/ lunes 17 de mayo de 2021

Más inversión, menos polarización

El INEGI reportó que la Inversión Fija Bruta registró un incremento mensual de 2.4% en febrero de 2021, por lo cual llevamos dos meses con alza. Es buena noticia, si bien se presenta una ligera desaceleración, pues en enero el aumento fue de 3.9 por ciento. El problema es que en la comparación anual continúan los números rojos: respecto a febrero de 2020, cuando aún no se recibía el golpe económico de la pandemia, caímos -3.5%, con lo que se acumulan dos años de registros a la baja.

Puesto en contexto, el conjunto de esos datos obliga a moderar las expectativas de una recuperación sólida. Si las condiciones que determinan el comportamiento de la inversión permanecen sin cambio, más allá del Covid-19, el crecimiento al nivel que requerimos no se dará.

Como nación deberíamos hacer algo al respecto, al margen de las diferencias partidistas: sin más inversión no habrá más crecimiento. Sin esos dos elementos, tan estrechamente relacionados, donde la inversión privada aporta más de 83% del total, tampoco habrá los empleos y la recaudación para cubrir las acuciantes necesidades de la sociedad y del Estado mexicano. Y todo lo demás puede complicarse, lo mismo la conflictividad política que la inseguridad pública, máxime después del tremendo golpe patrimonial y a los ingresos de buena parte de la población, con más familias en la pobreza, millones con dificultades serias para mantener su nivel de vida y empresas con problemas de flujo de efectivo o solvencia.

Lo lamentable es que en el proceso electoral ni siquiera se aborda un asunto tan prioritario como éste, en medio de una creciente y cada vez más estridente polarización. Más aún porque, de hecho, buena parte del problema de la caída de la inversión, si no es que el más importante (antecedió a la pandemia y no es un elemento temporal que tenga salida clara), obedece precisamente a la incertidumbre por la política y la gobernanza. Así lo muestran todas las encuestas a empresarios, inversionistas y economistas.

Es probable que a medida que avance el año incluso se den tasas de crecimiento de doble dígito, pero como en el caso de la inflación, con niveles de hasta 6% anual, hay un efecto de comparación por la abrupta contracción de los primeros meses del Covid-19. Al crecimiento real habría que descontarle ese factor, además del inflacionario.

Así, este año, el 5% pronosticado podría quedar en menos de 2.5% real. Hacia delante, con los niveles de inversión esperables, en lugar del promedio anual de 2.5% que tuvimos por tres décadas, podríamos estar ante una fase de 1.5 por ciento o poco más.

La reactivación del consumo cuenta, pero está inevitablemente acotada por la propia falta de crecimiento, determinada, a su vez, por la inversión que no sólo se ha estancado, sino que podría seguir en una tendencia de contracción de largo plazo en adelante, algo que no se remediará aunque se avanzara aceleradamente la vacunación.

Para crecer sostenidamente al 4% o más, fundamental para abatir los niveles de pobreza que arrastramos, deberíamos invertir alrededor de 24% anual como porcentaje del PIB. Por años, a los que hoy se tilda de “periodo neoliberal”, el dato osciló entre 21%, pero desde 2018 hay un declive acentuado que nos ha llevado hasta menos de 19 por ciento. Países como Corea del Sur o Chile, que se han vuelto desarrollados o están a punto de serlo, han mantenido tasas de más de 30%, y los chinos de 40% desde hace décadas.

La inversión privada se desplomó en el 2020 casi -20%, con el añadido de que ya en 2019 registró un retroceso de -3.38 por ciento. Para comparar, en Estados Unidos la inversión se contrajo sólo 3.9% el año pasado y ya en el último trimestre de éste, el nivel estaba por arriba del promedio en 2019.

Si los bajos niveles de inversión productiva –insistamos, previos a la pandemia– serán el “regreso a la normalidad”, lo que nos espera es un prolongado deterioro económico. Debemos tener eso bien claro y la causa de fondo en este momento: hay que hacer muchas cosas para que aumente la inversión conforme al potencial de México, lo mismo en infraestructura y política industrial que en educación y capital humano, pero por lo pronto ayudaría mucho revertir el problema que explica que hayamos pasado del estancamiento inercial al declive: precisamente el contexto de descomposición política que genera una enorme incertidumbre tanto en términos macroeconómicos como jurídicos, lo que hace que se reduzcan, posterguen o cancelen proyectos productivos de las empresas nacionales y que muchas del exterior volteen a otros países.

Necesitamos encontrar la forma de conciliar; que más allá las diferencias partidistas e ideológicas, trabajemos en sintonía para confirmar a nuestro país como un gran espacio para la inversión creadora de empleos, ingresos fiscales y progreso. Es un ganar-ganar. En el mundo oportunidades magníficas, por los cambios en la estructuración de cadenas productivas, donde la resiliencia y la cercanía a mercados como el estadounidense cobran relevancia estratégica. También por el despegue de sectores con formidable proyección, como la energía renovable y la transición al transporte eléctrico. México tiene ventajas comparativas ideales, si optamos por ser prácticos.

Es por el bien común: más inversión y menos politización del tipo que dinamita el diálogo en la pluralidad, y la unión en lo esencial.

El INEGI reportó que la Inversión Fija Bruta registró un incremento mensual de 2.4% en febrero de 2021, por lo cual llevamos dos meses con alza. Es buena noticia, si bien se presenta una ligera desaceleración, pues en enero el aumento fue de 3.9 por ciento. El problema es que en la comparación anual continúan los números rojos: respecto a febrero de 2020, cuando aún no se recibía el golpe económico de la pandemia, caímos -3.5%, con lo que se acumulan dos años de registros a la baja.

Puesto en contexto, el conjunto de esos datos obliga a moderar las expectativas de una recuperación sólida. Si las condiciones que determinan el comportamiento de la inversión permanecen sin cambio, más allá del Covid-19, el crecimiento al nivel que requerimos no se dará.

Como nación deberíamos hacer algo al respecto, al margen de las diferencias partidistas: sin más inversión no habrá más crecimiento. Sin esos dos elementos, tan estrechamente relacionados, donde la inversión privada aporta más de 83% del total, tampoco habrá los empleos y la recaudación para cubrir las acuciantes necesidades de la sociedad y del Estado mexicano. Y todo lo demás puede complicarse, lo mismo la conflictividad política que la inseguridad pública, máxime después del tremendo golpe patrimonial y a los ingresos de buena parte de la población, con más familias en la pobreza, millones con dificultades serias para mantener su nivel de vida y empresas con problemas de flujo de efectivo o solvencia.

Lo lamentable es que en el proceso electoral ni siquiera se aborda un asunto tan prioritario como éste, en medio de una creciente y cada vez más estridente polarización. Más aún porque, de hecho, buena parte del problema de la caída de la inversión, si no es que el más importante (antecedió a la pandemia y no es un elemento temporal que tenga salida clara), obedece precisamente a la incertidumbre por la política y la gobernanza. Así lo muestran todas las encuestas a empresarios, inversionistas y economistas.

Es probable que a medida que avance el año incluso se den tasas de crecimiento de doble dígito, pero como en el caso de la inflación, con niveles de hasta 6% anual, hay un efecto de comparación por la abrupta contracción de los primeros meses del Covid-19. Al crecimiento real habría que descontarle ese factor, además del inflacionario.

Así, este año, el 5% pronosticado podría quedar en menos de 2.5% real. Hacia delante, con los niveles de inversión esperables, en lugar del promedio anual de 2.5% que tuvimos por tres décadas, podríamos estar ante una fase de 1.5 por ciento o poco más.

La reactivación del consumo cuenta, pero está inevitablemente acotada por la propia falta de crecimiento, determinada, a su vez, por la inversión que no sólo se ha estancado, sino que podría seguir en una tendencia de contracción de largo plazo en adelante, algo que no se remediará aunque se avanzara aceleradamente la vacunación.

Para crecer sostenidamente al 4% o más, fundamental para abatir los niveles de pobreza que arrastramos, deberíamos invertir alrededor de 24% anual como porcentaje del PIB. Por años, a los que hoy se tilda de “periodo neoliberal”, el dato osciló entre 21%, pero desde 2018 hay un declive acentuado que nos ha llevado hasta menos de 19 por ciento. Países como Corea del Sur o Chile, que se han vuelto desarrollados o están a punto de serlo, han mantenido tasas de más de 30%, y los chinos de 40% desde hace décadas.

La inversión privada se desplomó en el 2020 casi -20%, con el añadido de que ya en 2019 registró un retroceso de -3.38 por ciento. Para comparar, en Estados Unidos la inversión se contrajo sólo 3.9% el año pasado y ya en el último trimestre de éste, el nivel estaba por arriba del promedio en 2019.

Si los bajos niveles de inversión productiva –insistamos, previos a la pandemia– serán el “regreso a la normalidad”, lo que nos espera es un prolongado deterioro económico. Debemos tener eso bien claro y la causa de fondo en este momento: hay que hacer muchas cosas para que aumente la inversión conforme al potencial de México, lo mismo en infraestructura y política industrial que en educación y capital humano, pero por lo pronto ayudaría mucho revertir el problema que explica que hayamos pasado del estancamiento inercial al declive: precisamente el contexto de descomposición política que genera una enorme incertidumbre tanto en términos macroeconómicos como jurídicos, lo que hace que se reduzcan, posterguen o cancelen proyectos productivos de las empresas nacionales y que muchas del exterior volteen a otros países.

Necesitamos encontrar la forma de conciliar; que más allá las diferencias partidistas e ideológicas, trabajemos en sintonía para confirmar a nuestro país como un gran espacio para la inversión creadora de empleos, ingresos fiscales y progreso. Es un ganar-ganar. En el mundo oportunidades magníficas, por los cambios en la estructuración de cadenas productivas, donde la resiliencia y la cercanía a mercados como el estadounidense cobran relevancia estratégica. También por el despegue de sectores con formidable proyección, como la energía renovable y la transición al transporte eléctrico. México tiene ventajas comparativas ideales, si optamos por ser prácticos.

Es por el bien común: más inversión y menos politización del tipo que dinamita el diálogo en la pluralidad, y la unión en lo esencial.