/ lunes 29 de junio de 2020

Órganos autónomos vitales para la democracia

Los órganos autónomos no son ocurrencia del neoliberalismo. Desaparecerlos por no coincidir con ellos sería un grave error. Veamos. La teoría clásica que explica la organización del poder del Estado en ejecutivo, legislativo y judicial se ha desarrollado de forma tal que diversos autores sostienen que hoy su estructura y ejercicio responden a una especie de distribución de funciones y competencias que les permiten cumplir con mayor eficacia los objetivos para los que fueron creados. Pensadores como John Locke y Montesquieu desarrollaron esta teoría cuyo planteamiento original pasó por Aristóteles y Polibio.

La historia mexicana la retoma desde los Sentimientos de la Nación de Morelos de 1813 y aparece en diversos textos constitucionales que dieron forma a nuestra organización política. Frente a los poderes tradicionales pero con independencia de ellos, los órganos autónomos surgieron en Europa y de ahí se extendieron a América y Asia caracterizándose por su especialización y rigor técnico.

Estos órganos ejercen funciones públicas especializadas, fundamentales para la salud del Estado y de los correspondientes sistemas democráticos, sirven para corregir desvíos, excesos en el ejercicio del poder. Sobre todo en regímenes como el nuestro que tradicionalmente concentran poder excesivo en una sola persona.

Hay funciones, como la electoral, la protección de los datos personales o la defensa de los derechos humanos, que exigen autonomía y profesionalización para evitar tentaciones autoritarias o incapacidad institucional para atenderlas con eficacia e imparcialidad. No es tema de personas ni de colores partidarios ni de afinidad o antipatía con los gobiernos en turno, mucho menos de colocar los argumentos en los extremos, tampoco se trata de escudarse en el discurso de la autonomía para evadir la evaluación pública ni la racionalidad en el ejercicio del gasto. Se trata de ponderar sin descalificaciones genéricas de ningún lado.

La realidad que vivimos, con un presidencialismo carismático, excesivamente poderoso con múltiples grupos de la sociedad alineados por convicción o por la eficacia de los programas sociales, nos lleva al dilema de cómo fortalecer a los órganos autónomos y cómo evitar subordinarlos al poder.

En rigor la autonomía funge como un blindaje de estos órganos, pero conforme a nuestro diseño tiene puntos débiles. Un ejemplo repetido por muchos está en el mecanismo de designación de sus integrantes que los puede llevar a mantenerlos como garantes frente a las tentaciones del poder o puede lastimar su autonomía.

Casos recientes que generan preocupación social están en la remoción de la titular de la CONAPRED a propósito de un foro que se había organizado para analizar temas de racismo y discriminación y las declaraciones del Presidente señalando que no conocía a ese organismo y que sus funciones podrían asumirse en la Secretaría de Gobernación. O bien, el hecho de que el propio presidente se declara vigilante del proceso electoral. ¿Y entonces el INE? ¿Y los tribunales y las fiscalías y los órganos electorales de los estados?

El tema preocupa porque en ese discurso existen rasgos autoritarios que evidencian intencionalidad de control y nulo respeto a instituciones que han dado impulsos vitales a la democracia mexicana. Los servidores públicos deben recordar que, por mandato constitucional, no pueden intervenir en las actividades comiciales, son los organismos electorales autónomos los que deben garantizar elecciones limpias, transparentes y creíbles a la sociedad mexicana como ha ocurrido en los últimos treinta años. La mejor garantía que un servidor público puede dar al buen desarrollo de las elecciones es no intervenir en ellas.



Profesor en UP y UNAM, especialista en temas electorales.

@MarcoBanos

Los órganos autónomos no son ocurrencia del neoliberalismo. Desaparecerlos por no coincidir con ellos sería un grave error. Veamos. La teoría clásica que explica la organización del poder del Estado en ejecutivo, legislativo y judicial se ha desarrollado de forma tal que diversos autores sostienen que hoy su estructura y ejercicio responden a una especie de distribución de funciones y competencias que les permiten cumplir con mayor eficacia los objetivos para los que fueron creados. Pensadores como John Locke y Montesquieu desarrollaron esta teoría cuyo planteamiento original pasó por Aristóteles y Polibio.

La historia mexicana la retoma desde los Sentimientos de la Nación de Morelos de 1813 y aparece en diversos textos constitucionales que dieron forma a nuestra organización política. Frente a los poderes tradicionales pero con independencia de ellos, los órganos autónomos surgieron en Europa y de ahí se extendieron a América y Asia caracterizándose por su especialización y rigor técnico.

Estos órganos ejercen funciones públicas especializadas, fundamentales para la salud del Estado y de los correspondientes sistemas democráticos, sirven para corregir desvíos, excesos en el ejercicio del poder. Sobre todo en regímenes como el nuestro que tradicionalmente concentran poder excesivo en una sola persona.

Hay funciones, como la electoral, la protección de los datos personales o la defensa de los derechos humanos, que exigen autonomía y profesionalización para evitar tentaciones autoritarias o incapacidad institucional para atenderlas con eficacia e imparcialidad. No es tema de personas ni de colores partidarios ni de afinidad o antipatía con los gobiernos en turno, mucho menos de colocar los argumentos en los extremos, tampoco se trata de escudarse en el discurso de la autonomía para evadir la evaluación pública ni la racionalidad en el ejercicio del gasto. Se trata de ponderar sin descalificaciones genéricas de ningún lado.

La realidad que vivimos, con un presidencialismo carismático, excesivamente poderoso con múltiples grupos de la sociedad alineados por convicción o por la eficacia de los programas sociales, nos lleva al dilema de cómo fortalecer a los órganos autónomos y cómo evitar subordinarlos al poder.

En rigor la autonomía funge como un blindaje de estos órganos, pero conforme a nuestro diseño tiene puntos débiles. Un ejemplo repetido por muchos está en el mecanismo de designación de sus integrantes que los puede llevar a mantenerlos como garantes frente a las tentaciones del poder o puede lastimar su autonomía.

Casos recientes que generan preocupación social están en la remoción de la titular de la CONAPRED a propósito de un foro que se había organizado para analizar temas de racismo y discriminación y las declaraciones del Presidente señalando que no conocía a ese organismo y que sus funciones podrían asumirse en la Secretaría de Gobernación. O bien, el hecho de que el propio presidente se declara vigilante del proceso electoral. ¿Y entonces el INE? ¿Y los tribunales y las fiscalías y los órganos electorales de los estados?

El tema preocupa porque en ese discurso existen rasgos autoritarios que evidencian intencionalidad de control y nulo respeto a instituciones que han dado impulsos vitales a la democracia mexicana. Los servidores públicos deben recordar que, por mandato constitucional, no pueden intervenir en las actividades comiciales, son los organismos electorales autónomos los que deben garantizar elecciones limpias, transparentes y creíbles a la sociedad mexicana como ha ocurrido en los últimos treinta años. La mejor garantía que un servidor público puede dar al buen desarrollo de las elecciones es no intervenir en ellas.



Profesor en UP y UNAM, especialista en temas electorales.

@MarcoBanos