/ domingo 27 de octubre de 2019

Ateneo de la Juventud: origen y legado (II)

El Ateneo de la Juventud fue, sin duda, el almácigo en que se gestó la transmutación intelectual que dio paso al México contemporáneo. Fuente nutricia en la que abrevarían las futuras nuevas inquietudes que transformaron a la sociedad mexicana durante buena parte del siglo XX, como el nacionalismo, hispanoamericanismo e indigenismo.

Su presidencia la ocuparon Antonio Caso (1909-1910), Alfonso Cravioto (1910-1911), José Vasconcelos (1911-1912) -con quien esta asociación se reorganizó, el 25 de septiembre de dicho año, en el Ateneo de México conservando como objetivo el de “trabajar en pro de la cultura intelectual y artística”-, Enrique González Martínez y nuevamente Caso. Sus miembros, de acuerdo con Pedro Henríquez Ureña, Alejandro Quijano y Vasconcelos: Jesús T. Acevedo, Alfonso G. Alarcón, Ricardo Arenales (Miguel Ángel Osorio), Evaristo Araiza, Roberto Argüelles, Antonio Caso, Carlos Barajas, Ignacio Bravo Betancourt, Luis Cabrera, Rafael Cabrera, María Enriqueta Camarillo de Pereyra, Jesús Castellanos, Erasmo Castellanos Quinto, Luis Castillo Ledón, Francisco J. César, Eduardo Colín, Alfonso Cravioto, Marcelino Dávalos, Leopoldo de la Rosa, Jorge Enciso, Enrique Escobar, José Escofet, Isidro Fabela, Jenaro Fernández MacGregor, Nemesio García Naranjo, Ricardo Gómez Robelo, Pedro González Blanco, Enrique González Martínez, Carlos González Peña, Fernando González Roa, Martín Luis Guzmán, Saturnino Herrán, Alba Herrera y Ogazón, Enrique Jiménez Domínguez, Pedro y Max Henríquez Ureña, Rafael López, Carlos Lozano, José María Lozano, Federico y Nicolás Mariscal y Piña, Antonio Médiz Bolio, Joaquín Méndez Rivas, Roberto Montenegro, Guillermo Novoa, Juan Palacios, Eduardo Pallares, Alberto J. Pani, Manuel de la Parra, Manuel M. Ponce, Alfonso Pruneda, Alejandro Quijano, Efrén Rebolledo, Alfonso Reyes, Diego M. Rivera, Abel C. Salazar, José Santos Chocano, Mariano Silva y Aceves, Alfonso Teja Zabre, Julio Torri, Francisco de la Torre, Luis G. Urbina, Jesús Urueta, Emilio Valenzuela, José Vasconcelos, Miguel A. Velázquez y Ángel Zárraga, además de Julián Carrillo, Ezequiel A. Chávez, Gabriela Mistral y Amado Nervo, entre otros.

Y no podía ser de otra forma, sus integrantes eran, como los bautizó Reyes –a quien llamaban “Euforión”-, “la generación del Centenario” que a la Nación dio cuatro legados culturales fundamentales. El primero, haber inaugurado con Caso los cursos libres y gratuitos, por su parte de filosofía, en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional -hoy Facultad de Filosofía y Letras-, contando con el apoyo de Justo Sierra, Pruneda y Chávez. El segundo, la fundación de la Universidad Popular Mexicana, multiforme, elástica y amplia, que sin financiamiento del Estado abrió sus puertas y derramó “por las calles a sus profesores” en pos del pueblo “que no puede ir a la escuela” por estar trabajando. El tercero, haber logrado que en la naciente Escuela de Altos Estudios, se enseñaran las humanidades a cargo de los propios ateneístas como profesores titulares sin sueldo en materias como filosofía y estética, historia del arte, literatura mexicana, ciencia y arte de la educación, psicología y metodología, literatura latina, castellana, francesa e inglesa. El cuarto, las conferencias impartidas en la innovadora Librería General del asturiano Francisco Gamoneda, establecida en 1909, que pronto fue el centro cultural del periodo revolucionario, donde lo mismo disertó Acevedo sobre arquitectura virreinal, que Ponce sobre música popular mexicana, Caso sobre filosofía de la intuición, Gamboa sobre novela nacional, o Henríquez Ureña sobre el mexicanismo de Ruiz Alarcón.

Grupo inigualable de intelectuales a los que caracterizaba, en palabras de los ateneístas: su seriedad -según reconoció Guzmán-, su crítica ante el saber humano, su amor por Grecia, su vivo espíritu filosófico, su preocupación por lo mexicano, así como su compromiso, activismo y praxis revolucionaria. Su secreto, para Vasconcelos: acudir a las fuentes primigenias, las clásicas, por ser “obras maestras del ingenio humano” y así poder dejar huella en la sociedad.

Sin embargo, en diciembre de 1913 el grupo quedó “disuelto”. Caso así lo reconoció ante Reyes: “usted en París, Martín Luis en la revolución, Pani en la revolución, Vasconcelos en la revolución, Pedro en vísperas de marcharse a Londres, Acevedo y Julio Torri dirigiendo la administración postal, yo, solo, completamente solo. Hube de vender a la Biblioteca Nacional parte de mis libros para comer…”.

Un fin triste, sí, pero que no eclipsó su grandioso legado. Por eso profundizar en la extraordinaria y revolucionaria obra de avanzada atenéica es hoy un imponderable, máxime cuando se está en la orfandad cultural. Bien lo dijo, esperanzado, Vasconcelos: “¿A dónde llevarán los políticos dominantes nuestra cultura? Confiemos en que no habrán de dominarla sino que se verán precisados a cumplir los fines de la revolución, y entonces, dentro de la libertad, seremos nosotros los vencedores”.

bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli


El Ateneo de la Juventud fue, sin duda, el almácigo en que se gestó la transmutación intelectual que dio paso al México contemporáneo. Fuente nutricia en la que abrevarían las futuras nuevas inquietudes que transformaron a la sociedad mexicana durante buena parte del siglo XX, como el nacionalismo, hispanoamericanismo e indigenismo.

Su presidencia la ocuparon Antonio Caso (1909-1910), Alfonso Cravioto (1910-1911), José Vasconcelos (1911-1912) -con quien esta asociación se reorganizó, el 25 de septiembre de dicho año, en el Ateneo de México conservando como objetivo el de “trabajar en pro de la cultura intelectual y artística”-, Enrique González Martínez y nuevamente Caso. Sus miembros, de acuerdo con Pedro Henríquez Ureña, Alejandro Quijano y Vasconcelos: Jesús T. Acevedo, Alfonso G. Alarcón, Ricardo Arenales (Miguel Ángel Osorio), Evaristo Araiza, Roberto Argüelles, Antonio Caso, Carlos Barajas, Ignacio Bravo Betancourt, Luis Cabrera, Rafael Cabrera, María Enriqueta Camarillo de Pereyra, Jesús Castellanos, Erasmo Castellanos Quinto, Luis Castillo Ledón, Francisco J. César, Eduardo Colín, Alfonso Cravioto, Marcelino Dávalos, Leopoldo de la Rosa, Jorge Enciso, Enrique Escobar, José Escofet, Isidro Fabela, Jenaro Fernández MacGregor, Nemesio García Naranjo, Ricardo Gómez Robelo, Pedro González Blanco, Enrique González Martínez, Carlos González Peña, Fernando González Roa, Martín Luis Guzmán, Saturnino Herrán, Alba Herrera y Ogazón, Enrique Jiménez Domínguez, Pedro y Max Henríquez Ureña, Rafael López, Carlos Lozano, José María Lozano, Federico y Nicolás Mariscal y Piña, Antonio Médiz Bolio, Joaquín Méndez Rivas, Roberto Montenegro, Guillermo Novoa, Juan Palacios, Eduardo Pallares, Alberto J. Pani, Manuel de la Parra, Manuel M. Ponce, Alfonso Pruneda, Alejandro Quijano, Efrén Rebolledo, Alfonso Reyes, Diego M. Rivera, Abel C. Salazar, José Santos Chocano, Mariano Silva y Aceves, Alfonso Teja Zabre, Julio Torri, Francisco de la Torre, Luis G. Urbina, Jesús Urueta, Emilio Valenzuela, José Vasconcelos, Miguel A. Velázquez y Ángel Zárraga, además de Julián Carrillo, Ezequiel A. Chávez, Gabriela Mistral y Amado Nervo, entre otros.

Y no podía ser de otra forma, sus integrantes eran, como los bautizó Reyes –a quien llamaban “Euforión”-, “la generación del Centenario” que a la Nación dio cuatro legados culturales fundamentales. El primero, haber inaugurado con Caso los cursos libres y gratuitos, por su parte de filosofía, en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional -hoy Facultad de Filosofía y Letras-, contando con el apoyo de Justo Sierra, Pruneda y Chávez. El segundo, la fundación de la Universidad Popular Mexicana, multiforme, elástica y amplia, que sin financiamiento del Estado abrió sus puertas y derramó “por las calles a sus profesores” en pos del pueblo “que no puede ir a la escuela” por estar trabajando. El tercero, haber logrado que en la naciente Escuela de Altos Estudios, se enseñaran las humanidades a cargo de los propios ateneístas como profesores titulares sin sueldo en materias como filosofía y estética, historia del arte, literatura mexicana, ciencia y arte de la educación, psicología y metodología, literatura latina, castellana, francesa e inglesa. El cuarto, las conferencias impartidas en la innovadora Librería General del asturiano Francisco Gamoneda, establecida en 1909, que pronto fue el centro cultural del periodo revolucionario, donde lo mismo disertó Acevedo sobre arquitectura virreinal, que Ponce sobre música popular mexicana, Caso sobre filosofía de la intuición, Gamboa sobre novela nacional, o Henríquez Ureña sobre el mexicanismo de Ruiz Alarcón.

Grupo inigualable de intelectuales a los que caracterizaba, en palabras de los ateneístas: su seriedad -según reconoció Guzmán-, su crítica ante el saber humano, su amor por Grecia, su vivo espíritu filosófico, su preocupación por lo mexicano, así como su compromiso, activismo y praxis revolucionaria. Su secreto, para Vasconcelos: acudir a las fuentes primigenias, las clásicas, por ser “obras maestras del ingenio humano” y así poder dejar huella en la sociedad.

Sin embargo, en diciembre de 1913 el grupo quedó “disuelto”. Caso así lo reconoció ante Reyes: “usted en París, Martín Luis en la revolución, Pani en la revolución, Vasconcelos en la revolución, Pedro en vísperas de marcharse a Londres, Acevedo y Julio Torri dirigiendo la administración postal, yo, solo, completamente solo. Hube de vender a la Biblioteca Nacional parte de mis libros para comer…”.

Un fin triste, sí, pero que no eclipsó su grandioso legado. Por eso profundizar en la extraordinaria y revolucionaria obra de avanzada atenéica es hoy un imponderable, máxime cuando se está en la orfandad cultural. Bien lo dijo, esperanzado, Vasconcelos: “¿A dónde llevarán los políticos dominantes nuestra cultura? Confiemos en que no habrán de dominarla sino que se verán precisados a cumplir los fines de la revolución, y entonces, dentro de la libertad, seremos nosotros los vencedores”.

bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli