/ domingo 29 de julio de 2018

La responsabilidad del escritor (III)

La responsabilidad del escritor (III)


Betty Zanolli Fabila


La historia humana se ha agitado, a decir de Nietszche, entre lo apolíneo y lo dionisíaco como parte esencial de su naturaleza, producto del mundo axiológico que trasciende al sujeto y que dimana de la propia sociedad en un tiempo y espacio determinados. Confluencia de contrastes y antagonismos entre los que se desenvuelve el devenir del hombre y que en el texto escrito tiene a uno de sus principales escenarios, pues como señalara Emerson: “en muchas ocasiones la lectura de un libro ha hecho la fortuna de un hombre, decidiendo el curso de su vida”, aunque en muchas otras lo ha sido de su infortunio. De ahí, como hemos venido advirtiendo, la enorme responsabilidad de quien escribe al igual que la de quien lee. No por algo refería Miguel de Unamuno: “cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee”: paradójico pero cierto, porque como lo dijo a su vez Jorge Luis Borges, “uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”, pues penetrar en una obra es conocer y hacer suyo, se quiera o no, el pensamiento de otro. Acto cognitivo que implica el ejercicio mutuo de un poder: del autor sobre el lector y de éste sobre de su obra.

De ahí el surgimiento histórico de la censura como control de lo que un sujeto y una sociedad podrían o deberían leer. Mecanismo no solo materializado a través de los célebres autos de fe y quema de libros centenarios, sino también mediante los diversos instrumentos y esquemas legales que han sido diseñados por los distintos gobiernos para tal efecto desde tiempo inmemorial. Cuestión que apuntala y trasciende al ámbito de la responsabilidad del escritor al dotarlo de nuevas connotaciones, como las derivadas de la persecusión y silenciamiento instrumentados por el Estado y grupos de poder en turno contra aquellos autores a quienes se considera “incómodos” ante el peligro -manifiesto o potencial- de que alerten, concienticen o movilicen a la ciudadanía en pleno. No vayamos tan lejos, recordemos la criminal destrucción que el nazismo hizo de las obras de comunistas, pacifistas y judíos por considerarlos opositores al régimen, desde Einstein, Lukács o Luxemburg, hasta Zweig, Hemingway, Gide o Mayakowski, entre muchos otros más. Y uno se cuestiona. ¿Eran responsables los autores? Por supuesto que sí. Eran responsables de sus textos. De alguna forma la censura evidenciaba la responsabilización que el Estado hacía de sus ideas y que llevaba a cabo para evitar el “contagio” de éstas al resto de la sociedad.

El saber es poder, pero es también un riesgo para quien accede al conocimiento, para su bien y para su mal, individual y colectivamente, además de serlo políticamente a juicio de quienes están al frente del Estado. Sin embargo, el régimen nazi no tenía razón alguna. Una cosa es que una idea se transmita. Otra que su lector se “contagie” de ella. Sun Tzu, Machiavelo, Marx, Bakunin, Trotski, el Che Guevara, de Quincey, Avilés Fabila, son responsables al igual que Platón, San Agustín, Teresa de Calcuta y el resto de los escritores, tanto como lo son cada uno de sus lectores. ¿O acaso Orson Wells fue el único responsable de la ola de pánico y suicidios que desencadenó su adaptación radiofónica sobre La guerra de los mundos en 1938?

Como vemos el tema es infinito y presenta múltiples aristas. Una más. ¿Dónde quedaron autores como Esopo, Fedro, Jean de La Fontaine, Félix María de Samaniego, Johann Christian Andersen, Charles Dickens, Charles Perrault, los hermanos Grimm o Julio Verne? ¿Dónde las aventuras del gran novelista veronés Emilio Salgari o el formativo y conmovedor Cuore de Edmondo De Amicis? ¿Dónde Rudyard Kipling? ¿Dónde Michael Ende con Momo y La historia interminable? ¿Dónde Amiel y su Diario íntimo o Antón Makarenko con su Poema pedagógico? En el mejor de los casos, desplazados por las sagas de vampiros y zombies o por las sagas estilo After, pero sobre todo subsumidos y devorados por la literatura que hoy en día ha hecho del culto a la violencia y la crueldad su eje central y de lo cual todos somos responsables, no solo los autores sino también los lectores: la sociedad entera. ¿Es esto nuevo? Con todo pesar, debemos reconocer que la crueldad es tan antigua o más que el hombre mismo, al grado de reconocerse que existe una “ética de la crueldad”, como la ha bautizado José Ovejero. La crueldad es una constante del arte porque lo es de la existencia. Así lo reflejaron Sade y von Sacher-Masoch; así lo han reproducido Onetti, McCarthy, Canetti, Bataille, Jelinek, Süskind, Martín-Santos. ¿Ante lo vacuo el exceso, ante lo frívolo lo cruel y todo para llegar a nada?

Es brutal la crisis de valores que nos estrangula, pero no es privativa del arte: es propia de la vida misma. De ahí la necesidad por hacer un llamado a la reflexión en torno a la responsabilidad de quien escribe, porque al escribir se puede ser -por ejemplo- otro cultor más de la crueldad, pero existe un proverbio árabe que nos advierte: “al abrir tus labios, procura que tus palabras sean más hermosas que el silencio”.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli




La responsabilidad del escritor (III)


Betty Zanolli Fabila


La historia humana se ha agitado, a decir de Nietszche, entre lo apolíneo y lo dionisíaco como parte esencial de su naturaleza, producto del mundo axiológico que trasciende al sujeto y que dimana de la propia sociedad en un tiempo y espacio determinados. Confluencia de contrastes y antagonismos entre los que se desenvuelve el devenir del hombre y que en el texto escrito tiene a uno de sus principales escenarios, pues como señalara Emerson: “en muchas ocasiones la lectura de un libro ha hecho la fortuna de un hombre, decidiendo el curso de su vida”, aunque en muchas otras lo ha sido de su infortunio. De ahí, como hemos venido advirtiendo, la enorme responsabilidad de quien escribe al igual que la de quien lee. No por algo refería Miguel de Unamuno: “cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee”: paradójico pero cierto, porque como lo dijo a su vez Jorge Luis Borges, “uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”, pues penetrar en una obra es conocer y hacer suyo, se quiera o no, el pensamiento de otro. Acto cognitivo que implica el ejercicio mutuo de un poder: del autor sobre el lector y de éste sobre de su obra.

De ahí el surgimiento histórico de la censura como control de lo que un sujeto y una sociedad podrían o deberían leer. Mecanismo no solo materializado a través de los célebres autos de fe y quema de libros centenarios, sino también mediante los diversos instrumentos y esquemas legales que han sido diseñados por los distintos gobiernos para tal efecto desde tiempo inmemorial. Cuestión que apuntala y trasciende al ámbito de la responsabilidad del escritor al dotarlo de nuevas connotaciones, como las derivadas de la persecusión y silenciamiento instrumentados por el Estado y grupos de poder en turno contra aquellos autores a quienes se considera “incómodos” ante el peligro -manifiesto o potencial- de que alerten, concienticen o movilicen a la ciudadanía en pleno. No vayamos tan lejos, recordemos la criminal destrucción que el nazismo hizo de las obras de comunistas, pacifistas y judíos por considerarlos opositores al régimen, desde Einstein, Lukács o Luxemburg, hasta Zweig, Hemingway, Gide o Mayakowski, entre muchos otros más. Y uno se cuestiona. ¿Eran responsables los autores? Por supuesto que sí. Eran responsables de sus textos. De alguna forma la censura evidenciaba la responsabilización que el Estado hacía de sus ideas y que llevaba a cabo para evitar el “contagio” de éstas al resto de la sociedad.

El saber es poder, pero es también un riesgo para quien accede al conocimiento, para su bien y para su mal, individual y colectivamente, además de serlo políticamente a juicio de quienes están al frente del Estado. Sin embargo, el régimen nazi no tenía razón alguna. Una cosa es que una idea se transmita. Otra que su lector se “contagie” de ella. Sun Tzu, Machiavelo, Marx, Bakunin, Trotski, el Che Guevara, de Quincey, Avilés Fabila, son responsables al igual que Platón, San Agustín, Teresa de Calcuta y el resto de los escritores, tanto como lo son cada uno de sus lectores. ¿O acaso Orson Wells fue el único responsable de la ola de pánico y suicidios que desencadenó su adaptación radiofónica sobre La guerra de los mundos en 1938?

Como vemos el tema es infinito y presenta múltiples aristas. Una más. ¿Dónde quedaron autores como Esopo, Fedro, Jean de La Fontaine, Félix María de Samaniego, Johann Christian Andersen, Charles Dickens, Charles Perrault, los hermanos Grimm o Julio Verne? ¿Dónde las aventuras del gran novelista veronés Emilio Salgari o el formativo y conmovedor Cuore de Edmondo De Amicis? ¿Dónde Rudyard Kipling? ¿Dónde Michael Ende con Momo y La historia interminable? ¿Dónde Amiel y su Diario íntimo o Antón Makarenko con su Poema pedagógico? En el mejor de los casos, desplazados por las sagas de vampiros y zombies o por las sagas estilo After, pero sobre todo subsumidos y devorados por la literatura que hoy en día ha hecho del culto a la violencia y la crueldad su eje central y de lo cual todos somos responsables, no solo los autores sino también los lectores: la sociedad entera. ¿Es esto nuevo? Con todo pesar, debemos reconocer que la crueldad es tan antigua o más que el hombre mismo, al grado de reconocerse que existe una “ética de la crueldad”, como la ha bautizado José Ovejero. La crueldad es una constante del arte porque lo es de la existencia. Así lo reflejaron Sade y von Sacher-Masoch; así lo han reproducido Onetti, McCarthy, Canetti, Bataille, Jelinek, Süskind, Martín-Santos. ¿Ante lo vacuo el exceso, ante lo frívolo lo cruel y todo para llegar a nada?

Es brutal la crisis de valores que nos estrangula, pero no es privativa del arte: es propia de la vida misma. De ahí la necesidad por hacer un llamado a la reflexión en torno a la responsabilidad de quien escribe, porque al escribir se puede ser -por ejemplo- otro cultor más de la crueldad, pero existe un proverbio árabe que nos advierte: “al abrir tus labios, procura que tus palabras sean más hermosas que el silencio”.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli