/ domingo 20 de febrero de 2022

Libertad de expresión vs dogmatismo dictatorial

A todos los periodistas cuya voz se eleva en aras de la verdad, a sabiendas de que la vida ha sido para muchos el precio a pagar.


La conciencia social mexicana se ha visto agitada y confrontada en las últimas semanas por un tema sustancial en particular: el de la libertad de expresión y su relación con el poder, y si bien desde los tiempos más remotos el pensamiento humano ha gestado incuantificables reflexiones al respecto, considero de enorme importancia centrarme en los postulados desarrollados por Immanuel Kant en su revelador ensayo “¿Qué es la ilustración?”. Título-pregunta a la que responde desde un inicio su autor: “¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la Ilustración”. Y agrega: “la pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela (“naturaliter maiorennes”)… ¡Es tan cómodo no estar emancipado!”.

Sí, resulta impecable la respuesta kantiana, integrada por palabras sabias que desnudan la negligencia, la indiscutible apatía y la indignidad de todos aquellos seres humanos que, incapaces de atreverse a saber, hacen de esta actitud su segunda naturaleza, aún y cuando -tal y como sentenció nuestro filósofo- terminen vengándose de sus “sembradores” o “cultivadores”, pues una revolución podrá cambiar un régimen por otro, pero nunca “reformar” la manera de pensar. ¿Dónde se encuentra entonces la posibilidad del cambio, del progreso? Kant contundente responde: en la libertad y, concretamente, en la libertad de hacer uso público de su razón íntegramente, porque sólo el uso público de ella conduce a la ilustración, por lo que deviene imperativo el que esté permitido dicho uso a todos los hombres.

Y es que según nuestro filósofo el uso de la razón se subdivide en público y privado, siendo el público por el que todo ciudadano se expresa ante la colectividad y el privado, cuando lo hace ante la colectividad en su calidad de funcionario y, por tanto, a nombre de otro: el Estado, quedando en este caso limitada su expresión al “deber de oficio”. Consecuentemente, es en el uso público en el que un individuo es autónomo y tiene derecho al pleno goce de su libertad de expresión, al grado tal de convertirse en una “autoridad intelectual” pues goza de una libertad ilimitada para servirse de su propia razón desde el momento en que habla en nombre propio. En cambio, en el ejercicio del uso privado, el individuo no es autónomo, es dependiente y su expresión está determinada. Derivado de ello, un ciudadano debe ejercitar su uso público de la razón en un ámbito de total libertad, de plena autonomía, por lo que no puede estar sujeto a ningún tipo de limitación, ya que la publicidad de la razón es la mejor y mayor “salvaguarda” de los derechos naturales del hombre, al ser vía por la que el pueblo se comunica con el Estado y toda limitación a ésta implica no sólo el retroceso del progreso social sino la vulneración flagrante a uno de sus más elementales derechos naturales.

Sí, para Kant era un hecho que la verdad no podía ser dogmática y, de castrarse la libertad de crítica, toda aspiración a una evolución y progreso sociales quedarían canceladas, de ahí que ninguna autoridad y menos el gobernante podrían impedir a un ciudadano exponer públicamente su razón. En pocas palabras: la censura desde el poder es inadmisible y el gobernante haría “agravio a la majestad de su persona” si osara cuestionar los escritos de sus súbditos, exponiéndose al reproche (“Caesar non est supra grammaticos”), desde el momento mismo en que osa rebajar al poder soberano amparando dentro del Estado al “despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de sus súbditos”, estando éstos facultados, a su vez, para criticar a plenitud sus determinaciones. Sólo un gobernante que respetara el libre uso de la razón podría ser considerado un gobernante ilustrado, como para él lo fue Federico II de Prusia.

Y es que para Kant la libertad de pensamiento y la libertad de expresión eran sagradas, por ser antecedentes fundamentales para ejercer la libertad de obrar, de ahí su caro concepto de “Federfreiheit” o “libertad de la pluma”: precepto esencial de la dignidad humana. Libertad de la pluma a la que invocaba nuestro filósofo, anhelando que a través de ella su sociedad se ilustrara para que reinara la paz como fruto de la tolerancia. Bien sabía que en la palabra y en el ejercicio de la libre expresión el poder tiene a su mayor enemigo, ya que no sólo develan la verdad ante la sociedad: la inmunizan contra toda clase de fanatismos.

Lo sabemos en México: a 200 años de distancia, la libertad de la pluma está de luto por todas esas plumas teñidas de sangre y por todas aquéllas a las que el poder pretende silenciar. ¿Será nuestra sociedad capaz de valerse de su propia razón o se refugiará en la oprobiosa “naturaliter maiorennes” kantiana?


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


A todos los periodistas cuya voz se eleva en aras de la verdad, a sabiendas de que la vida ha sido para muchos el precio a pagar.


La conciencia social mexicana se ha visto agitada y confrontada en las últimas semanas por un tema sustancial en particular: el de la libertad de expresión y su relación con el poder, y si bien desde los tiempos más remotos el pensamiento humano ha gestado incuantificables reflexiones al respecto, considero de enorme importancia centrarme en los postulados desarrollados por Immanuel Kant en su revelador ensayo “¿Qué es la ilustración?”. Título-pregunta a la que responde desde un inicio su autor: “¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la Ilustración”. Y agrega: “la pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela (“naturaliter maiorennes”)… ¡Es tan cómodo no estar emancipado!”.

Sí, resulta impecable la respuesta kantiana, integrada por palabras sabias que desnudan la negligencia, la indiscutible apatía y la indignidad de todos aquellos seres humanos que, incapaces de atreverse a saber, hacen de esta actitud su segunda naturaleza, aún y cuando -tal y como sentenció nuestro filósofo- terminen vengándose de sus “sembradores” o “cultivadores”, pues una revolución podrá cambiar un régimen por otro, pero nunca “reformar” la manera de pensar. ¿Dónde se encuentra entonces la posibilidad del cambio, del progreso? Kant contundente responde: en la libertad y, concretamente, en la libertad de hacer uso público de su razón íntegramente, porque sólo el uso público de ella conduce a la ilustración, por lo que deviene imperativo el que esté permitido dicho uso a todos los hombres.

Y es que según nuestro filósofo el uso de la razón se subdivide en público y privado, siendo el público por el que todo ciudadano se expresa ante la colectividad y el privado, cuando lo hace ante la colectividad en su calidad de funcionario y, por tanto, a nombre de otro: el Estado, quedando en este caso limitada su expresión al “deber de oficio”. Consecuentemente, es en el uso público en el que un individuo es autónomo y tiene derecho al pleno goce de su libertad de expresión, al grado tal de convertirse en una “autoridad intelectual” pues goza de una libertad ilimitada para servirse de su propia razón desde el momento en que habla en nombre propio. En cambio, en el ejercicio del uso privado, el individuo no es autónomo, es dependiente y su expresión está determinada. Derivado de ello, un ciudadano debe ejercitar su uso público de la razón en un ámbito de total libertad, de plena autonomía, por lo que no puede estar sujeto a ningún tipo de limitación, ya que la publicidad de la razón es la mejor y mayor “salvaguarda” de los derechos naturales del hombre, al ser vía por la que el pueblo se comunica con el Estado y toda limitación a ésta implica no sólo el retroceso del progreso social sino la vulneración flagrante a uno de sus más elementales derechos naturales.

Sí, para Kant era un hecho que la verdad no podía ser dogmática y, de castrarse la libertad de crítica, toda aspiración a una evolución y progreso sociales quedarían canceladas, de ahí que ninguna autoridad y menos el gobernante podrían impedir a un ciudadano exponer públicamente su razón. En pocas palabras: la censura desde el poder es inadmisible y el gobernante haría “agravio a la majestad de su persona” si osara cuestionar los escritos de sus súbditos, exponiéndose al reproche (“Caesar non est supra grammaticos”), desde el momento mismo en que osa rebajar al poder soberano amparando dentro del Estado al “despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de sus súbditos”, estando éstos facultados, a su vez, para criticar a plenitud sus determinaciones. Sólo un gobernante que respetara el libre uso de la razón podría ser considerado un gobernante ilustrado, como para él lo fue Federico II de Prusia.

Y es que para Kant la libertad de pensamiento y la libertad de expresión eran sagradas, por ser antecedentes fundamentales para ejercer la libertad de obrar, de ahí su caro concepto de “Federfreiheit” o “libertad de la pluma”: precepto esencial de la dignidad humana. Libertad de la pluma a la que invocaba nuestro filósofo, anhelando que a través de ella su sociedad se ilustrara para que reinara la paz como fruto de la tolerancia. Bien sabía que en la palabra y en el ejercicio de la libre expresión el poder tiene a su mayor enemigo, ya que no sólo develan la verdad ante la sociedad: la inmunizan contra toda clase de fanatismos.

Lo sabemos en México: a 200 años de distancia, la libertad de la pluma está de luto por todas esas plumas teñidas de sangre y por todas aquéllas a las que el poder pretende silenciar. ¿Será nuestra sociedad capaz de valerse de su propia razón o se refugiará en la oprobiosa “naturaliter maiorennes” kantiana?


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli