/ martes 4 de agosto de 2020

Mi vida sin el deporte | El gran Tom Brady y la búsqueda de la cabra

Dicen que uno va cumpliendo años de cinco en cinco.

Se cumple años siempre, por supuesto, pero regularmente las fechas cerradas nos muestran con más fuerza el paso del tiempo. Lo hacen más evidente. Por ejemplo, de los 25 a los 29, el tiempo pasó confuso, casi ni me acordaba cuántos años tenía, o si me acordaba era después de esforzarme, como si la cuenta estuviera perdida en la memoria y sólo después de un rato se presentara con claridad. La cosa fue diferente, sin embargo, cuando cumplí los 30. No tengo problema con la edad, pero ahora la cifra es mucho más presente, aunque supongo que con el paso de los años se irá olvidando, y así, hasta que se renueve el ciclo.

Con Tom Brady, aunque sea una edad que no es mía, me pasaba algo similar, hasta hoy. Es decir, cuando cumplió los 40 años el golpe del tiempo estalló con toda su fuerza, porque no es común que un jugador se mantenga activo a esa edad.

Luego vino Brady y llegó a dos Super Bowls en los últimos tres años, perdió el primero y ganó el segundo, y el debate del tiempo se fue diluyendo precisamente en esa rutina de los años, que los vuelven casi incontables.

No sé hasta cuándo los años serán incontables para Tom Brady, ni qué tan lejanos, aun- que no lo diga ni lo piense ahora, puedan parecerle los 45, esa frontera inexorable. Ayer, que cumplió los 43, me fue inevitable pensar que el tiempo se le agota sin nada que podamos hacer. Este tiempo que pasa entre las dudas propias de una pandemia y que hace que el tiempo sea un tiempo nuevo, por lo tanto desconocido.

No creo, sin embargo, que a Brady le asuste el escenario de lo desconocido, porque apenas llegó a Tampa Bay en busca de una última aventura, salió en medio de la pandemia para ponerse en forma entre los árboles de un parque público, porque para un jugador como él no hay tiempo que perder, ni el que se pierde por decreto, o porque no queda de otra.

De ese tipo de historias está hecha su carrera, como el valor de lo intangible. Lo que no se ve, ni se toca, pero se siente. No fue fácil el legado de mejor jugador de todos los tiempos, ni siquiera sus seis anillos le han brindado la unanimidad, hay quien aún pone en duda su trascendencia, aunque es cierto la gran mayoría terminó por aceptarlo.

Fue precisamente hace dos años cuando Brady disipó todas las dudas. Fue en Atlanta, en el Super Bowl LIII. Un año antes el mariscal fue enviado a la hoguera tras caer ante Filadelfia.

En Atlanta el ambiente era parecido a un juicio final. Los jerséis de Brady abundaban por lo extenso del parque Olímpico del Centenario, pero había cierta reserva. Los aficionados se perdían entre las calles con la conciencia plena de asistir a la cita con la historia. Sin embargo, la imagen que más recuerdo de aquel fin de semana, es la de un señor vendiendo playeras al final del partido, a las afueras del estadio. Tenían el nombre de Brady y la figura de una cabra. En apenas minutos terminó con las que habían sobrado. El instinto de la gente hablaba, estábamos ante la confirmación del más grande de todos.

Dicen que uno va cumpliendo años de cinco en cinco.

Se cumple años siempre, por supuesto, pero regularmente las fechas cerradas nos muestran con más fuerza el paso del tiempo. Lo hacen más evidente. Por ejemplo, de los 25 a los 29, el tiempo pasó confuso, casi ni me acordaba cuántos años tenía, o si me acordaba era después de esforzarme, como si la cuenta estuviera perdida en la memoria y sólo después de un rato se presentara con claridad. La cosa fue diferente, sin embargo, cuando cumplí los 30. No tengo problema con la edad, pero ahora la cifra es mucho más presente, aunque supongo que con el paso de los años se irá olvidando, y así, hasta que se renueve el ciclo.

Con Tom Brady, aunque sea una edad que no es mía, me pasaba algo similar, hasta hoy. Es decir, cuando cumplió los 40 años el golpe del tiempo estalló con toda su fuerza, porque no es común que un jugador se mantenga activo a esa edad.

Luego vino Brady y llegó a dos Super Bowls en los últimos tres años, perdió el primero y ganó el segundo, y el debate del tiempo se fue diluyendo precisamente en esa rutina de los años, que los vuelven casi incontables.

No sé hasta cuándo los años serán incontables para Tom Brady, ni qué tan lejanos, aun- que no lo diga ni lo piense ahora, puedan parecerle los 45, esa frontera inexorable. Ayer, que cumplió los 43, me fue inevitable pensar que el tiempo se le agota sin nada que podamos hacer. Este tiempo que pasa entre las dudas propias de una pandemia y que hace que el tiempo sea un tiempo nuevo, por lo tanto desconocido.

No creo, sin embargo, que a Brady le asuste el escenario de lo desconocido, porque apenas llegó a Tampa Bay en busca de una última aventura, salió en medio de la pandemia para ponerse en forma entre los árboles de un parque público, porque para un jugador como él no hay tiempo que perder, ni el que se pierde por decreto, o porque no queda de otra.

De ese tipo de historias está hecha su carrera, como el valor de lo intangible. Lo que no se ve, ni se toca, pero se siente. No fue fácil el legado de mejor jugador de todos los tiempos, ni siquiera sus seis anillos le han brindado la unanimidad, hay quien aún pone en duda su trascendencia, aunque es cierto la gran mayoría terminó por aceptarlo.

Fue precisamente hace dos años cuando Brady disipó todas las dudas. Fue en Atlanta, en el Super Bowl LIII. Un año antes el mariscal fue enviado a la hoguera tras caer ante Filadelfia.

En Atlanta el ambiente era parecido a un juicio final. Los jerséis de Brady abundaban por lo extenso del parque Olímpico del Centenario, pero había cierta reserva. Los aficionados se perdían entre las calles con la conciencia plena de asistir a la cita con la historia. Sin embargo, la imagen que más recuerdo de aquel fin de semana, es la de un señor vendiendo playeras al final del partido, a las afueras del estadio. Tenían el nombre de Brady y la figura de una cabra. En apenas minutos terminó con las que habían sobrado. El instinto de la gente hablaba, estábamos ante la confirmación del más grande de todos.