/ viernes 6 de diciembre de 2019

Un año: el difícil paso a ser gobierno

Uno de los mayores retos de las democracias de hoy son los contrastes entre lo que funciona para ganar elecciones y lo que hay que hacer para gobernar en sociedades y realidades ultra complejas. No siempre es fácil el tránsito de las ideas, la retórica, las promesas, las esperanzas y también las preconcepciones y las descalificaciones de campaña a las circunstancias y las responsabilidades de gobierno. La nueva etapa política que vivimos en México desde el 1 de julio del 2018 está marcada por esta dicotomía, que urge superar para tener un segundo año más productivo.

Buena parte de los problemas que hemos enfrentado este año derivan de que ese paso no se ha dado de forma decidida, a pesar de que no habíamos tenido una presidencia tan fuerte, con mayoría en el Congreso, desde 1994. El país requiere una dirección con congruencia, por supuesto, pero también con realismo, pragmatismo y capacidad de convocatoria en la diversidad.

El ejemplo más claro es la creciente polarización política en la sociedad mexicana. En la competencia electoral la simplificación y el discurso divisivo pueden ser recursos útiles, incluso legítimos. En cambio, a la hora de gobernar siembran el camino de discordia, indisposición, obstáculos. Quizá el saldo más preocupante de este primer año es esa sombra sobre el futuro.

Con polarización todo se complica. Este periodo apenas empieza: ¿de verdad queremos cinco años más de encono y diálogo de sordos? Todos tenemos una responsabilidad en la necesidad de distender este clima; el gobierno, en primer lugar, por su mandato de gobernar para todos.

Para superar los retos mayúsculos de México es indispensable no quedar atrapados en la lógica y la retórica partidista o ideológica, para llamar a los problemas y a las oportunidades por su nombre y abordarlos con objetividad y acuerdos en lo elemental.

Nuestra prolongada crisis de inseguridad pública no es problema de un gobierno, sino del Estado mexicano. Más que culpar a otras administraciones o estrategias, se necesita un acuerdo en lo esencial. Sin soluciones con respaldo nacional y proyección transexenal, no vamos a avanzar.

De acuerdo con los especialistas, terminaremos el 2018 con más de 35 mil homicidios dolosos. Será el año más violento desde que hay registro, sin que se vean proyectos de reforma ni esfuerzos integrales para corregir las debilidades estructurales de nuestros aparatos de policía y de justicia con un enfoque federalista y de largo plazo. Apostar a que las cosas mejoren básicamente con programas sociales, con una retirada de la persecución activa a la delincuencia, puede funcionar para un debate; ante las circunstancias del aquí y ahora sería irresponsable.

En lo económico, hemos pasado de un crecimiento inercial de 2% anual en promedio al estancamiento y una eventual recesión. Lo que teníamos era insuficiente para las necesidades del país, pero lo que se proyecta ahora es preocupante. Claramente, las causas principales son internas: por primera vez desde los años 90 nuestra economía se desacopló del ciclo económico estadounidense. Hay un factor fundamental: la caída de la inversión.

Atacar un concepto abstracto como el neoliberalismo puede ser popular en muchos sectores; pero no es de extrañar que la inversión se retraiga si se cancela una obra que estaba entre las mayores del mundo, con cerca de 30% de avance. Si se imponen disposiciones tributarias que equiparan la evasión al crimen organizado, con amplia discrecionalidad para aplicar incluso penas de prisión directa, en vez de preparar una reforma hacendaria de fondo que impulse el crecimiento y mayores ingresos para el Estado, entre otras cosas para financiar programas de asistencia como los que ha instrumentado este gobierno. Tampoco si se promueven constantemente cambios abruptos en regulaciones o se vulneran contratos firmados.

La buena noticia: estamos a tiempo de rectificar, de generar señales e incentivos que cambien el panorama. México tiene una posición favorable para captar un volumen importante de inversiones y, acertadamente, se han preservado, en lo general, los equilibrios fundamentales para la estabilidad macroeconómica. Hay riesgos, pero evitables.

El Acuerdo Nacional de Infraestructura es alentador, pero hay que ir más lejos: dejar claro que el crecimiento sí importa y es indispensable para la prioridad de gobierno de impulsar el bienestar social. Y por supuesto, hacer lo necesario para que se dé. No hay que inventar el hilo negro: empezar por lo contrario a lo que ha causado la incertidumbre y la retracción de la inversión productiva y la actividad empresarial.

Finalmente, es fundamental que, en aras del cambio por el que votaron millones en rechazo de la corrupción, no caigamos en una involución en el desarrollo democrático y de las instituciones del Estado. Son logros que costaron años de luchas cívicas y que le han dado a México un perfil completamente distinto. Este tipo de activos nacionales son difíciles de construir y fáciles de socavar. No lo permitamos.

Hay que defender a los organismos constitucionalmente autónomos, al federalismo, la división de poderes y los contrapesos democráticos. Ese andamiaje institucional es indispensable para la vigencia de la democracia y también para abatir, de manera sustentable, la corrupción y la pobreza, las banderas del proyecto electoral triunfador en 2018. También para recuperar la seguridad pública y crecer al 4% o más, como podemos hacerlo.

Todo eso es posible, pero se necesita más realismo y menos ideología; menos polarización y más sinergias.

Uno de los mayores retos de las democracias de hoy son los contrastes entre lo que funciona para ganar elecciones y lo que hay que hacer para gobernar en sociedades y realidades ultra complejas. No siempre es fácil el tránsito de las ideas, la retórica, las promesas, las esperanzas y también las preconcepciones y las descalificaciones de campaña a las circunstancias y las responsabilidades de gobierno. La nueva etapa política que vivimos en México desde el 1 de julio del 2018 está marcada por esta dicotomía, que urge superar para tener un segundo año más productivo.

Buena parte de los problemas que hemos enfrentado este año derivan de que ese paso no se ha dado de forma decidida, a pesar de que no habíamos tenido una presidencia tan fuerte, con mayoría en el Congreso, desde 1994. El país requiere una dirección con congruencia, por supuesto, pero también con realismo, pragmatismo y capacidad de convocatoria en la diversidad.

El ejemplo más claro es la creciente polarización política en la sociedad mexicana. En la competencia electoral la simplificación y el discurso divisivo pueden ser recursos útiles, incluso legítimos. En cambio, a la hora de gobernar siembran el camino de discordia, indisposición, obstáculos. Quizá el saldo más preocupante de este primer año es esa sombra sobre el futuro.

Con polarización todo se complica. Este periodo apenas empieza: ¿de verdad queremos cinco años más de encono y diálogo de sordos? Todos tenemos una responsabilidad en la necesidad de distender este clima; el gobierno, en primer lugar, por su mandato de gobernar para todos.

Para superar los retos mayúsculos de México es indispensable no quedar atrapados en la lógica y la retórica partidista o ideológica, para llamar a los problemas y a las oportunidades por su nombre y abordarlos con objetividad y acuerdos en lo elemental.

Nuestra prolongada crisis de inseguridad pública no es problema de un gobierno, sino del Estado mexicano. Más que culpar a otras administraciones o estrategias, se necesita un acuerdo en lo esencial. Sin soluciones con respaldo nacional y proyección transexenal, no vamos a avanzar.

De acuerdo con los especialistas, terminaremos el 2018 con más de 35 mil homicidios dolosos. Será el año más violento desde que hay registro, sin que se vean proyectos de reforma ni esfuerzos integrales para corregir las debilidades estructurales de nuestros aparatos de policía y de justicia con un enfoque federalista y de largo plazo. Apostar a que las cosas mejoren básicamente con programas sociales, con una retirada de la persecución activa a la delincuencia, puede funcionar para un debate; ante las circunstancias del aquí y ahora sería irresponsable.

En lo económico, hemos pasado de un crecimiento inercial de 2% anual en promedio al estancamiento y una eventual recesión. Lo que teníamos era insuficiente para las necesidades del país, pero lo que se proyecta ahora es preocupante. Claramente, las causas principales son internas: por primera vez desde los años 90 nuestra economía se desacopló del ciclo económico estadounidense. Hay un factor fundamental: la caída de la inversión.

Atacar un concepto abstracto como el neoliberalismo puede ser popular en muchos sectores; pero no es de extrañar que la inversión se retraiga si se cancela una obra que estaba entre las mayores del mundo, con cerca de 30% de avance. Si se imponen disposiciones tributarias que equiparan la evasión al crimen organizado, con amplia discrecionalidad para aplicar incluso penas de prisión directa, en vez de preparar una reforma hacendaria de fondo que impulse el crecimiento y mayores ingresos para el Estado, entre otras cosas para financiar programas de asistencia como los que ha instrumentado este gobierno. Tampoco si se promueven constantemente cambios abruptos en regulaciones o se vulneran contratos firmados.

La buena noticia: estamos a tiempo de rectificar, de generar señales e incentivos que cambien el panorama. México tiene una posición favorable para captar un volumen importante de inversiones y, acertadamente, se han preservado, en lo general, los equilibrios fundamentales para la estabilidad macroeconómica. Hay riesgos, pero evitables.

El Acuerdo Nacional de Infraestructura es alentador, pero hay que ir más lejos: dejar claro que el crecimiento sí importa y es indispensable para la prioridad de gobierno de impulsar el bienestar social. Y por supuesto, hacer lo necesario para que se dé. No hay que inventar el hilo negro: empezar por lo contrario a lo que ha causado la incertidumbre y la retracción de la inversión productiva y la actividad empresarial.

Finalmente, es fundamental que, en aras del cambio por el que votaron millones en rechazo de la corrupción, no caigamos en una involución en el desarrollo democrático y de las instituciones del Estado. Son logros que costaron años de luchas cívicas y que le han dado a México un perfil completamente distinto. Este tipo de activos nacionales son difíciles de construir y fáciles de socavar. No lo permitamos.

Hay que defender a los organismos constitucionalmente autónomos, al federalismo, la división de poderes y los contrapesos democráticos. Ese andamiaje institucional es indispensable para la vigencia de la democracia y también para abatir, de manera sustentable, la corrupción y la pobreza, las banderas del proyecto electoral triunfador en 2018. También para recuperar la seguridad pública y crecer al 4% o más, como podemos hacerlo.

Todo eso es posible, pero se necesita más realismo y menos ideología; menos polarización y más sinergias.