/ martes 20 de abril de 2021

Prueba del ácido democrática

Todo mexicano que tenga conciencia de lo que nos costó construir un sistema electoral ciudadanizado y confiable –con defectos, pero en esencia lo opuesto al régimen corporativo de simulación del que veníamos– debe defender la autonomía del Instituto Nacional Electoral como patrimonio de los ciudadanos, no de los partidos ni de los gobiernos en turno. Cualquiera que crea en la democracia –liberal o conservador– debe rechazar una forma de hacer política en que todo se vale para acaparar cargos y poder como fin en sí mismo.

La democracia puede ser el sistema político más fuerte, siempre que los ciudadanos se involucren, o el más frágil, cuando nos desentendemos y aceptamos pasivamente su degradación. Por eso hay que repudiar la difamación y el intento de desacreditar al INE solo porque toma determinaciones conforme a lo mandatado por la ley. Más aún si se habla de exterminarlo, enjuiciar a consejeros electorales, o peor, se les amaga con llevar a turbas a sus domicilios.

No es exagerado decir que nuestra democracia queda expuesta a riesgos de regresiones ante una irresponsabilidad que se reproduce, sube incesantemente de nivel y es tolerada en las máximas instancias de poder público, incluso alentada. Sobra evidencia empírica, nacional e internacional, de los peligros; hasta en las democracias consolidadas, como recién vimos en la toma del Capitolio.

En particular, es esencial el desenlace sobre la ratificación o el rechazo por parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) de las medidas que el INE busca instrumentar para impedir que vuelva a violarse la disposición constitucional sobre la sobrerrepresentación legislativa.

En el movimiento político dominante se habla mucho de la importancia de entender las lecciones de la historia. Si va en serio y se valora la democracia, en coherencia hay que considerar los antecedentes de la representación proporcional, que está en la base de nuestra transición democrática: fue la cuña con la que comenzó a abrirse un sistema monolítico, de partido hegemónico y presidencialismo con atribuciones metaconstitucionales, sin efectiva división de poderes ni representación política consistente con la pluralidad realmente existente en la sociedad; un sistema pseudodemocrático con altas dosis de simulación del auténtico Estado de derecho.

Habría que recordar que la reforma política de 1977, parteaguas de la transición, se dio después de unas elecciones en las en la boleta no hubo más candidato presidencial que el oficial: López Portillo contra López Portillo. Fue tras esa muestra absurda de déficit democrático que el propio régimen empezó promover cambios importantes, como precisamente un sistema mixto de legisladores de mayoría y los nuevos plurinominales que reflejase mejor la diversidad política.

Como salvaguarda adicional contra la concentración, desde 1996, el artículo 54 Constitucional explicita que “en ningún caso, un partido político podrá contar con un número de diputados por ambos principios que representen un porcentaje del total de la Cámara que exceda en ocho puntos a su porcentaje de votación nacional emitida”. Esa prohibición es clara y ha sido transgredida tres veces: en 2012 y 2015 por pequeño margen y en 2018 en exceso, duplicando el límite.

No hay congruencia en suscribir el principio juarista de “al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”, pero exigirle a una autoridad constitucional que deje libre paso para infringir un mandato también constitucional, con agravantes de reincidencia, premeditación, alevosía y ventaja. Los pretextos sobran.

En 2018, la coalición gobernante obtuvo 44% de la votación para la Cámara de Diputados, pero se hizo de 308 diputados, 61.6% del total. El truco matemático es que una formación política “presta” militantes a aliados o satélites para que ganen en sus distritos, pero aparentar menos victorias para hacerse de más plurinominales.

Como ha dicho el Consejero Electoral Ciro Murayama, “sobrerrepresentación implica, siempre, subrrepresentación”. La fracción mayoritaria actual tiene más legisladores de los que le correspondían por ley y por representatividad efectiva. Son escaños que deberían tener los partidos minoritarios que, sumados, alcanzaron 56% de las preferencias, pero quedaron con 38% de las diputaciones. Acusar al INE de parcialidad por tratar de impedir que eso suceda otra vez no es de demócratas. Sí lo es exigir al TEPJF cumplir como instancia judicial conforme a principios de legalidad y no de negociación o improvisación de carácter político.

En su libro La transición votada, publicado poco después de la primera alternancia en el Ejecutivo Federal, en 2003, Mauricio Merino hacía una advertencia que es totalmente vigente: “No debe bajarse la guardia ni devastar el único instrumento capaz de producir la convivencia más libre y más justa que haya inventado la humanidad, antes de haber aprendido a usarlo siquiera”.

Estamos hablando de la esencia del sistema: coexistencia en la pluralidad, entre mayorías y minorías que pueden invertir cíclicamente sus papeles. Como decía Merino: “La propia conciencia cívica podría ir cambiando aquella percepción según la cual la democracia consiste en una convocatoria periódica para cambiar de emperador, en lugar de ser un método civilizado, transparente y justo para resolver los problemas comunes”. De eso va la defensa del INE.

Todo mexicano que tenga conciencia de lo que nos costó construir un sistema electoral ciudadanizado y confiable –con defectos, pero en esencia lo opuesto al régimen corporativo de simulación del que veníamos– debe defender la autonomía del Instituto Nacional Electoral como patrimonio de los ciudadanos, no de los partidos ni de los gobiernos en turno. Cualquiera que crea en la democracia –liberal o conservador– debe rechazar una forma de hacer política en que todo se vale para acaparar cargos y poder como fin en sí mismo.

La democracia puede ser el sistema político más fuerte, siempre que los ciudadanos se involucren, o el más frágil, cuando nos desentendemos y aceptamos pasivamente su degradación. Por eso hay que repudiar la difamación y el intento de desacreditar al INE solo porque toma determinaciones conforme a lo mandatado por la ley. Más aún si se habla de exterminarlo, enjuiciar a consejeros electorales, o peor, se les amaga con llevar a turbas a sus domicilios.

No es exagerado decir que nuestra democracia queda expuesta a riesgos de regresiones ante una irresponsabilidad que se reproduce, sube incesantemente de nivel y es tolerada en las máximas instancias de poder público, incluso alentada. Sobra evidencia empírica, nacional e internacional, de los peligros; hasta en las democracias consolidadas, como recién vimos en la toma del Capitolio.

En particular, es esencial el desenlace sobre la ratificación o el rechazo por parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) de las medidas que el INE busca instrumentar para impedir que vuelva a violarse la disposición constitucional sobre la sobrerrepresentación legislativa.

En el movimiento político dominante se habla mucho de la importancia de entender las lecciones de la historia. Si va en serio y se valora la democracia, en coherencia hay que considerar los antecedentes de la representación proporcional, que está en la base de nuestra transición democrática: fue la cuña con la que comenzó a abrirse un sistema monolítico, de partido hegemónico y presidencialismo con atribuciones metaconstitucionales, sin efectiva división de poderes ni representación política consistente con la pluralidad realmente existente en la sociedad; un sistema pseudodemocrático con altas dosis de simulación del auténtico Estado de derecho.

Habría que recordar que la reforma política de 1977, parteaguas de la transición, se dio después de unas elecciones en las en la boleta no hubo más candidato presidencial que el oficial: López Portillo contra López Portillo. Fue tras esa muestra absurda de déficit democrático que el propio régimen empezó promover cambios importantes, como precisamente un sistema mixto de legisladores de mayoría y los nuevos plurinominales que reflejase mejor la diversidad política.

Como salvaguarda adicional contra la concentración, desde 1996, el artículo 54 Constitucional explicita que “en ningún caso, un partido político podrá contar con un número de diputados por ambos principios que representen un porcentaje del total de la Cámara que exceda en ocho puntos a su porcentaje de votación nacional emitida”. Esa prohibición es clara y ha sido transgredida tres veces: en 2012 y 2015 por pequeño margen y en 2018 en exceso, duplicando el límite.

No hay congruencia en suscribir el principio juarista de “al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”, pero exigirle a una autoridad constitucional que deje libre paso para infringir un mandato también constitucional, con agravantes de reincidencia, premeditación, alevosía y ventaja. Los pretextos sobran.

En 2018, la coalición gobernante obtuvo 44% de la votación para la Cámara de Diputados, pero se hizo de 308 diputados, 61.6% del total. El truco matemático es que una formación política “presta” militantes a aliados o satélites para que ganen en sus distritos, pero aparentar menos victorias para hacerse de más plurinominales.

Como ha dicho el Consejero Electoral Ciro Murayama, “sobrerrepresentación implica, siempre, subrrepresentación”. La fracción mayoritaria actual tiene más legisladores de los que le correspondían por ley y por representatividad efectiva. Son escaños que deberían tener los partidos minoritarios que, sumados, alcanzaron 56% de las preferencias, pero quedaron con 38% de las diputaciones. Acusar al INE de parcialidad por tratar de impedir que eso suceda otra vez no es de demócratas. Sí lo es exigir al TEPJF cumplir como instancia judicial conforme a principios de legalidad y no de negociación o improvisación de carácter político.

En su libro La transición votada, publicado poco después de la primera alternancia en el Ejecutivo Federal, en 2003, Mauricio Merino hacía una advertencia que es totalmente vigente: “No debe bajarse la guardia ni devastar el único instrumento capaz de producir la convivencia más libre y más justa que haya inventado la humanidad, antes de haber aprendido a usarlo siquiera”.

Estamos hablando de la esencia del sistema: coexistencia en la pluralidad, entre mayorías y minorías que pueden invertir cíclicamente sus papeles. Como decía Merino: “La propia conciencia cívica podría ir cambiando aquella percepción según la cual la democracia consiste en una convocatoria periódica para cambiar de emperador, en lugar de ser un método civilizado, transparente y justo para resolver los problemas comunes”. De eso va la defensa del INE.