/ viernes 22 de mayo de 2020

Mi vida sin el deporte | ¿Qué se dirán Tom Brady y Jordan al encontrarse?

El otro día, mientras revisaba las redes sociales, me encontré con una ilustración que retrata a Tom Brady y a Michael Jordan mientras sostienen una plática amena.

Brady viste un traje azul, un tanto grisáceo. El de Jordan, en cambio, es café y lleva puesta una boina negra; está fumando un puro. Los dedos de las dos estrellas, como es de esperarse, están bañados en oro. Seis brillantes anillos cada uno. Y a su lado, en el piso, como la escenografía obligada de una película perfecta, reposan los seis Vince Lombardi y los seis Larry O’Brien.

Me pregunto de qué hablarán cuando se encuentran. O si alguna vez, incluso, han tenido tiempo para eso, para hablar.

Porque uno supone que sí, y que sus charlas involucran los secretos de sus victorias. Aunque eso es lo que uno supone, y puede ser que tan solo hablen de cómo van sus negocios, o cómo van creciendo los hijos, o esas cosas que la gente habla cuando coincide con una tarde cualquiera, y que no necesariamente abundan cosas extraordinarias.

La imagen, también, me hizo pensar en otras cosas. Por ejemplo, esa necesidad que tenemos en los deportes de soltar sentencias cada que podemos. Como si quisiéramos, a través de nuestras palabras, ser parte de todo. Y juzgamos, entonces, cuál es el mejor jugador que han visto nuestros ojos, aunque nunca podamos ponernos de acuerdo. E involucramos muchos factores, como el talento, la personalidad, aunque casi siempre terminamos por caer ante lo hermoso de una victoria, y mientras más sean, mejor para uno.

Con esa premisa, me quedan pocas dudas de que Tom Brady y Michael Jordan son los mejores jugadores de todos los tiempos en sus respectivos deportes, o los GOATS, como les dicen. Entre otras cosas porque fueron capaces de liderar sus dinastías. La imagen de Jordan cuenta con el favor del tiempo, tan propenso a mitificar las cosas. Han pasado suficientes años como para asimilar su fenómeno. La nostalgia de que nunca más veremos a alguien como él impulsa la sentencia. Más allá de sus triunfos, Jordan construyó su figura sobre una personalidad de fuego capaz de todo. Como un huracán que arrasa con el mundo entero a su paso.

Con Tom Brady pasa un poco lo opuesto. Sus seis anillos aún son dueños de la actualidad. Entonces su figura está cargada de rencores recientes. Hay quien dice, incluso, que sus tres Super Bowls perdidos le impiden estar a la altura de Montana, inmaculado en sus cuatro oportunidades, como si las derrotas valieran más que las victorias en los parámetros de los detractores. Lo cierto es que será difícil encontrar en el futuro otro mariscal de campo como él, con esa capacidad para convertir en oro todo aquello que toca. Su marca de victorias parece insuperable.

Algo más complicado resulta con el futbol. Perdido para siempre entre la leyenda de Di Stéfano, disponible apenas en la memoria de los abuelos. O los tres Mundiales de Pelé, tan inalcanzables como el mismo cielo. O las gambetas de Maradona, tan inexplicables para los ojos del mundo. O el juego infinito de Lionel Messi, tan revolucionario como el propio futbol.

El otro día, mientras revisaba las redes sociales, me encontré con una ilustración que retrata a Tom Brady y a Michael Jordan mientras sostienen una plática amena.

Brady viste un traje azul, un tanto grisáceo. El de Jordan, en cambio, es café y lleva puesta una boina negra; está fumando un puro. Los dedos de las dos estrellas, como es de esperarse, están bañados en oro. Seis brillantes anillos cada uno. Y a su lado, en el piso, como la escenografía obligada de una película perfecta, reposan los seis Vince Lombardi y los seis Larry O’Brien.

Me pregunto de qué hablarán cuando se encuentran. O si alguna vez, incluso, han tenido tiempo para eso, para hablar.

Porque uno supone que sí, y que sus charlas involucran los secretos de sus victorias. Aunque eso es lo que uno supone, y puede ser que tan solo hablen de cómo van sus negocios, o cómo van creciendo los hijos, o esas cosas que la gente habla cuando coincide con una tarde cualquiera, y que no necesariamente abundan cosas extraordinarias.

La imagen, también, me hizo pensar en otras cosas. Por ejemplo, esa necesidad que tenemos en los deportes de soltar sentencias cada que podemos. Como si quisiéramos, a través de nuestras palabras, ser parte de todo. Y juzgamos, entonces, cuál es el mejor jugador que han visto nuestros ojos, aunque nunca podamos ponernos de acuerdo. E involucramos muchos factores, como el talento, la personalidad, aunque casi siempre terminamos por caer ante lo hermoso de una victoria, y mientras más sean, mejor para uno.

Con esa premisa, me quedan pocas dudas de que Tom Brady y Michael Jordan son los mejores jugadores de todos los tiempos en sus respectivos deportes, o los GOATS, como les dicen. Entre otras cosas porque fueron capaces de liderar sus dinastías. La imagen de Jordan cuenta con el favor del tiempo, tan propenso a mitificar las cosas. Han pasado suficientes años como para asimilar su fenómeno. La nostalgia de que nunca más veremos a alguien como él impulsa la sentencia. Más allá de sus triunfos, Jordan construyó su figura sobre una personalidad de fuego capaz de todo. Como un huracán que arrasa con el mundo entero a su paso.

Con Tom Brady pasa un poco lo opuesto. Sus seis anillos aún son dueños de la actualidad. Entonces su figura está cargada de rencores recientes. Hay quien dice, incluso, que sus tres Super Bowls perdidos le impiden estar a la altura de Montana, inmaculado en sus cuatro oportunidades, como si las derrotas valieran más que las victorias en los parámetros de los detractores. Lo cierto es que será difícil encontrar en el futuro otro mariscal de campo como él, con esa capacidad para convertir en oro todo aquello que toca. Su marca de victorias parece insuperable.

Algo más complicado resulta con el futbol. Perdido para siempre entre la leyenda de Di Stéfano, disponible apenas en la memoria de los abuelos. O los tres Mundiales de Pelé, tan inalcanzables como el mismo cielo. O las gambetas de Maradona, tan inexplicables para los ojos del mundo. O el juego infinito de Lionel Messi, tan revolucionario como el propio futbol.