/ domingo 28 de marzo de 2021

Juárez y la abolición de la Corte

En un México convulso, ávido por encontrar su estabilidad política, 1855 fue un parteaguas en el escenario jurídico nacional. Al triunfo de la revolución de Ayutla, ocupó la presidencia Juan Álvarez, quien nombró ministro de Justicia a Benito Juárez, a cuya propuesta aquél promulgó el 23 de noviembre la “Ley sobre Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios”. Norma en la que participaron Manuel Dublán e Ignacio Mariscal y que al paso del tiempo fue llamada “Ley Juárez”: la primera de las Leyes de Reforma.

Texto jurídico elaborado dentro de un régimen de excepción transitorio, al haberse erigido en compuerta para el uso y abuso de facultades extraordinarias al estilo dictatorial romano, sólo que sin limitación alguna y carente de fundamento constitucional, al haber sido hasta la Constitución de 1857 (art. 29) cuando se estableció finalmente la posibilidad de que el Congreso otorgara al titular del ejecutivo federal “autorizaciones” en caso de suspensión temporal de las garantías.

Facultades extraordinarias que han sido estudiadas por autores como Emilio Rabasa, Felipe Tena Ramírez, Mario de la Cueva, Jaime del Arenal, Elisur Arteaga y Linda Arnold, en tanto praxis del poder excepcional del que hizo uso Juárez, no sólo a través de sus actos, sino también de la promulgación de diversas disposiciones legales, como en el caso de los tratados McLane-Ocampo y Corwin-Doblado, al salir del territorio nacional, autoreelegirse por decreto del 8 de noviembre de 1865, declarar estado de sitio en determinadas regiones, promulgar códigos, establecer nuevos impuestos, crear nuevas ciudades y entidades federativas, prohibir por inmorales loterías y rifas, construir vías férreas, cerrar puertos, reformar aduanas marítima, así como al promulgar un serie de decretos contra quienes hubieran sido contrarios al régimen republicano. Y es que el propio Congreso terminó por avituallarlo con facultades que este mismo órgano denominó “omnímodas” -comprendiendo su inherente facultad de legislar-, como fue a través de los decretos del 11 de diciembre de 1861, 3 de mayo y 27 de octubre de 1862 y del 27 de mayo de 1863.

Rabasa es elocuente cuando declara que Juárez buscó evadir los “errores” de la Constitución que le imposibilitaban “la buena organización del Gobierno”, puesto que más allá de gobernar, lo que pretendió fue “revolucionar”: “no iba a someterse a una ley que para él y los reformistas era moderada e incompleta”, que “invocaba como principio”, como “objeto de la lucha”, pero que no podía obedecer y salvar a un mismo tiempo. “Así gobernó de 1858 a 1861 -nos dice-, como la autoridad más libre que haya habido en jefe alguno de gobierno, y con la más libre aquiescencia de sus gobernados”, agregando: “no es posible asumir poder más grande que el que Juárez se arrogó de 63 a 67, ni usarlo con más vigor ni con más audacia, … sustituyó al Congreso, no sólo para dictar toda clase de leyes, sino en sus funciones de jurado para deponer al Presidente de la Corte Suprema; y fue más allá: sustituyó no sólo al Congreso, sino al pueblo, prorrogando el término de sus poderes presidenciales por todo el tiempo que fuese menester”.

Sin embargo, de entre todas las disposiciones emitidas en este marco de excepcionalidad, fue la Ley Juárez -aunada a la del 26 de noviembre o “ley del desamparo”-no sólo el emblema simbólico del movimiento reformador a la usanza de la Reforma renacentista al decretar la separación del Estado y la Iglesia, sino dispositivo legal que detonó un cisma de enorme impacto en el ámbito de la impartición de justicia. La Suprema Corte, más allá de verse sustraída en su competencia y jurisdicción para atender en segunda y tercera instancias los asuntos del fuero común en el Distrito Federal y territorios, al quedar éstos depositados en el Tribunal Superior del Distrito Federal que para tal efecto fue fundado (art. 28), fue abolida y “refundada” bajo otra estructura composicional. No había duda, el poder judicial a partir de ese momento estaría subordinado al presidente de la República que ahora nombraría al presidente y vicepresidente de la Corte, pero también a magistrados, fiscales, jueces y demás empleados del poder judicial (art. 48).

La reacción de los juristas fue airada. La Suprema Corte había sido el único órgano del Estado en mantenerse al margen de los avatares políticos en lo que iba del siglo XIX, a pesar de ello: la independencia del poder judicial había sido mancillada y esto derivaría, advertían, en la pérdida de la legitimidad y soberanía, porque además de ser contrapeso del poder ejecutivo federal, era el principal garante de la legitimación de la soberanía.

Sí, grande es la responsabilidad de historiadores y juristas, pero también de todo ciudadano de investigar el pasado, de releer y aprender de los capítulos que aún no terminan de ser cabalmente comprendidos. Bien lo dijo Marx, la historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia, la segunda, como una miserable farsa.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


En un México convulso, ávido por encontrar su estabilidad política, 1855 fue un parteaguas en el escenario jurídico nacional. Al triunfo de la revolución de Ayutla, ocupó la presidencia Juan Álvarez, quien nombró ministro de Justicia a Benito Juárez, a cuya propuesta aquél promulgó el 23 de noviembre la “Ley sobre Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios”. Norma en la que participaron Manuel Dublán e Ignacio Mariscal y que al paso del tiempo fue llamada “Ley Juárez”: la primera de las Leyes de Reforma.

Texto jurídico elaborado dentro de un régimen de excepción transitorio, al haberse erigido en compuerta para el uso y abuso de facultades extraordinarias al estilo dictatorial romano, sólo que sin limitación alguna y carente de fundamento constitucional, al haber sido hasta la Constitución de 1857 (art. 29) cuando se estableció finalmente la posibilidad de que el Congreso otorgara al titular del ejecutivo federal “autorizaciones” en caso de suspensión temporal de las garantías.

Facultades extraordinarias que han sido estudiadas por autores como Emilio Rabasa, Felipe Tena Ramírez, Mario de la Cueva, Jaime del Arenal, Elisur Arteaga y Linda Arnold, en tanto praxis del poder excepcional del que hizo uso Juárez, no sólo a través de sus actos, sino también de la promulgación de diversas disposiciones legales, como en el caso de los tratados McLane-Ocampo y Corwin-Doblado, al salir del territorio nacional, autoreelegirse por decreto del 8 de noviembre de 1865, declarar estado de sitio en determinadas regiones, promulgar códigos, establecer nuevos impuestos, crear nuevas ciudades y entidades federativas, prohibir por inmorales loterías y rifas, construir vías férreas, cerrar puertos, reformar aduanas marítima, así como al promulgar un serie de decretos contra quienes hubieran sido contrarios al régimen republicano. Y es que el propio Congreso terminó por avituallarlo con facultades que este mismo órgano denominó “omnímodas” -comprendiendo su inherente facultad de legislar-, como fue a través de los decretos del 11 de diciembre de 1861, 3 de mayo y 27 de octubre de 1862 y del 27 de mayo de 1863.

Rabasa es elocuente cuando declara que Juárez buscó evadir los “errores” de la Constitución que le imposibilitaban “la buena organización del Gobierno”, puesto que más allá de gobernar, lo que pretendió fue “revolucionar”: “no iba a someterse a una ley que para él y los reformistas era moderada e incompleta”, que “invocaba como principio”, como “objeto de la lucha”, pero que no podía obedecer y salvar a un mismo tiempo. “Así gobernó de 1858 a 1861 -nos dice-, como la autoridad más libre que haya habido en jefe alguno de gobierno, y con la más libre aquiescencia de sus gobernados”, agregando: “no es posible asumir poder más grande que el que Juárez se arrogó de 63 a 67, ni usarlo con más vigor ni con más audacia, … sustituyó al Congreso, no sólo para dictar toda clase de leyes, sino en sus funciones de jurado para deponer al Presidente de la Corte Suprema; y fue más allá: sustituyó no sólo al Congreso, sino al pueblo, prorrogando el término de sus poderes presidenciales por todo el tiempo que fuese menester”.

Sin embargo, de entre todas las disposiciones emitidas en este marco de excepcionalidad, fue la Ley Juárez -aunada a la del 26 de noviembre o “ley del desamparo”-no sólo el emblema simbólico del movimiento reformador a la usanza de la Reforma renacentista al decretar la separación del Estado y la Iglesia, sino dispositivo legal que detonó un cisma de enorme impacto en el ámbito de la impartición de justicia. La Suprema Corte, más allá de verse sustraída en su competencia y jurisdicción para atender en segunda y tercera instancias los asuntos del fuero común en el Distrito Federal y territorios, al quedar éstos depositados en el Tribunal Superior del Distrito Federal que para tal efecto fue fundado (art. 28), fue abolida y “refundada” bajo otra estructura composicional. No había duda, el poder judicial a partir de ese momento estaría subordinado al presidente de la República que ahora nombraría al presidente y vicepresidente de la Corte, pero también a magistrados, fiscales, jueces y demás empleados del poder judicial (art. 48).

La reacción de los juristas fue airada. La Suprema Corte había sido el único órgano del Estado en mantenerse al margen de los avatares políticos en lo que iba del siglo XIX, a pesar de ello: la independencia del poder judicial había sido mancillada y esto derivaría, advertían, en la pérdida de la legitimidad y soberanía, porque además de ser contrapeso del poder ejecutivo federal, era el principal garante de la legitimación de la soberanía.

Sí, grande es la responsabilidad de historiadores y juristas, pero también de todo ciudadano de investigar el pasado, de releer y aprender de los capítulos que aún no terminan de ser cabalmente comprendidos. Bien lo dijo Marx, la historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia, la segunda, como una miserable farsa.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli