/ domingo 4 de abril de 2021

1863: origen del latifundismo y peonaje en México (I)

Durante la época colonial, la Corona española reconoció a los pueblos indígenas como corporaciones civiles, confirmando a los existentes previos a la conquista el derecho de propiedad agraria que hubieran demostrado ostentar, en tanto que los nuevos se hicieron de tierras a través de tres principales vías: la dotación real, la concesión de los nobles indígenas (muchos de los cuales se habían apoderado de tierras durante la conquista) y la compra. Ésta fue la praxis común durante el siglo XVI, pero también el origen de múltiples litigios agrarios que involucraron tanto a los alcaldes como a los propios virreyes, hasta que en 1592 nació el Juzgado General de Indios y comenzaron a emitirse a lo largo del siglo XVII diversas disposiciones jurídicas para evitar poner en riesgo las tierras comunales (para entonces integradas por un fundo legal, propios, ejidos y tierras de repartimiento).

Más tarde, a mediados del siglo XVIII, el reformismo borbónico, influido por las ideas de la ilustración y del liberalismo, buscó impulsar el desarrollo económico tanto en sus posesiones europeas como americanas mediante la aplicación de diversos ordenamientos -uno de ellos, la “Real Ordenanza de Intendentes” (1786)- y de la desamortización de los bienes corporativos, religiosos y civiles, pero también ante la necesidad por razones bélicas de obtener recursos líquidos, emitió la “Ley de Consolidación de Vales Reales” (1804). Tendencia que las Cortes de Cádiz continuaron al fomentar, en 1813, la privatización agraria de las tierras comunales y suprimir la Inquisición y que en la primera mitad del siglo XIX encontró el apoyo de liberales como Carlos María de Bustamante, Lorenzo de Zavala, Francisco García Salinas y José Joaquín Fernández de Lizardi. Zavala, convencido de que ayudaría al crédito público; García Salinas, de que contribuiría a la generación de fuentes de trabajo y Lizardi, avizorando que podría mejorar la distribución de la riqueza.

Fue así como en los años 20 se procedió a la venta de los bienes inquisitoriales y de órdenes suprimidas como las hospitalarias de Belén, San Juan de Dios y San Hipólito y en la década siguiente a promover proyectos de enajenación del patrimonio eclesiástico. Clara tenían la idea de que debía combatirse el estancamiento de la propiedad territorial en “manos muertas” distribuyéndola entre un número amplio de propietarios para fortalecimiento del país. De ahí que en 1833, Zavala propusiera al Congreso una ley para amortizar la deuda interior a partir de la venta de bienes eclesiásticos, en tanto que José María Luis Mora, Valentín Gómez Farías y Andrés Quintana Roo se plantearan la secularización de los bienes de California y misiones de Filipinas, además de la subasta pública de los pertenecientes a los misioneros Filipinos y de San Camilo. Por algo Mora afirmaba en su “Disertación sobre la naturaleza y aplicación de las rentas y bienes eclesiásticos” que era legítima la acción estatal de apoderarse de dichos bienes, explicando la importancia de su enajenación en favor de los arrendatarios. Buscar un mayor progreso económico y social e impedir en lo sucesivo la concentración territorial, eran el objetivo común.

Sin embargo, meses después estas ideas quedaron truncas ante el arribo de un gobierno de corte conservador, siendo sólo retomadas cuando en 1847 llegó al poder una administración federalista. Era evidente que aún entonces estados como el de México, Oaxaca, Puebla, Tlaxcala y Yucatán, poseían una gran y desigual cantidad de tierras improductivas, ya fuera por estar vinculadas a los gobiernos y cacicazgos indígenas y ser trabajadas por macehuales, o bien por estar comprometidos sus derechos de explotación a indígenas enriquecidos o a pueblos vecinos. Impulsar la libre y homogénea circulación del capital agrario -se pensaba- podría propiciar un mayor progreso económico y social.

Lamentablemente, no fue así. A partir de 1847, siendo gobernador de Oaxaca y considerando que el régimen de propiedad comunal afectaba al desarrollo agrícola y mercantil, Benito Juárez emite diversos decretos persuadiendo a los pueblos para vender sus tierras comunes a particulares. En 1849, ordena la subasta pública y remate forzoso de los bienes de los ayuntamientos y a los pueblos el deslinde de dichas tierras, al tiempo que promueve la ocupación de las que estuvieran despobladas: era el inicio de la pulverización del régimen agrario comunal en el estado oaxaqueño. Proceso que, a nivel federal y de acuerdo con Manuel Fabila en su obra Cinco Siglos de Legislación Agraria en México (1493-1940), comenzaría a partir de la promulgación de la Ley Lerdo, la “Ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas” expedida por Ignacio Comonfort en 1856, que mandató la adjudicación de las fincas rústicas y urbanas propiedad de las corporaciones civiles y eclesiásticas a sus arrendatarios y/o a quienes las tuvieran en censo enfitéutico y, en caso de ausencia, al mejor postor en almoneda, tal y como veremos. (Continúa)


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli

Durante la época colonial, la Corona española reconoció a los pueblos indígenas como corporaciones civiles, confirmando a los existentes previos a la conquista el derecho de propiedad agraria que hubieran demostrado ostentar, en tanto que los nuevos se hicieron de tierras a través de tres principales vías: la dotación real, la concesión de los nobles indígenas (muchos de los cuales se habían apoderado de tierras durante la conquista) y la compra. Ésta fue la praxis común durante el siglo XVI, pero también el origen de múltiples litigios agrarios que involucraron tanto a los alcaldes como a los propios virreyes, hasta que en 1592 nació el Juzgado General de Indios y comenzaron a emitirse a lo largo del siglo XVII diversas disposiciones jurídicas para evitar poner en riesgo las tierras comunales (para entonces integradas por un fundo legal, propios, ejidos y tierras de repartimiento).

Más tarde, a mediados del siglo XVIII, el reformismo borbónico, influido por las ideas de la ilustración y del liberalismo, buscó impulsar el desarrollo económico tanto en sus posesiones europeas como americanas mediante la aplicación de diversos ordenamientos -uno de ellos, la “Real Ordenanza de Intendentes” (1786)- y de la desamortización de los bienes corporativos, religiosos y civiles, pero también ante la necesidad por razones bélicas de obtener recursos líquidos, emitió la “Ley de Consolidación de Vales Reales” (1804). Tendencia que las Cortes de Cádiz continuaron al fomentar, en 1813, la privatización agraria de las tierras comunales y suprimir la Inquisición y que en la primera mitad del siglo XIX encontró el apoyo de liberales como Carlos María de Bustamante, Lorenzo de Zavala, Francisco García Salinas y José Joaquín Fernández de Lizardi. Zavala, convencido de que ayudaría al crédito público; García Salinas, de que contribuiría a la generación de fuentes de trabajo y Lizardi, avizorando que podría mejorar la distribución de la riqueza.

Fue así como en los años 20 se procedió a la venta de los bienes inquisitoriales y de órdenes suprimidas como las hospitalarias de Belén, San Juan de Dios y San Hipólito y en la década siguiente a promover proyectos de enajenación del patrimonio eclesiástico. Clara tenían la idea de que debía combatirse el estancamiento de la propiedad territorial en “manos muertas” distribuyéndola entre un número amplio de propietarios para fortalecimiento del país. De ahí que en 1833, Zavala propusiera al Congreso una ley para amortizar la deuda interior a partir de la venta de bienes eclesiásticos, en tanto que José María Luis Mora, Valentín Gómez Farías y Andrés Quintana Roo se plantearan la secularización de los bienes de California y misiones de Filipinas, además de la subasta pública de los pertenecientes a los misioneros Filipinos y de San Camilo. Por algo Mora afirmaba en su “Disertación sobre la naturaleza y aplicación de las rentas y bienes eclesiásticos” que era legítima la acción estatal de apoderarse de dichos bienes, explicando la importancia de su enajenación en favor de los arrendatarios. Buscar un mayor progreso económico y social e impedir en lo sucesivo la concentración territorial, eran el objetivo común.

Sin embargo, meses después estas ideas quedaron truncas ante el arribo de un gobierno de corte conservador, siendo sólo retomadas cuando en 1847 llegó al poder una administración federalista. Era evidente que aún entonces estados como el de México, Oaxaca, Puebla, Tlaxcala y Yucatán, poseían una gran y desigual cantidad de tierras improductivas, ya fuera por estar vinculadas a los gobiernos y cacicazgos indígenas y ser trabajadas por macehuales, o bien por estar comprometidos sus derechos de explotación a indígenas enriquecidos o a pueblos vecinos. Impulsar la libre y homogénea circulación del capital agrario -se pensaba- podría propiciar un mayor progreso económico y social.

Lamentablemente, no fue así. A partir de 1847, siendo gobernador de Oaxaca y considerando que el régimen de propiedad comunal afectaba al desarrollo agrícola y mercantil, Benito Juárez emite diversos decretos persuadiendo a los pueblos para vender sus tierras comunes a particulares. En 1849, ordena la subasta pública y remate forzoso de los bienes de los ayuntamientos y a los pueblos el deslinde de dichas tierras, al tiempo que promueve la ocupación de las que estuvieran despobladas: era el inicio de la pulverización del régimen agrario comunal en el estado oaxaqueño. Proceso que, a nivel federal y de acuerdo con Manuel Fabila en su obra Cinco Siglos de Legislación Agraria en México (1493-1940), comenzaría a partir de la promulgación de la Ley Lerdo, la “Ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas” expedida por Ignacio Comonfort en 1856, que mandató la adjudicación de las fincas rústicas y urbanas propiedad de las corporaciones civiles y eclesiásticas a sus arrendatarios y/o a quienes las tuvieran en censo enfitéutico y, en caso de ausencia, al mejor postor en almoneda, tal y como veremos. (Continúa)


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli