/ domingo 26 de agosto de 2018

Del Tiempo y la Historia


La fluidez inaferrable de la vida,

en la obra de arte halla un instante de eternidad.

Esta antítesis “instante” y “eternidad”,

más formal que de hecho,

quiere representar el relámpago de intuición que,

al ánimo vibrante del poeta y músico

esclarece un punto eterno en el flujo de la existencia.

Uberto Zanolli


Desde los más remotos orígenes de la historia, el ser humano ha visto en el tiempo a una entidad fatal e inexorable a la que todo parece estar sujeto, no digamos la historia y la música, la literatura y la danza, sino la vida misma.

Sí, el tiempo ha sido su fiel e implacable acompañante, como lo atestigua la mitología griega según la cual tras el Caos nació Cronos, el dios del tiempo, y como lo reconoció el presocrático Heráclito al cifrar su pensamiento en el tiempo y su devenir. No podía ser de otra forma, Platón lo había explicado en el Timeo al referir que el tiempo fue creado para sincronizar y sintonizar a los astros con el mundo de las ideas, anticipando así el concepto del movimiento perpetuo sideral como símbolo de lo eterno.

De él San Agustín referirá que su origen se encuentra en el interior del hombre, en la medida que el pasado es el recuerdo, el presente aquello de lo que se está atento y el futuro lo que se aguarda, en tanto que para santo Tomás, será el movimiento que nace del exterior con el antes y el después. Más adelante, Newton diferenciará entre un tiempo absoluto y uno relativo: uno verdadero y matemático, definido como duración, y otro sensible y externo vinculado, una vez más, al movimiento, lo que Kant refutará, al concebir que el tiempo es una intuición del ser cognoscente por la que el hombre ordena los fenómenos en sucesión y simultaneidad. Así, a principios del siglo XIX, serán los filósofos de la historia quienes hagan suyo el debate sobre el tiempo y, en su búsqueda por ofrecer certidumbre ante un porvenir desconocido, enunciarán frases como la de Moratín a Pietro Napoli Signorelli: “nadie puede asegurar hoy lo que será mañana”. Para entonces los historiadores no encontrarán la razón de ser de la historia fuera del contexto temporal. Danton mismo reconocerá que del pasado derivan las leyes que rigen a la historia para prever el futuro, lo que torna al debate más complejo: la historia no podría limitarse a consagrar el registro pasivo de todos los actos y fechas en los que el hombre interviene, como recomendaba Leopold von Ranke, y menos ser concebida como la ciencia del pasado al que nada del presente puede interferir, como postuló Augusto Comte.

Será en los inicios del siglo XX cuando se dé el viraje de paradigma a través de Wilhelm Dilthey y Benedetto Croce, para quienes la historia no será más un simple cuerpo factual sino una relación individuo-sociedad en el tiempo; el historiador, un sujeto cognoscente, símbolo del presente, y los hechos, símbolos del pasado. Visión que hacia los años 40 impactará en la obra de Marc Block y Georges Lefebvre, que verán al historiador como un agente presente y subjetivo de la historia que selecciona e interpreta hechos. De ahí que existan múltiples historias, tantas como historiadores que no son sino un producto, un fenómeno social modelado por “su” sociedad, que entabla un dialogo continuo entre un pasado y un presente, pero ¿y el tiempo?

La reflexión sobre éste igualmente entrará en una nueva espiral conceptual que involucrará tanto a la filosofía como a la ciencia en pleno, particularmente matemáticas y física. Desde la primera, Henri Bergson habrá de distinguir entre espacio y tiempo, al que redefinirá como duración y verá dotado de capacidad creadora, indivisible, continua, heterogénea e imprevisible, solo que Albert Einstein lo refutará: “el tiempo de los filósofos no existe”. Sí, son dos mundos, dos concepciones, dos tiempos en oposición. Es la dualidad hussleriana entre tiempo cósmico, objetivo, y fenomenológico, vivencial; esa misma que hará a Martin Heidegger apuntar: si el tiempo encuentra su sentido en la eternidad, es a partir de ésta que ha de ser comprendido. Pero faltaba otra visión, la teoría del desdoblamiento del tiempo expuesta en 2006 por el físico Jean Pierre Garnier, inspirada en la diferenciación temporal de Henri Poincaré y en el relativismo de Einstein, según la cual vivimos cuántica y simultáneamente en tres tiempos y en nosotros está definir el rumbo.

Lo paradójico es que a este punto ciencia e historia vuelvan a tocarse. No solo porque el tiempo sea el alma, el eje por el que transcurre aquélla, ese plasma de Bloch “en el que se bañan los fenómenos”, sino porque aún antes que Garnier, desde la historia Ferdinand Braudel ya había anticipado el redimensionamiento del tiempo al advertir que éste es continuo, en cambio perpetuo, base de los distintos tiempos que coexisten. Es decir, braudelianamente hablando, si es un hecho la simultaneidad de tiempos y ciclos que se traslapan ¿acaso estos no podrán también doblarse como en la teoría garnieriana?

Sin duda, y confirmaría algo esencial: el tiempo no existe. Nosotros lo creamos. Por algo Renato Leduc aludió a la “sabia virtud de conocer el tiempo”. Solo que de ser así, la historia tampoco existiría, a menos que la creemos.

No cabe duda que estamos aún muy lejos de saber lo que somos.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli




La fluidez inaferrable de la vida,

en la obra de arte halla un instante de eternidad.

Esta antítesis “instante” y “eternidad”,

más formal que de hecho,

quiere representar el relámpago de intuición que,

al ánimo vibrante del poeta y músico

esclarece un punto eterno en el flujo de la existencia.

Uberto Zanolli


Desde los más remotos orígenes de la historia, el ser humano ha visto en el tiempo a una entidad fatal e inexorable a la que todo parece estar sujeto, no digamos la historia y la música, la literatura y la danza, sino la vida misma.

Sí, el tiempo ha sido su fiel e implacable acompañante, como lo atestigua la mitología griega según la cual tras el Caos nació Cronos, el dios del tiempo, y como lo reconoció el presocrático Heráclito al cifrar su pensamiento en el tiempo y su devenir. No podía ser de otra forma, Platón lo había explicado en el Timeo al referir que el tiempo fue creado para sincronizar y sintonizar a los astros con el mundo de las ideas, anticipando así el concepto del movimiento perpetuo sideral como símbolo de lo eterno.

De él San Agustín referirá que su origen se encuentra en el interior del hombre, en la medida que el pasado es el recuerdo, el presente aquello de lo que se está atento y el futuro lo que se aguarda, en tanto que para santo Tomás, será el movimiento que nace del exterior con el antes y el después. Más adelante, Newton diferenciará entre un tiempo absoluto y uno relativo: uno verdadero y matemático, definido como duración, y otro sensible y externo vinculado, una vez más, al movimiento, lo que Kant refutará, al concebir que el tiempo es una intuición del ser cognoscente por la que el hombre ordena los fenómenos en sucesión y simultaneidad. Así, a principios del siglo XIX, serán los filósofos de la historia quienes hagan suyo el debate sobre el tiempo y, en su búsqueda por ofrecer certidumbre ante un porvenir desconocido, enunciarán frases como la de Moratín a Pietro Napoli Signorelli: “nadie puede asegurar hoy lo que será mañana”. Para entonces los historiadores no encontrarán la razón de ser de la historia fuera del contexto temporal. Danton mismo reconocerá que del pasado derivan las leyes que rigen a la historia para prever el futuro, lo que torna al debate más complejo: la historia no podría limitarse a consagrar el registro pasivo de todos los actos y fechas en los que el hombre interviene, como recomendaba Leopold von Ranke, y menos ser concebida como la ciencia del pasado al que nada del presente puede interferir, como postuló Augusto Comte.

Será en los inicios del siglo XX cuando se dé el viraje de paradigma a través de Wilhelm Dilthey y Benedetto Croce, para quienes la historia no será más un simple cuerpo factual sino una relación individuo-sociedad en el tiempo; el historiador, un sujeto cognoscente, símbolo del presente, y los hechos, símbolos del pasado. Visión que hacia los años 40 impactará en la obra de Marc Block y Georges Lefebvre, que verán al historiador como un agente presente y subjetivo de la historia que selecciona e interpreta hechos. De ahí que existan múltiples historias, tantas como historiadores que no son sino un producto, un fenómeno social modelado por “su” sociedad, que entabla un dialogo continuo entre un pasado y un presente, pero ¿y el tiempo?

La reflexión sobre éste igualmente entrará en una nueva espiral conceptual que involucrará tanto a la filosofía como a la ciencia en pleno, particularmente matemáticas y física. Desde la primera, Henri Bergson habrá de distinguir entre espacio y tiempo, al que redefinirá como duración y verá dotado de capacidad creadora, indivisible, continua, heterogénea e imprevisible, solo que Albert Einstein lo refutará: “el tiempo de los filósofos no existe”. Sí, son dos mundos, dos concepciones, dos tiempos en oposición. Es la dualidad hussleriana entre tiempo cósmico, objetivo, y fenomenológico, vivencial; esa misma que hará a Martin Heidegger apuntar: si el tiempo encuentra su sentido en la eternidad, es a partir de ésta que ha de ser comprendido. Pero faltaba otra visión, la teoría del desdoblamiento del tiempo expuesta en 2006 por el físico Jean Pierre Garnier, inspirada en la diferenciación temporal de Henri Poincaré y en el relativismo de Einstein, según la cual vivimos cuántica y simultáneamente en tres tiempos y en nosotros está definir el rumbo.

Lo paradójico es que a este punto ciencia e historia vuelvan a tocarse. No solo porque el tiempo sea el alma, el eje por el que transcurre aquélla, ese plasma de Bloch “en el que se bañan los fenómenos”, sino porque aún antes que Garnier, desde la historia Ferdinand Braudel ya había anticipado el redimensionamiento del tiempo al advertir que éste es continuo, en cambio perpetuo, base de los distintos tiempos que coexisten. Es decir, braudelianamente hablando, si es un hecho la simultaneidad de tiempos y ciclos que se traslapan ¿acaso estos no podrán también doblarse como en la teoría garnieriana?

Sin duda, y confirmaría algo esencial: el tiempo no existe. Nosotros lo creamos. Por algo Renato Leduc aludió a la “sabia virtud de conocer el tiempo”. Solo que de ser así, la historia tampoco existiría, a menos que la creemos.

No cabe duda que estamos aún muy lejos de saber lo que somos.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli