Esta semana se celebró la 47 Asamblea de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Cancún, México, con un tema agregado pero que se convirtió en central: Venezuela. La mayoría de los países de la región, incluido el nuestro, han mostrado gran preocupación por las noticias que nos llegan de este país hermano, en torno a la irrupción del orden constitucional.
La presencia de la canciller venezolana Delcy Rodríguez (que ya no lo es por decisión del presidente Nicolás Maduro) y su confrontación con casi todos los representantes de los países miembros, incluido a Luis Videgaray, de México que fue electo presidente de la 47 Asamblea, concentró la atención de la prensa nacional e internacional.
Los miembros de la OEA querían pedir al gobierno venezolano libertad para políticos presos, comicios democráticos y echar atrás la convocatoria a la nueva Asamblea Constituyente que redactará una nueva Constitución (por cierto, la ahora excanciller Rodríguez se encargaría de encabezar esos trabajos).
Al final, los países miembros no tomaron ninguna determinación respecto a la situación de Venezuela, pero acaso, lo ocurrido, nos haga reflexionar y redimensionar el papel de la OEA en esta región del mundo frente al paradigma que marca la marcha de las naciones: la democracia.
La Organización fue fundada con el objetivo de lograr en sus estados miembros, como lo estipula el artículo 1 de la Carta, “un orden de paz y de justicia, fomentar su solidaridad, robustecer su colaboración y defender su soberanía, su integridad territorial y su independencia.”
Pero la propia OEA establece que para lograr sus más importantes propósitos se basa en sus principales pilares que son la democracia, los derechos humanos, la seguridad y el desarrollo. Y también tiene que velar para que esos pilares sostengan muy bien sus objetivos establecidos en el artículo 1 de su Carta.
¿Cómo deben actuar los países miembros si en uno de ellos hay señales de que las cosas no se están haciendo de la mejor manera para mantener la paz y la justicia? ¿Si hay situaciones que advierten de presos políticos o disturbios populares que hacen peligrar a la propia población?
Pues la OEA debe actuar como lo hizo. Echando a andar, primero, sus protocolos que hacen llamados a mantener el orden constitucional; advertir de las sanciones que puedan aplicarse de continuar situaciones irregulares y, finalmente, tomar las resoluciones a que haya lugar.
Sus países miembros saben que la OEA recurre al diálogo político, a la inclusión, a la cooperación, a instrumentos jurídicos y de seguimiento, para llevar a cabo y maximizar su labor en el hemisferio.
En sus artículos 24 y 25 esta Carta de los Estados Americanos establece que las controversias entre sus miembros (como ocurrió ahora) deben ser sometidas a procedimientos de solución pacífica como la negociación directa, los buenos oficios, la mediación, la investigación y conciliación, el procedimiento judicial, el arbitraje.
Pero difícilmente puede cumplir sus objetivos si los propios países miembros se empeñan en romper las reglas que aceptaron al hacerse parte del organismo internacional. Y la verdad es que, teniendo un organismo como la OEA, más les valdría ajustarse a sus mecanismos.
Mantener la paz y la justicia en el mundo se ha convertido en una prioridad de nuestros días. Pareciera increíble que a medida que muchos abogan y actúan para perfeccionar la democracia, muchos otros buscan dinamitarla con guerras absurdas e injusticia. Qué bueno que existe la ONU, la OEA y otros organismos internacionales. ¡Qué sería de este mundo si no estuvieran!