/ viernes 19 de noviembre de 2021

Hojas de Papel Volando | ¡Máscara contra cabellera!

El ambiente es terrorífico. En tinieblas. Gótico. La noche es obscura y en las calles solitarias se percibe neblina bajo la tenue luz de faroles casi invisibles. El frío y la humedad hacen que se congele la sangre. La tenebrosa música de órgano presagia que un enloquecido enemigo del bien acecha al mundo... acaso el doctor Cerebro.

Dentro del lugar está el ser malévolo haciendo planes con su pandilla de incondicionales vestidos a lo Juan Orol. Es un laboratorio en el que hay enormes sistemas electrónicos que producen algo, quién sabe qué, pero producen algo... De los tubos de ensayo sale humo porque ahí se fraguan fórmulas criminales. Es la maldad gótica en un México gótico.

Es la lucha del bien contra el mal; de la luz contra las tinieblas; de la templanza contra la ira; la fuerza poderosa del cuerpo y la mente contra la conciencia malévola de los villanos. Al final, predomina la razón, la justicia; la lucidez generosa contra la ignominia, la ambición, la venganza...

Ahí estaba el horripilante terror proveniente de ultratumba –por el que el más allá estaba más acá-- o desde otro planeta, llegado a la tierra en naves ultrasónicas hechas de lámina metálica y cubiertas de foquitos que se encienden y apagan a manera de serie de luces navideñas.

Llegaban de ignotos lugares... o de quién sabe dónde, pero ahí estaba siempre al acecho, siempre dispuesto a pelear para conseguir sus aviesos fines. Con frecuencia los malvados son malvadas, mujeres seductoras hechas a imagen y semejanza de las terrícolas.

Mujeres vestidas a lo galáctico, pero sin perder ni un ápice de su femineidad, de su sexualidad que salta hasta las butacas del cine, las que, no obstante, son malas como los mangos verdes, sin sal.

Era el cine de luchadores. De enmascarados o sin máscara pero que estaban plagados de virtudes, de fortaleza, de agilidad, de triunfo en los cuadriláteros en donde eran invencibles, pero que además se daban tiempo para salvar al mundo de los asedios terrestres o extraterrestres o dimensiones desconocidas. Para nuestros héroes era lo mismo. Su lucha era sin límite y sin igual.

Eran los años cincuenta y mediados de los sesenta. Ya había concluido la época de oro del cine nacional mexicano; ya estaba por concluir el cine de las cabareteras arrepentidas que cayeron en el abismo del inframundo cabaretil como consecuencia de la maldad de los hombres que abusaron de su ingenuidad y su ternura: “Y aquel, que de tus labios la miel quiera, que pague con diamantes tu pecado...” (¡Gulp!)

Pero nada. Llegó entonces el cine de luchadores generosos y justicieros. El cine que reivindicaba lo urbano sobre lo campirano. El que mostraba a un México –casi siempre la capital del país- todavía placentero, habitable, con camiones en avenidas principales, taxis de enorme dimensión, mujeres de vestido y falda y hombres de pantalones con pinzas y valencianas y sombrero tejano; u obreros vestidos de overol con chamarras o ‘cotorinas’ y su infaltable porta-viandas, con los alimentos del día... Todo en blanco y negro.

Se dice que la primera película de luchadores se hizo en 1952, se llamó “La bestia magnífica”, dirigida por Chano Urueta. Se ponía en el cine lo que ocurría en los cuadriláteros de las arenas de lucha libre, la principal, la Arena México y luego la Coliseo, en la capital del país.

Ahí estaban los rudos contra los técnicos, “los golpes, la sangre, lo teatral, el espectáculo, los gritos, las caídas, el conteo, los halagos, los insultos, la convivencia, las máscaras, las cabelleras, el folclore mexicano representado en un cine que no sólo hablaba de las peleas en el cuadrilátero, también mostraba al público la otra vida de los luchadores, su andar por la calle, familias, dramas amorosos, su lado amistoso y peleas fuera del ring”. En 1954 apareció “La sombra vengadora”, de Rafael Baledón; y de ahí en adelante el cine nuestro de cada día, de aquellos días.

Ahí estaban nuestros grandes héroes a los que los niños aquellos queríamos imitar en su lucha del bien contra el mal: El Santo, Blue Demon, El Murciélago, Black Shadow, Neutrón, El médico asesino (que fue el primer enmascarado de plata).

En el cine “Portón” de mi pueblo oaxaqueño, vivimos la transición del cine sin pena y con gloria. Eran funciones de fin de semana. De las cuatro en adelante estaban las películas de rancheros cantadores y, por supuestísimo, las mejores: las de luchadores. Después de las nueve comenzaban las “de adultos”, que eran las de Ninón Sevilla, de Meche Barba, de Rosa Carmina, de Leticia Palma: bailarinas y cantarinas, besuconas y sensuales a rabiar.

“Se invita a los niños menores de doce años –así-, a abandonar el cine porque comenzará la hora de adultos...” Jajajajajaja... Ninguno nos movíamos. Seguíamos como si nada. La transición manda y podíamos pasar del jaleo justiciero al jaleo emocional de las tandas tardías.

Y los adultos nos veían y como si nada. Los niños seguíamos atentos a la pantalla con nuestras toronjas con sal y chile piquín, con las semillas de calabaza doraditas y crujientes y acaso algún caramelo para endulzar los sinsabores de las películas.

Nada como las películas de luchadores que dieron renombre al cine nacional en el mundo entero. Cine de culto. Cine inolvidable. Cine que está en la memoria colectiva y se guarda en lo mejor de la historia cinematográfica mexicana. Se dice que tanto las películas mexicanas de Juan Orol, como las de luchadores, eran muestra de un cine voluntariamente erróneo, naif, ingenuo, casi infantil, pero eso sí, exitoso. Y a nosotros nos gustaba mucho.

El Santo –que antes se había llamado Rudy Guzmán, El Hombre Rojo, El Enmascarado, El Incógnito, El Demonio Negro, El Murciélago Enmascarado II , ya era famoso cuando comenzó a hacer cine. Y no sólo por sus éxitos en el ring.

Esto porque desde 1952 comenzó a circular una historieta en color sepia que mostraba las aventuras de El Santo en su lucha contra el mal: “José G. Cruz presenta a El Santo”, se leía. Aparecía cada semana. Se vendía por miles. Así que El Santo fue el primer luchador de la historieta mexicana. Luego harían lo mismo otros de sus compañeros, aunque sin tanto éxito: Black Shadow, Huracán Ramírez, El Solitario y Tinieblas. Así que cuando decidió pasar a la pantalla él ya estaba cocinado como un gladiador a la altura del arte.

Casi al término de la década de los cincuenta, el luchador y actor español Fernando Osés, invitó a Rodolfo Guzmán a hacer películas. Al principio hubo un poco de reticencia porque no quería dejar de lado su actividad principal: la lucha libre. Sin embargo, le garantizaron que podía compaginar ambas actividades así que aceptó.

Las dos primeras películas de El Santo fueron “Santo contra el Cerebro del Mal” y “Santo contra los Hombres Infernales”, dirigidas por Joselito Rodríguez y estrenadas en 1958. Se filmaron en Cuba, precisamente el año en el que Fidel Castro entró en La Habana y declaró el triunfo de la Revolución Cubana. Las dos películas tuvieron un gran éxito. Comenzó entonces la zaga “Santo, contra...”

Dado el éxito de las películas del Enmascarado de Plata, otros productores y otros luchadores comenzaron a incursionar en el cine. Así que comenzó la serie de películas que colmaron a un público que quería divertirse, olvidarse de las viejas y dolorosas películas... Y casi siempre acompañados de bellas mujeres sin igual: Lorena Velázquez, Ana Bertha Lepe, Alicia Caro... y tantas más que acompañaron el impoluto Santo o a otros luchadores asimismo dispuestos a luchar contra el crimen y la venganza; a luchar por el bien y la luz de la justicia... (Ejem)

Era un cine sin complicaciones. Si se quiere ingenuo. Inverosímil para los exigentes espíritus de reflexión y arte. No.

Las películas de luchadores –tantas que fueron--, estaban hechas para divertir, para transformar al público en el mismo héroe que estaba en la pantalla, el personaje ideal en nosotros.

Al término de la película, el público salía disparado a comer unos ricos tacos de bistec, de nana, de suadero. Nuestros héroes ya se habían ido en sus galácticos vehículos descapotados, con máscara y capa al aire para perderse en la noche tenebrosa en la que, sin duda, otra aventura les espera, porque el mal siempre acecha y el bien siempre debe está dispuesto a acabar con él.

“Chicles, chocolates, muéganos, pepitas... ¡Cacaroooooooo!”.


El ambiente es terrorífico. En tinieblas. Gótico. La noche es obscura y en las calles solitarias se percibe neblina bajo la tenue luz de faroles casi invisibles. El frío y la humedad hacen que se congele la sangre. La tenebrosa música de órgano presagia que un enloquecido enemigo del bien acecha al mundo... acaso el doctor Cerebro.

Dentro del lugar está el ser malévolo haciendo planes con su pandilla de incondicionales vestidos a lo Juan Orol. Es un laboratorio en el que hay enormes sistemas electrónicos que producen algo, quién sabe qué, pero producen algo... De los tubos de ensayo sale humo porque ahí se fraguan fórmulas criminales. Es la maldad gótica en un México gótico.

Es la lucha del bien contra el mal; de la luz contra las tinieblas; de la templanza contra la ira; la fuerza poderosa del cuerpo y la mente contra la conciencia malévola de los villanos. Al final, predomina la razón, la justicia; la lucidez generosa contra la ignominia, la ambición, la venganza...

Ahí estaba el horripilante terror proveniente de ultratumba –por el que el más allá estaba más acá-- o desde otro planeta, llegado a la tierra en naves ultrasónicas hechas de lámina metálica y cubiertas de foquitos que se encienden y apagan a manera de serie de luces navideñas.

Llegaban de ignotos lugares... o de quién sabe dónde, pero ahí estaba siempre al acecho, siempre dispuesto a pelear para conseguir sus aviesos fines. Con frecuencia los malvados son malvadas, mujeres seductoras hechas a imagen y semejanza de las terrícolas.

Mujeres vestidas a lo galáctico, pero sin perder ni un ápice de su femineidad, de su sexualidad que salta hasta las butacas del cine, las que, no obstante, son malas como los mangos verdes, sin sal.

Era el cine de luchadores. De enmascarados o sin máscara pero que estaban plagados de virtudes, de fortaleza, de agilidad, de triunfo en los cuadriláteros en donde eran invencibles, pero que además se daban tiempo para salvar al mundo de los asedios terrestres o extraterrestres o dimensiones desconocidas. Para nuestros héroes era lo mismo. Su lucha era sin límite y sin igual.

Eran los años cincuenta y mediados de los sesenta. Ya había concluido la época de oro del cine nacional mexicano; ya estaba por concluir el cine de las cabareteras arrepentidas que cayeron en el abismo del inframundo cabaretil como consecuencia de la maldad de los hombres que abusaron de su ingenuidad y su ternura: “Y aquel, que de tus labios la miel quiera, que pague con diamantes tu pecado...” (¡Gulp!)

Pero nada. Llegó entonces el cine de luchadores generosos y justicieros. El cine que reivindicaba lo urbano sobre lo campirano. El que mostraba a un México –casi siempre la capital del país- todavía placentero, habitable, con camiones en avenidas principales, taxis de enorme dimensión, mujeres de vestido y falda y hombres de pantalones con pinzas y valencianas y sombrero tejano; u obreros vestidos de overol con chamarras o ‘cotorinas’ y su infaltable porta-viandas, con los alimentos del día... Todo en blanco y negro.

Se dice que la primera película de luchadores se hizo en 1952, se llamó “La bestia magnífica”, dirigida por Chano Urueta. Se ponía en el cine lo que ocurría en los cuadriláteros de las arenas de lucha libre, la principal, la Arena México y luego la Coliseo, en la capital del país.

Ahí estaban los rudos contra los técnicos, “los golpes, la sangre, lo teatral, el espectáculo, los gritos, las caídas, el conteo, los halagos, los insultos, la convivencia, las máscaras, las cabelleras, el folclore mexicano representado en un cine que no sólo hablaba de las peleas en el cuadrilátero, también mostraba al público la otra vida de los luchadores, su andar por la calle, familias, dramas amorosos, su lado amistoso y peleas fuera del ring”. En 1954 apareció “La sombra vengadora”, de Rafael Baledón; y de ahí en adelante el cine nuestro de cada día, de aquellos días.

Ahí estaban nuestros grandes héroes a los que los niños aquellos queríamos imitar en su lucha del bien contra el mal: El Santo, Blue Demon, El Murciélago, Black Shadow, Neutrón, El médico asesino (que fue el primer enmascarado de plata).

En el cine “Portón” de mi pueblo oaxaqueño, vivimos la transición del cine sin pena y con gloria. Eran funciones de fin de semana. De las cuatro en adelante estaban las películas de rancheros cantadores y, por supuestísimo, las mejores: las de luchadores. Después de las nueve comenzaban las “de adultos”, que eran las de Ninón Sevilla, de Meche Barba, de Rosa Carmina, de Leticia Palma: bailarinas y cantarinas, besuconas y sensuales a rabiar.

“Se invita a los niños menores de doce años –así-, a abandonar el cine porque comenzará la hora de adultos...” Jajajajajaja... Ninguno nos movíamos. Seguíamos como si nada. La transición manda y podíamos pasar del jaleo justiciero al jaleo emocional de las tandas tardías.

Y los adultos nos veían y como si nada. Los niños seguíamos atentos a la pantalla con nuestras toronjas con sal y chile piquín, con las semillas de calabaza doraditas y crujientes y acaso algún caramelo para endulzar los sinsabores de las películas.

Nada como las películas de luchadores que dieron renombre al cine nacional en el mundo entero. Cine de culto. Cine inolvidable. Cine que está en la memoria colectiva y se guarda en lo mejor de la historia cinematográfica mexicana. Se dice que tanto las películas mexicanas de Juan Orol, como las de luchadores, eran muestra de un cine voluntariamente erróneo, naif, ingenuo, casi infantil, pero eso sí, exitoso. Y a nosotros nos gustaba mucho.

El Santo –que antes se había llamado Rudy Guzmán, El Hombre Rojo, El Enmascarado, El Incógnito, El Demonio Negro, El Murciélago Enmascarado II , ya era famoso cuando comenzó a hacer cine. Y no sólo por sus éxitos en el ring.

Esto porque desde 1952 comenzó a circular una historieta en color sepia que mostraba las aventuras de El Santo en su lucha contra el mal: “José G. Cruz presenta a El Santo”, se leía. Aparecía cada semana. Se vendía por miles. Así que El Santo fue el primer luchador de la historieta mexicana. Luego harían lo mismo otros de sus compañeros, aunque sin tanto éxito: Black Shadow, Huracán Ramírez, El Solitario y Tinieblas. Así que cuando decidió pasar a la pantalla él ya estaba cocinado como un gladiador a la altura del arte.

Casi al término de la década de los cincuenta, el luchador y actor español Fernando Osés, invitó a Rodolfo Guzmán a hacer películas. Al principio hubo un poco de reticencia porque no quería dejar de lado su actividad principal: la lucha libre. Sin embargo, le garantizaron que podía compaginar ambas actividades así que aceptó.

Las dos primeras películas de El Santo fueron “Santo contra el Cerebro del Mal” y “Santo contra los Hombres Infernales”, dirigidas por Joselito Rodríguez y estrenadas en 1958. Se filmaron en Cuba, precisamente el año en el que Fidel Castro entró en La Habana y declaró el triunfo de la Revolución Cubana. Las dos películas tuvieron un gran éxito. Comenzó entonces la zaga “Santo, contra...”

Dado el éxito de las películas del Enmascarado de Plata, otros productores y otros luchadores comenzaron a incursionar en el cine. Así que comenzó la serie de películas que colmaron a un público que quería divertirse, olvidarse de las viejas y dolorosas películas... Y casi siempre acompañados de bellas mujeres sin igual: Lorena Velázquez, Ana Bertha Lepe, Alicia Caro... y tantas más que acompañaron el impoluto Santo o a otros luchadores asimismo dispuestos a luchar contra el crimen y la venganza; a luchar por el bien y la luz de la justicia... (Ejem)

Era un cine sin complicaciones. Si se quiere ingenuo. Inverosímil para los exigentes espíritus de reflexión y arte. No.

Las películas de luchadores –tantas que fueron--, estaban hechas para divertir, para transformar al público en el mismo héroe que estaba en la pantalla, el personaje ideal en nosotros.

Al término de la película, el público salía disparado a comer unos ricos tacos de bistec, de nana, de suadero. Nuestros héroes ya se habían ido en sus galácticos vehículos descapotados, con máscara y capa al aire para perderse en la noche tenebrosa en la que, sin duda, otra aventura les espera, porque el mal siempre acecha y el bien siempre debe está dispuesto a acabar con él.

“Chicles, chocolates, muéganos, pepitas... ¡Cacaroooooooo!”.


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