

De tal forma, ni siquiera sumando televisión e Internet podríamos alcanzar al 100 por ciento. De poco más de 15 millones de hogares con integrantes de entre seis y 17 años matriculados en escuelas, menos de 6 millones cuenta con equipamiento tecnológico suficiente y para todos sus miembros. Más del 30% sólo tiene la posibilidad de la televisión.

A ello hay que añadir los déficits en capacidades digitales y los problemas de calidad de la conexión. Para dar un dato ilustrativo, según una encuesta de estudiantes de la UNAM, más de 60% reportó que no pudieron adaptarse a las clases a distancia. Imaginemos lo que pasa en comunidades marginadas.

Las brechas regionales son enormes. Mientras que en Sonora más de 80% de los hogares están en línea, en Oaxaca y Chiapas la proporción no llega al 30 y al 25 por ciento, respectivamente. Son datos que se corresponden con la pobreza: 66% de los oaxaqueños y 76% de los chiapanecos.

Ante este panorama, ¿por qué no hacer de la emergencia la ocasión para lanzar una estrategia de inclusión digital ambiciosa y de un impulso renovado a la mejora educativa, que aproveche el potencial transformador de las tecnologías de la información y la comunicación? Otros países lo están haciendo, y para ello aprovechan programas de financiamiento de instituciones internacionales creados ex profeso.

Si la prioridad es la población en pobreza, que no dispone de medios para adaptarse, deberíamos complementar los acuerdos con las televisoras con convenios con el sector de las telecomunicaciones y la industria tecnológica. Así se podría instalar infraestructura, crear paquetes de conexión subsidiados y entregar equipos de cómputo y software a familias y comunidades, además de activar sinergias para la capacitación.

Lo mejor es que todo eso quedaría como capital comunitario una vez que pase la pandemia.

La coyuntura vuelve a poner de relieve los retos mayúsculos por los que se intentó implementar una serie de cambios de fondo con la reforma del 2013, la cual buscaba recuperar la planeación y la gestión del sistema educativo en favor del Estado mexicano, pero también de las escuelas o comunidades escolares, ya que la educación era –y sigue así en gran parte– rehén de intereses políticos y sindicales.

Esos propósitos siguen siendo pertinentes y necesarios. Ahora, incluso mucho más. En todo el mundo se ve a la crisis de coronavirus como oportunidad para reinventar la educación, en función de las posibilidades y retos del Siglo XXI. ¿Qué vamos a hacer nosotros?

¿Por qué no empoderar a los niños y los jóvenes, a sus escuelas, familias y comunidades?

En esta coyuntura, muchos niños tratarán de captar algo de lo que se trasmita por la televisión, aunque en muchos hogares habrá solo un aparato para varios educandos. Los profesores hacen lo que puedan para estar en contacto. Para un gran número de familias, no existe capacidad de quedarse en casa para supervisar a los hijos: muchos tendrán que acompañarlos al trabajo. No podemos cruzarnos de brazos.

Más allá de la polarización política, esta crisis educativa, como las que enfrentamos en otros ámbitos, nos reclama a todos como sociedad: participación social, ciudadana, comunitaria, desde las escuelas, los padres de familia, ONG, empresas, gobiernos locales.

Un futuro mejor depende de las prioridades que elijamos como sociedad hoy mismo.



Empresario

En medio de la pandemia, la política mexicana “da nota” por el traspaso, sin ningún pudor, de legisladores entre fracciones parlamentarias y sólo para acaparar cargos. Mientras tanto, a las crisis de salud, económica y de violencia, ahora se suma una potencial tragedia en materia educativa que puede comprometer el futuro de toda una generación.

La disrupción provocada por la pandemia en el ciclo escolar pasado y el actual puede tener consecuencias sociales muy profundas, incluyendo más pobreza y desigualdad de largo plazo.

En realidad, la emergencia es global. La clave es cómo responde cada nación.

Las medidas de distanciamiento por el Covid-19 dejaron a más de mil millones de niños en el mundo sin clases. Millones no regresarán a la escuela y otros tantos, sobre todo en países pobres y en vías de desarrollo, se rezagarán todavía más de lo que ya estaban en términos de conocimientos y competencias respecto a los que reciben una enseñanza de mayor calidad.

Según especialistas, en otras crisis que han llevado a la suspensión de la enseñanza, niños y jóvenes han perdido más de un año de aprendizaje. Eso se sumaría al atraso preexistente en países en desarrollo, como el nuestro, y al que arrastran adicionalmente los que viven en pobreza o en condiciones de marginación.

La solución a la que se recurrió, la televisión tradicional, no garantiza el aprendizaje por su condición de no interactividad e inclusive por una insuficiente cobertura. Como país, claramente estamos mal equipados para la educación a distancia. La brecha digital pesa mucho.

De acuerdo con la última Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares, sólo 61% de la población en edad escolar cuenta con conexión a Internet y sólo uno de cada tres hogares dispone de una conexión de alta velocidad. Aunque la cobertura televisiva es mucho más alta, no es universal: 11% de los hogares no cuenta con televisor con los aditamentos necesarios para la recepción de la señal.

De tal forma, ni siquiera sumando televisión e Internet podríamos alcanzar al 100 por ciento. De poco más de 15 millones de hogares con integrantes de entre seis y 17 años matriculados en escuelas, menos de 6 millones cuenta con equipamiento tecnológico suficiente y para todos sus miembros. Más del 30% sólo tiene la posibilidad de la televisión.

A ello hay que añadir los déficits en capacidades digitales y los problemas de calidad de la conexión. Para dar un dato ilustrativo, según una encuesta de estudiantes de la UNAM, más de 60% reportó que no pudieron adaptarse a las clases a distancia. Imaginemos lo que pasa en comunidades marginadas.

Las brechas regionales son enormes. Mientras que en Sonora más de 80% de los hogares están en línea, en Oaxaca y Chiapas la proporción no llega al 30 y al 25 por ciento, respectivamente. Son datos que se corresponden con la pobreza: 66% de los oaxaqueños y 76% de los chiapanecos.

Ante este panorama, ¿por qué no hacer de la emergencia la ocasión para lanzar una estrategia de inclusión digital ambiciosa y de un impulso renovado a la mejora educativa, que aproveche el potencial transformador de las tecnologías de la información y la comunicación? Otros países lo están haciendo, y para ello aprovechan programas de financiamiento de instituciones internacionales creados ex profeso.

Si la prioridad es la población en pobreza, que no dispone de medios para adaptarse, deberíamos complementar los acuerdos con las televisoras con convenios con el sector de las telecomunicaciones y la industria tecnológica. Así se podría instalar infraestructura, crear paquetes de conexión subsidiados y entregar equipos de cómputo y software a familias y comunidades, además de activar sinergias para la capacitación.

Lo mejor es que todo eso quedaría como capital comunitario una vez que pase la pandemia.

La coyuntura vuelve a poner de relieve los retos mayúsculos por los que se intentó implementar una serie de cambios de fondo con la reforma del 2013, la cual buscaba recuperar la planeación y la gestión del sistema educativo en favor del Estado mexicano, pero también de las escuelas o comunidades escolares, ya que la educación era –y sigue así en gran parte– rehén de intereses políticos y sindicales.

Esos propósitos siguen siendo pertinentes y necesarios. Ahora, incluso mucho más. En todo el mundo se ve a la crisis de coronavirus como oportunidad para reinventar la educación, en función de las posibilidades y retos del Siglo XXI. ¿Qué vamos a hacer nosotros?

¿Por qué no empoderar a los niños y los jóvenes, a sus escuelas, familias y comunidades?

En esta coyuntura, muchos niños tratarán de captar algo de lo que se trasmita por la televisión, aunque en muchos hogares habrá solo un aparato para varios educandos. Los profesores hacen lo que puedan para estar en contacto. Para un gran número de familias, no existe capacidad de quedarse en casa para supervisar a los hijos: muchos tendrán que acompañarlos al trabajo. No podemos cruzarnos de brazos.

Más allá de la polarización política, esta crisis educativa, como las que enfrentamos en otros ámbitos, nos reclama a todos como sociedad: participación social, ciudadana, comunitaria, desde las escuelas, los padres de familia, ONG, empresas, gobiernos locales.

Un futuro mejor depende de las prioridades que elijamos como sociedad hoy mismo.



Empresario